Opinión Nacional

Patria o muerte

Ayer miércoles lo constatamos: el 13 de abril es y será para siempre una efemérides mucho más gloriosa e inmarcesible que nuestros 19 de abril  y 5 de julio y de mucha mayor trascendencia -en el plano universal- que el 14 de julio recordatorio de la Revolución francesa o el 7 de mayo en que la rendición de la Alemania nazi marcó el final de la Segunda Guerra mundial. El 13 de abril es y será para la eternidad el día de la resurrección, el del retorno del caudillo, líder, ideólogo, héroe, casi Dios (¿casi?) desde las tinieblas de algo que todavía no sabemos si fue renuncia, vacío de poder, golpe cívico militar, pandemonium exclusivamente militar, traición de un grupito que se creyó más vivo que el resto, conspiración imperialista o qué.

Las honras fúnebres y el sepelio del Papa Juan Pablo II merecieron que todos los canales de la televisión nacional e internacional destinaran gran parte de sus espacios a reseñarlos; pero un acontecimiento del calibre de ese retorno histórico, nada menos que del redentor de los desposeídos del mundo y adalid de la justicia social planetaria, requirió de una cadena radiotelevisiva continuada. ¿Cuántas horas habló el resurrecto? No sabemos, apenas podemos anotar que todas las veces que encendimos la radio del automóvil en diferentes momentos del día, salían de ella las estridencias de su encendido discurso cuyos ejes centrales fueron los anatemas contra la conspiración fascista de abril de 2002 y las que con ese signo continúan amenazando a la revolución; seguidos de la defensa de la soberanía patria frente a una inminente invasión imperialista.

Denunciar como fascista o imperialista todo movimiento, idea o acción que disienta de las directrices y ejecutorias oficialistas, es una práctica implantada por Stalin para justificar los asesinatos en masa, torturas, confinamientos en Siberia, encarcelamientos, condenas al ostracismo y a la exclusión social que su régimen aplicó contra millones de sus oprimidos. Si se analizan esas prácticas vemos que su única  diferencia con las ejercidas por  el nazismo hitleriano fue la ausencia (en la URSS) de cámaras de gas y de hornos crematorios. Al describir al régimen nazi como un estado totalitario ideológico que instaló un modelo y una lógica muy probablemente repetibles Hanna Arendt no solo describió la pesadilla infernal de los doce años de hegemonía de Hitler, sino también lo que ocurrió en la Unión Soviética a lo largo de los veintinueve años de gobierno de José Stalin y aún después de su muerte. La propaganda, un elemento inseparable de estos regímenes, estuvo dirigida en el caso de los nazis fundamentalmente a los propios alemanes; la del régimen estalinista tenía como leit motiv presentarse como la víctima de la conspiración capitalista, así podía justificar -ante propios y extraños- todos sus crímenes y aberraciones. Gran parte de la intelectualidad en Europa y América, incluyendo a liberales de Estados Unidos, se hizo la vista gorda y hasta apoyó esas prácticas como necesarias, para proteger al pobrecito e indefenso socialismo soviético de las amenazas del monstruo imperialista.

La clave parece ser desde entonces, proclamarse socialista. A Fidel no le ha ido nada mal: después de cuarenta y seis años de dictadura absoluta, de mantener suprimidos todos los derechos y libertades del pueblo cubano y de asesinar y encarcelar a sus adversarios; logra hazañas como la más reciente y pírrica condena de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU a su régimen: 21 votos a favor versus 17 en contra y 15 abstenciones. Esto podría traducirse así: siendo el imperialismo norteamericano el más empeñado en condenar al régimen fidelista, 32 países consideraron que la dictadura seudo socialista de Fidel Castro no merecía ninguna sanción. Y, como tapa del frasco, apenas cuatro gobiernos latinoamericanos sumaron sus votos a la condena: Guatemala, Honduras, Costa Rica y México; para los demás Cuba debe ser realmente la isla de la fantasía.

Así podemos entender -sin quebraderos de cabeza- porque Chávez se proclama socialista; ser socialista, desde los tiempos de Stalin hasta éstos que corren, es una patente de corso para actuar al margen de todo respeto por los derechos humanos. Es un interesante ejercicio analizar -como lo ha hecho recientemente el profesor Carlos Amando Figueredo- las leyes raciales de Hitler, sus estrategias para el apoderamiento de todas las instituciones públicas, su propaganda, sus métodos para re-escribir la historia, su instigación al odio contra el enemigo común y la necesidad de enrolarse  militarmente contra él para defender a la patria. Basta cambiar la palabra judío por un calificativo como escuálido, oligarca, rico o aliado del imperialismo y tenemos la misma receta. El asunto es fabricar un enemigo al que se culpa, racional e irracionalmente, de todos los males y contra el que se inventan calumnias de todo tipo. Después de eso no hay freno para contener ningún exabrupto, arbitrariedad, exceso o franca violación de los derechos fundamentales de los seres humanos.

Los totalitarismos ideológicos, como lo dijo Hanna Arendt, instalan un modelo y una lógica propios.; eso es lo que les permite repetirse a lo largo de la historia con solo cambiar de etiqueta. Fascista como Hitler o socialista como Stalin y Fidel, lo mismo da.

 

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