Opinión Nacional

Niños instrumentalizados durante la ruptura familiar

La ruptura matrimonial deja a sus protagonistas en una situación de minusvalía emocional que les va a dificultar muy seriamente hacerse cargo de las necesidades de los menores.

De ahí que sea éste el momento en el que es más exigible la responsabilidad de los adultos. Ésta les obliga a no quedarse atrapados en la tela de araña tejida por sus propias necesidades, sino a prestar atención a sus hijos.

Esa responsabilidad les obliga a hacerse cargo de la posición compleja en que sus hijos han quedado situados, a entender las dificultades que puedan tener para comprender las explicaciones que sobre la nueva situación, a empatizar con la ansiedad que a los menores les pueda provocar enfrentarse a un nuevo estilo de vida en que los cambios de un sitio a otro se convertirán en rutinarios, en que deberán convivir, en muchos casos, con personas, novios o amantes de sus progenitores, a los que apenas conocen.

La responsabilidad exige al adulto huir de todo tipo de apresuramiento para lograr adaptaciones que, si son forzadas, están condenadas al fracaso. Se requiere tiempo, templanza y, sobre todo, empatía para tratar de penetrar en el universo afectivo de unos menores que tienen que lidiar con sus propias contradicciones sin haber alcanzado el grado de madurez intelectual y emocional que se supone a los adultos.

Por encima de todo, los padres que vivan con más dramatismo la experiencia de su ruptura matrimonial deberán hacer el esfuerzo de no instrumentalizar a sus propios hijos como arietes de su despecho o de sus deseos de venganza. Porque los niños de los matrimonios rotos necesitan ser fieles a ambos progenitores. Olvidar este elemental principio de sentido común puede causar en los menores un quebranto irreparable.

Las actitudes manipuladoras de quienes tratan de ganar a alguno de sus hijos para la propia causa son más frecuentes de lo que pudiera creerse. En los estudios de la Doctora Judith Wallerstein, una quinta parte de los niños acabaron convirtiéndose en aliados de uno de los padres frente al otro.

Los adultos que buscan en uno de sus hijos un compañero de armas o un cómplice para agredir con más virulencia a su ex pareja cometen un error imperdonable. Obligan al aliado a debatirse en un conflicto de lealtades que puede generarle profundos sentimientos de culpabilidad. Además, esas alianzas suelen ser efímeras y, con frecuencia, se vuelven en contra del adulto que había buscado la complicidad de un menor.

Alejarse de estas conductas es un principio que aconseja el sentido común. Lo cual no quiere decir que no sean frecuentes en los procesos posteriores al divorcio. En cualquier caso, a quienes, en el ámbito de la mediación familiar, acompañan a las parejas que los están viviendo, no les quedará otra alternativa que atemperar los resentimientos y moderar los rencores para que éstos no les impidan comprender las funestas consecuencias que ciertas conductas pueden tener sobre los menores. El legítimo derecho de los adultos a rehacer sus vidas cuando una relación ha resultado fallida no les exime de la responsabilidad de pensar en los menores implicados y hacer todos los esfuerzos de moderación que sean precisos para aminorar los “daños colaterales”.

Catedrático de Filosofía, terapeuta familiar y vicepresidente internacional del Teléfono de la Esperanza

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