Opinión Nacional

Pensamiento del dolor y dolor del pensamiento

Los humanos conocen el dolor como todos los demás seres vivos, pero a diferencia de éstos, hacen muchas veces del dolor una fuente de supersticiones aceptadas socialmente como valiosas. Una de ellas es que el sufrimiento es bueno y que tiene una utilidad metafísica que no sabemos descifrar.

Es cierto que el dolor es en muchos casos un misterio que médicos y filósofos intentar descifrar con dificultad, pero de allí a afirmar su bondad y su necesidad hay un paso muy grande que los adoradores del ídolo del dolor franquean sin que parezca dolerles mucho la violencia a que someten a la razón. De esta premisa ya de por sí dolorosa se derivan innumerables convicciones poco saludables, como aquella que se expresa en la frase «la letra, con sangre entra» y otras similares que dan al dolor el rol de un gran maestro. Si algo enseña el dolor es qué cosas no debemos hacer, por dolorosas justamente, pero el maestro que sólo enseña lo que no debe hacerse no es un maestro sino un policía.

Recordamos con placer a los maestros que nos enseñaron cosas que nos produjeron placer y recordamos con dolor a aquellos que por su rigidez y su antipatía nos hicieron detestar materias cuya ignorancia nos privó del placer del conocimiento.

En todo caso el dolor es el dolor y los maestros son los maestros: la metáfora sólo sirve para demostrar que se atribuye al dolor una «personalidad» que no le corresponde. Es el estilo de todo pensamiento animista, que atribuye personalidad e intenciones a cosas inanimadas: sobre ese tipo de pensamiento se edifican las supersticiones.

Mutatis mutandi, la fórmula se aplica en los más diversos contextos; desde el teológicamente impensable «Dios lo castigó», hasta el despiadado e inhumano «Te lo mereces», que es siempre una forma pueril de «escupir hacia arriba» olvidando que con la vara que medimos nos medirá la vida en algún momento.

De alguna manera la religión del dolor permea nuestras relaciones afectivas y sociales y hace que nos parezca natural que compartir, amar y desear deban incluir, para ser comportamientos justos y correctos, una cierta dosis de dolor.

Nuevamente el silogismo es forzado y contiene un sofisma: si es cierto que el dolor es algo «natural» y en cierta manera inevitable, no es menos cierto que nuestra tarea (de otra manera los médicos estarían de sobra) es evitarlo a toda costa. También la lluvia y las enfermedades son «naturales», pero eso no impide que usemos paraguas y medicamentos para protegernos de ellos.

En el terreno de las relaciones, las personas creen muchas veces que hacerse daño es una muestra de afecto y hasta de amor. «Quien te quiere te hará llorar» reza un refrán, y muchas veces nuestra «filosofía de vida» se reduce a una escueta colección de refranes de esa clase. Si observamos el comportamiento de la mayor parte de las parejas, cuyo lamentable camino hacia la enemistad es casi predecible paso a paso, veremos que el amor inicial va dejándose minar, como si fuera un diente con caries, por la odiosa bacteria del sacrificio. La idea dominante es que el amor debe ser una sucesión de renuncias: el primero que las practica se siente con derecho a exigir que el otro lo haga…y así hasta que no queda más remedio que renunciar también al amor.

De allí la «mala imagen» que la palabra amor y sus derivados tiene para muchos jóvenes que intentan amar sin decirlo mucho para que las plagas de las superstición social del dolor y la filosofía del sufrimiento no se ensañen contra ellos.

Paralelo al dolor artificial crece la culpa, ese malsano y mentiroso aditivo del sufrimiento inútil. La culpa, que en algún momento de la evolución de la especie sirvió como alarma del sufrimiento ajeno, para generar empatía y compasión, se ha convertido -como los órganos atrofiados:apéndice, etc.- en un foco infeccioso que puede desencadenar la gangrena de cualquier sentimiento de alegría y de salud.

Creerse culpable por haber cedido a un instinto o a un deseo que a nadie perjudica lleva inevitablemente a aplicar el mismo criterio a los demás y a culparlos o demonizarlos cada vez que intentan ser felices. El planteamiento final es que la felicidad es algo peligroso y nocivo, mientras que el dolor y el sufrimiento son buenos.

Se vé ahora claramente cómo esta manera de pensar no es para nada «natural» ni tiene fundamento en ninguna creencia religiosa, ya que todas ellas hablan de un Dios misericordioso.

Se trata, como siempre, de una manera de manifestarse de nuestro inveterado miedo a la libertad.

Es Domingo de Resurrección, pero muchos siguen insistiendo en meter los dedos en las heridas para atreverse a creer.

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