Opinión Nacional

Paraíso mancillado: la isla del grifo

“El puerto de Acapulco forma una inmensa concha cortada entre peñascos graníticos…pocos sitios he visto en ambos hemisferios que presenten un aspecto más salvaje… las masas de peñascos, recuerdan por su estructura la cresta hendida de picachos del Mont-Serrat en Cataluña…De otra parte estas costas peñascosas son tan escarpadas que un navío de línea puede rasarlas sin correr ningún riesgo…La islita de la Roqueta, está situada de manera que se puede entrar en el puerto de Acapulco por dos canalizos; el primero que se llama Boca Chica, forma un canal que se dirige de Oeste a Este y no tiene más de 240 metros de ancho desde la punta del Pilar hasta la del Grifo…” esto lo escribió el genial aventurero y humanista Alejandro de Humboldt desde la fragata “Orue” que lo trasladó de Guayaquil hasta la Bahía de Santa Lucía, en treinta y tres días, llegando a buen puerto un mes de marzo de 1803.

Dos cientos años más tarde me ha tocado en suerte pasar fines de semana en un acantilado privilegiado que mira hacía la isla de la Roqueta o como me acabo de enterar por el sabio alemán, llamada también por ese entonces, del “Grifo”. No se quién le puso así, ni porqué, pero en todo caso me quedo con la séptima acepción del diccionario que describe a una bestia mitológica de medio cuerpo arriba águila y de medio cuerpo abajo león. Desde ese mirador no han pasado los siglos ni los milenios. El paisaje sigue siendo el mismo de siempre, por lo menos desde lejos, fuera de dos o tres lamentables excepciones: extrañas licencias de construcción a restaurantes que no han sabido mimetizar la dignidad de la pródiga naturaleza.

El canal que porta el agua menos contaminada de la bahía, por su flujo constante, ampara a cientos de especies marinas con horario para regalarnos sus desfiles de nado libre. Al amanecer hay bancos de pescadillas y manta rayas, y en la noche basta arrojar un haz de luz para que emerja la danza de guachinangos y robalos. De aves, hay desde Águilas hasta pelícanos y toda suerte de loros, que pasan aún en desbandada. La parte cruenta corre por cuenta de varias especies de alacranes, de muchos los colores, entre los cuales uno negro azabache de peculiar elegancia y dardo erótico.

El sitio reúne los requisitos de una tarjeta postal exuberante. Para sentirse en un trópico más lujurioso solo haría falta una fauna salvaje, aunque por las noches salen los mapaches con sus trillados antifaces a buscar comida, seguidos de sus crías. Habitan entre rocas formidables y tienen la fama de lavar siempre los alimentos que se llevan a la boca. De allí que en francés los denominen Raton Laveur (ratones lavadores). El fragmento de ex hacienda a la que me estoy refiriendo, encumbrada en los últimos riscos que se deshacen en las playas de Caleta, perteneció a la familia de un revolucionario que estaba a la diestra de Álvaro Obregón cuando un ex seminarista le propinó un tiro en el cerebro, acabando con su pretensión reeleccionista. Yo no conocí a quien fuera también, entre otras muchas cosas, candidato a la presidencia, Secretario de Relaciones Exteriores, y ministro plenipotenciario en Brasil, pero mi padre sí. Como ingeniero industrial trabajó en varios de sus Ingenios. Es curioso que ahora yo habite en un fragmento de una de sus propiedades más espectaculares. Fue indirectamente por él, que yo vine al mundo; en Xicotencatl encontró a mi madre, hija de un coronel de la revolución mexicana que sembraba caña. Pero eso es harina de otro costal, más bien de azúcar. Los pescadores más viejos siguen contando que el canal de Boca Chica era famoso por tener las aguas más dulces de Acapulco. Las malas lenguas refieren que don Aarón Sáenz mandaba arrojar a la corriente marina toneladas de su preciado producto cuando los Ingenios se excedían en la producción, para que no se derrumbaran los precios. Verdad o no, estas cosas son del tipo de patrañas que dan significación a los lugares. La ex hacienda se llama “Los Murciélagos”, pero la he rebautizado con una voz maya que significa también el lugar de los quirópteros y que es más bella: “Zinacantan”. Desde allí divisamos imperdibles puestas de sol y amaneceres postizos; el ángulo de visión de la propiedad permite suponer que el astro rey se eleva a la entrada de la bahía; pero su recorrido por mar abierto hasta ponerse, eso sí legítimo, es de las vistas más espectaculares del mundo. No por nada a medio kilómetro de allí vivió y murió Tarzan. Johnny Weissmuller fue propietario del mítico hotel Flamingo, que se convirtió en guarida de la famosa pandilla de Hollywood, conformado entre otros por John Wayne.

No soy hombre de deportes y menos de remos, pero he descubierto el placer de navegar en canoa, a ras de las olas. Con mi mujer rehacemos cada fin de semana el trayecto inaugural de Humboldt. El famoso “Kayac” nos ha revelado un mundo aparte. Además del estupendo ejercicio que representa remar entre mareas durante dos horas, permite adentrarse en recovecos de la costa de reminiscencias prehistóricas. Ya cuento con un proyecto de fotografías montadas con música para recuperar un paisaje inédito. Acompañadas de un fondo musical de Antonio Carlos Jobim dedicado a Acapulco en los años sesenta y cuya letra llevo escrita a la mitad, he diseñado una lectura de las enormes rocas de la Roqueta, a las que la imaginación puede descubrirles rasgos de monumento figurativo. La idea es destacar dichos rasgos con enormes, gigantescos paños de colores que en lugar de tapar, revelen. No puedo negar que para imaginar esto, he pensado en las magnas “instalaciones” artísticas del Búlgaro Christo y de su esposa Jeanne-Claude, con la diferencia, insisto, en que no me propongo “envolver” con quilómetros de telas lo que los tejidos deben destacar, enmarcando las rocas para su mejor lectura. Nunca es fácil poner en palabras una propuesta visual, pero aseguro que la Roqueta es un museo natural, con seres tallados por la mano de la naturaleza.

Darle la vuelta entera a la isla, remando en canoa, toma dos horas. Se sale a mar abierto. Hemos andado en busca de pequeñísimas calas que nos permitan compartir sensaciones de los Robinson Crusoe que en el mundo han sido. Avistar arenas blancas al fondo del conjunto de rocas que asemejan personas y animales es muy estimulante. Pero cuidado, la experiencia puede decepcionar. Llegamos con júbilo hasta una de las orillas solitarias que recibía las brisas más frescas y la sombra de gigantescos árboles del trueno. Cuando estábamos a punto de desembarcar de nuestra canoa de esquimales en pleno trópico, descubrimos un paraje desolador: basura. Toda suerte de plásticos a la deriva, acompañados de una maraña de suciedad lanzada desde las embarcaciones cercanas. Decidimos ir entonces a uno de los parajes más bellos que he visto en mi vida, la playa de la Roqueta; además ofrece guarida de buen comer y beber al visitante. Nada más bajar, otro golpe bajo, allí donde radican emociones viscerales (otros las llaman conciencia ecológica). La playa estaba llena de vasos, manteles, cubiertos de plástico y de papel y una serie de deshechos alimenticios como cabezas de pescado, esqueletos de pollo y largos etcéteras que nos llevan a reflexionar en la vergüenza de ser seres humanos con capacidad creativa de detritus. No se puede tolerar que un paraje bendecido por la naturaleza depare sorpresas tan ingratas. Es la parte de la actividad turística, vital, fundamental para nuestra economía, que debemos repensar.

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