Opinión Nacional

Para el sol de mi vida

¿Y cómo está tu papá? —Me preguntaba un amigo hace unos días mientras tomábamos un café en el lugar que buscaba un regalo que quiero hacer a mi papá por el Día del Padre.

Bien, —respondí agradecida— lleno de vida y de buen humor… y seguí hablando de mi padre unos minutos más, como si tuviese que darle detalles a mi interlocutor.

¿Te has dado cuenta cómo se te ilumina la cara cuando hablas de tu papá? —me dijo.

Enseguida brotó una voz de mi interior: Es que mi papá es un sol…es el sol de mi vida.

—señalé.

Me sonrió y nos despedimos. Empecé a caminar, y, caminando entre la gente recorrí momentos inolvidables de vida con mi papá.

Recordé mis días de niña cuando mi papá me levantaba haciéndome cosquillitas en los pies para ir al colegio. Cuando llegaba con la boleta a casa y pellizcaba mis cachetes para felicitarme. Recuerdo la cara de sorpresa que ponía cuando le enseñaba los regalos que me había traído el Niño Jesús, y la alegría que reinaba la noche de Navidad y Año Nuevo. La mirada tierna que nos regalaba cuando nos veía sentados a mis hermanos y a mí cantando los aguinaldos que cada diciembre hacía sonar en el ‘picó’ de la casa.

Nunca olvidaré el día de mi Primera Comunión, en que me tomó rollos y rollos de fotografías. Las veces que me llevó al cine para ver una película de dibujos animados. La cámara fotográfica que me regaló cuando terminé el sexto grado. Aquélla invitación a almorzar ‘a solas’ en un restaurante que estaba de moda, como yo le había pedido, el día que cumplí doce años.

La paciencia que tuvo las veces que me explicó álgebra y matemática moderna. Su silbido cuando me vio vestida de largo por vez primera y me hizo sentir como una reina de belleza, y me llevó a mi primera fiesta de quinceañeras con la Billo’s Caracas Boys. Nunca dejó de abrirme la puerta del carro cuidando que mi vestido no se arrugara.

Recuerdo cómo me abrazaba orgulloso cada vez que me presentaba a sus amigos del club donde me enseñó a jugar tennis. El reloj que me regaló cuando me gradué de bachiller. El abrazo que me dio al despedirme en el aeropuerto cuando me fui a estudiar fuera, y lo que disfrutamos juntos cuando me visitó en Inglaterra. Las veces que estando de viaje comíamos por ahí, y pedía que me trajeran un vaso de leche porque era mi bebida preferida.

El trato amable que siempre tuvo con mis amigos. Su generosidad de hacerlos sentir como en su casa. La calidez con que trataba a quienes trabajaron con él durante tantos años, que hizo que ganara el cariño de todos. La oportunidad que dio a los que estudiaban y el estímulo que brindaba para que lograran un título profesional.

Recuerdo su emoción cuando le coloqué mi medalla y puse en sus manos mi título al salir del acto académico de la universidad cuando concluí mis estudios. Y el abrazo que le di cuando le dije que me casaría, y sin palabras le transmití que jamás dejaría de ser el hombre más importante para mí. Aún conserva en sus ojos aquel brillo que tenía cuando me llevó caminando al altar, diciéndome que era la novia más bella del mundo.

Y recuerdo la ternura inmensa con que me brindaba su brazo para apoyarme cuando me sentía pesada al caminar con su primera nieta dentro de mí. Y los halagos que hace por la comida que preparo cuando viene a casa a visitarnos, y el amor que dispensa a sus nietos al mirar un juego de fútbol con ellos.

Nada supera la seguridad que siento cuando levanto el teléfono y aún le llamo para pedirle consejo, para consultarle, para decirle que lo necesito, y que me siento pequeña a su lado.

Entendí entonces que no hay regalo suficientemente grande y valioso para él, porque recordé todos esos momentos inolvidables, esos regalos, esos ejemplos de vida que me ha dado. No hay regalo que supere el regalo que él mismo ha sido.

Regresé a casa pensando lo que me he repetido tantísimas veces a lo largo de los años. Que soy una hija afortunada, que agradezco a Dios ese regalo que a sus setenta y ocho años me recibe con una sonrisa, para abrazarlo, para besarlo, para sentarme a su lado cuando tengo frío y pedirle que acaricie mi cabeza, para decirle que lo quiero.

Y para dedicar este artículo que escribí, con todo mi corazón, para el sol de mi vida.

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