Opinión Nacional

Pañuelos rojos

Hace sólo unos días pudimos ver, tanto en El Nacional como en El Universal, sendas fotografías de integrantes de los llamados colectivos de la parroquia 23 de Enero, operando, en el medio de la calle y a pleno día, como alcabalas paramilitares. Sus integrantes llevan pañuelos rojos cubriendo el rostro ychaquetas de camuflaje.

Por donde se le quiera entrar al tema, cualquier razón para que esto suceda está fuera de los límites de la racionalidad y colinda con la barbarie del noEstado y de la anarquía.

Esta presencia no puede ser sino un peligrosísimo síntoma de la crisis institucional en que hemos venido sumergiéndonos. Nada bueno puede augurar el hecho de que el control de algunas calles, «de los territorios liberados», en pleno medio de la capital estén en manos de grupos armados que se autoproclaman defensores delproceso.

Estos llamados colectivos, que disponen de ametralladoras y armas de asalto según narra la prensa, nos remiten con estupor a otros tiempos y a otras violencias. Nos referimos a los de la guerra civil española, donde españoles armados, en ambos lados, cometieron numerosos crímenes por cuenta propia. La acción de estos grupos, en momentos de conflictos agudos, como fue aquella guerra, no dejó sino rencor, desolación y dolor en la poblaciónque decían defender.

Los testimonios abundan sobre el río de sangre que dejaron y del poder que se adjudicaban anárquicamente. Las checas, como se les conocieron en el bando Republicano, lo podían todo.

Santos Martínez Saura era, para 1936, secretario personal del presidente Manuel Azaña. Corría el mes de agosto, recién iniciada la guerra en la Madrid asediada; cuenta Martínez en sus memorias, que una noche después desemanas de trabajo intenso en Palacio, decidió salir a tomar un café con los amigos a la Gran Vía. Y estando en plena conversa, llegó una de aquellas patrullas armadas y sin control del gobierno que solían recorrer la ciudad de noche pidiendo papeles de identidad a los transeúntes, llevándose de «paseo» a quienes sospechaban dederechistas y haciendo de la guerra una ocasión para imponerse sobre los madrileños gracias a sus armas.

Cuando le pidieron su identificación respondió que lamentablemente la había olvidado, pero explicó quién era, nada menos que el secretario privado del Presidente de la República Española, lo que corroboraron los contertulios. Los milicianos, con armas al cinto y con el pañuelo rojo al cuello que los identificaba, se rieron pues no le creyeron y lo obligaron a subir al coche con la promesa de llevarlo a un supuesto comité.

Martínez sabía bien que esos paseos podían terminar con un tiro en la nuca, sucedía a menudo. Insistió y logró convencerlos de pasar primero por el Palacio de Gobierno, donde los guardias reconocieron de inmediato al secretario del Presidente y pudo salir airoso de aquel aprieto en que los milicianos armados y sin control lo habían metido. Fueron otros tiempos, sí, y otra situación, pero siempre será útil aprender de la historia.

Aunque sea un poco.

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