Opinión Nacional

Nombres propios

SI se mira bien, se descubre que la riqueza mayor que posee la humanidad es el repertorio de los nombres propios que atesora; y en su número, contenido, valor y grado de posesión residen las mayores desigualdades entre pueblos y épocas.

Basta con pensar en dos pequeños pueblos antiquísimos, milenarios, que han legado increíbles números de nombres propios que perviven, que siguen fulgurando siglo tras siglo, que significan una parte asombrosa del patrimonio del que se vive en gran parte del mundo: Grecia e Israel. Dos exiguos territorios, de escasa población, de reducidos recursos naturales, con técnicas extremadamente modestas, que han aportado fantásticas listas de nombres propios, personales, que superan los procedentes de enormes comunidades humanas, tal vez de continentes enteros.

Estas series nominales representan el «contenido», la significación de formas de vida que componen, algunas de las grandes direcciones en que se ha realizado lo humano.

Pero conviene reflexionar un momento sobre el sentido de ese adjetivo «propio». Se trata de nombres de personas individuales, cada uno de «alguien», de un «quien» con una vida insustituible y única, con un argumento, una forma de instalación, un proyecto, una interpretación de la realidad, un «sentido» de ella. Y estos nombres están ahí, perviven, constan, están «disponibles»; por eso digo que son el máximo patrimonio existente.

Pero sería un gravísimo error suponer que son «propiedad» de alguien, de cualquier colectividad. Eso sería una perversión particularista, en nuestro tiempo nacionalista. Los nombres propios lo son plenamente cuando tienen innumerables «propietarios» o poseedores. Los más valiosos y eminentes trascienden los límites, geográficos, étnicos, temporales, conservan una vigencia ilimitada, se puede participar de ellos sin más restricción que la inteligibilidad.

Sería interesante averiguar cuántos y cuáles son los nombres vividos como propios en cada grupo social y en cada momento de la historia. Sería la mejor medida de la realidad de cada fracción humana; ello mostraría en qué consiste propiamente cada una de ellas y cuáles son sus posibilidades. Se vería cómo se producen dilataciones y engostamientos, épocas de riqueza o penuria, cómo varía el nivel más importante, el nivel de lo humano.

Se podría hacer un mapa del mundo en diversas épocas, con el repertorio de los nombres comunes a cada porción de él. Sería el reflejo más fiel de su verdadera realidad. Las grandes decadencias estarían señaladas por la escasez de nombres compartidos; se verían zonas desérticas, a diferencia de otras densamente pobladas.

Y no bastaría con una mera referencia nominal. No es suficiente que algunos nombres sean conocidos por diversos estratos sociales de un país o un continente. ¿Qué «dicen» esos nombres, qué significan, cuál es su contenido? Y todavía más: ¿cómo se convive con ellos, en qué medida son frecuentados, leídos, contemplados, escuchados, qué puesto tienen en cada vida?

La riqueza o pobreza vital estriba en esto, en la función de esos nombres propios en cada configuración biográfica, en la forma e intensidad en que son ingredientes reales de cada uno de nosotros.

La condición de hombres y mujeres reales depende en grado insospechado de esto. Lo cual quiere decir que no es una magnitud fija y dada, sino que es variable, crece o mengua, se puede ganar o perder.

En 1773, Antonio de Capmany escribía: «Europa es una escuela general de civilización.» A todos los europeos les pertenecía sin excepción los grandes nombres propios acumulados hasta el siglo XVIII. Durante la primera Guerra Mundial se empezó a ver como ajeno, acaso «enemigo» lo creado en los países que estaban al otro lado de las trincheras. No parecía aceptable la música de Beethoven o Wagner, o la de Debussy; se podía rechazar a Kant, Hegel, Descartes, Goethe, Víctor Hugo o Shakespeare.

Riqueza y pobreza han cambiado según los tiempos. Muchas veces he pensado en el empobrecimiento que ha significado para casi toda Europa, desde el siglo XVII, y todavía más en los dos siguientes, el desconocimiento de algunas decenas de nombres españoles, que han representado una dimensión íntegra de Europa, de lo humano sin más. Parecería una insólita provocación hablar del «provincianismo» europeo, pero ha sido, y acaso todavía lo es un rasgo notorio y de largas consecuencias.

Y si se mira al porvenir, ¿no se presenta como la gran empresa educativa el incremento, la difusión, la intensificación de los nombres propios de todo el mundo? No basta con que sean conocidos, con que estén registrados en todos los recursos de la técnica. Sería menester que se llenaran de contenido, de concreción, que «dijeran» algo a nuestros contemporáneos. Imagínese que los europeos y americanos, los occidentales, poseyeran un número suficiente de aquellos nombres propios que permiten entender razonablemente el mundo, saber de dónde viene, hacia dónde puede ir.

Los medios de difusión y comunicación permiten hoy llevar a cabo esa operación como nunca en toda la historia. No sé si hay alguna posibilidad efectiva de que se intente la gran empresa, que podría tener como resultado una mejoría sustancial del hombre mismo.

Pero no se deben ocultar las dificultades. Los recursos técnicos permiten, también como nunca, la manipulación. Los nombres que pueden proponerse y ponerse al alcance efectivo, ¿serían los necesarios, los orientadores, los enriquecedores, los capaces de iluminar lo real?

Es demasiado evidente el descenso de nivel que en los últimos decenios se ha producido en casi todos los campos. Si se compara el que domina ahora con el que se había alcanzado en los primeros decenios del siglo, es difícil sentir demasiado optimismo. Desde el pensamiento teórico hasta el cine, desde la enseñanza en todos sus grados hasta la calidad de diarios y revistas, desde el arte que llena museos y galerías hasta el uso de la lengua, es imposible evitar la preocupación.

Este movimiento de descenso se podría invertir, pero habría que hacerlo. Ante todo, reconocer que es un hecho; en segundo lugar preguntarse por sus múltiples orígenes, oír sus causas. Sobre todo, advertir qué oscuras tendencias y qué propósitos han llevado hacia esa decadencia de las exigencias, a ese abandono de los niveles con tanto esfuerzo alcanzados.

Entonces se podría recurrir a los recursos existentes, apenas utilizados o que contribuyen a la pérdida acelerada de los niveles aceptables. Es urgente que se inicie su recuperación; urgente, porque si se consolida el descenso, la decadencia será ya inevitable, porque significa un rebajamiento de lo humano, y entonces «no hay quién» que puede poner remedio.

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