Opinión Nacional

No reelección y sufragio efectivo

En América Latina nunca un presidente en ejercicio ha perdido unas elecciones. Nunca, usted ha leído bien. Siempre que un presidente quiso reelegirse, lo logró.

De allí que nuestros pueblos hayan sido siempre suspicaces ante los intentos continuistas. Y las constituciones han estado llenas de frenos y obstáculos para la eventual repetición en el cargo del primer empleado público.

Desde hace unos años la tendencia se ha revertido y varios países han introducido la posibilidad de que el presidente pueda ser reelegido. Algunos todavía toman la previsión de prohibir la reelección inmediata. Otros permiten esta modalidad, que estaría supuestamente justificada para permitir la confirmación en su cargo a alguien que lo puede estar haciendo bien. Pero que también es la más peligrosa, porque el presidente en funciones puede hacer uso de todo el poder en sus manos para ser reelecto.

La Revolución mexicana fue, en gran parte, un movimiento político en contra del continuismo de Porfirio Díaz, dictador que gobernó con mano de hierro durante casi treinta años. De la lucha contra el despotismo de Díaz nació la consigna: “No reelección y voto efectivo” (que nos suena tan pertinente en esta Venezuela en plena campaña reeleccionista y en la cual los votos no se cuentan). Desde el triunfo de la Revolución en México la reelección quedó prohibida. Ni siquiera el taita Lázaro Cárdenas pudo repetir.

Entre los países de nuestra área que permiten la reelección presidencial inmediata están Brasil, Argentina, Colombia y Venezuela. En Brasil Fernando Henrique Cardoso estrenó el experimento en democracia derrotando dos veces al actual presidente, Lula, quien ahora sigue sus pasos. En Argentina fue Carlos Saúl Menem quien modificó la Constitución, después del pacto de Olivos que acordara con Raúl Alfonsín, y así gobernó por dos períodos seguidos. En Colombia, Uribe presionó al Congreso y a la Corte Constitucional para reformar la Ley fundamental, en un proceso un tanto extraño, criticado en su legalidad, y ahora goza de un plazo más.

En Venezuela, se reunió una Asamblea Nacional Constituyente en 1999 que fue declarada originaria para suprimir todos los poderes del Estado, a excepción del Ejecutivo encarnado en el convocante de la Asamblea, Hugo Chávez. Así fueron arrasados la Corte Suprema de Justicia, que en infausta e inconstitucional decisión avaló el procedimiento, y el Congreso Nacional.

La promesa electoral de refundar el país se intentó plasmar en el nuevo texto constitucional con pocas pero contundentes innovaciones. En primer lugar, se reinstaló el fuero militar, derogado desde los orígenes de la República. Ahora los militares tienen ciertas prerrogativas para ser juzgados por delitos comunes, en sus ascensos no interviene la representación popular y pueden votar (sin estarles permitido el proselitismo pero cada día vemos denuncias en este sentido). También se reconocieron los derechos de los pueblos indígenas para reivindicar la propiedad de tierras ancestrales (no lo han hecho porque son objeto de la manipulación política que ha logrado que todos sus representantes legislativos sean militantes chavistas). Se eliminó el Congreso bicameral y se prohibió el financiamiento estatal de los partidos políticos.

Y el mayor cambio fue la introducción de la reelección presidencial inmediata. En la constitución derogada de 1961, sólo se permitía la reelección de quien había ejercido la presidencia una vez transcurridos dos períodos (10 años), después de haber entregado el poder.

Los demás cambios son accesorios: el Poder Moral, verdadera entelequia en manos de obsecuentes funcionarios; la larga lista de derechos sociales, imposibles de satisfacer con las instituciones en la mayor decadencia y con políticas públicas erradas; el cambio del nombre de la República; el voto definido sólo como un derecho y no como un deber, etc.

El verdadero proyecto del movimiento personalista, militarista, profidelista era ese: la permanencia en el poder de su líder único e indiscutible. El golpismo acumulador de bolívares tenía una sola meta: aferrarse al poder y eliminar (con disimulo) las formas democráticas. El continuismo que tanta sangre y división trajo a Venezuela fue reinstalado en la letra de la Constitución.

El diseño ha sido llevado a la realidad paso por paso. La prohibición del financiamiento público a las organizaciones políticas es la más clara ley del embudo. Mientras Chávez puede hacer uso de todos los recursos del Estado que reparte sin presupuesto y con la mayor improvisación e imprudencia, ante el aplauso de las focas ministeriales en cada show dominical, los partidos de oposición y las organizaciones no gubernamentales están en la mayor penuria, con acceso restringido a los medios de comunicación y perseguidos por la justicia y el organismo recaudador de impuestos. En este ambiente, hay que ser un verdadero héroe para mostrarse abiertamente como financista de un candidato disidente.

Chávez y su segunda campaña reeleccionista (algunos olvidan que ya en 2000 se reeligió en la llamada relegitimación de los poderes) demuestran que los latinoamericanos, con los mexicanos a la cabeza, no estaban equivocados cuando no permitían la reelección. Además, en una democracia “participativa y protagónica”, ¿no debería haber más participación en el papel protagónico?.

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