Opinión Nacional

Política e intolerancia

Dos hechos sangrientos sucedidos en lugares de viejas y asentadas culturas han venido a recordarnos la crueldad de la intolerancia. En Almería, España, en un pintoresco y pobre pueblo llamado El Ejido una población fanática, racista y cruel ha desahogado su ira contra los inmigrantes magrebíes instalados allí por ávidos empresarios almerienses que encuentran en ellos mano de obra barata. El motivo de la ira ha sido el asesinato de una muchacha en el mercado del pueblo por un débil mental de origen marroquí. Las consecuencias: una cacería de musulmanes al mejor estilo de los viejos pogromos contra judíos que tuvieran lugar en el pasado en esa misma España. En el otro extremo de Europa, las tropas rusas que tomaran Grozni, la capital de Chechenia, han ofrecido en un turbio episodio de corrupción un corredor para la evacuación de derrotados combatientes chechenos a cambio de 100.000 dólares. El corredor era en verdad una trampa mortal: un campo minado en el que han muerto centenas de combatientes, entre ellos tres comandantes de la guerrilla chechena. Otros tantos han escapado con vida mutilados y gravemente heridos.

Ambos hechos no son excepción. Reflejan por el contrario una realidad cotidiana: el despliegue de una crueldad que la más que milenaria cultura europea no ha logrado atemperar y que encuentra cauce de expresión en conflictos interraciales o de pretensiones hegemónicas de grupos, sectas, partidos, religiones o Estados. Las víctimas: minorías segregadas por la intolerancia perpetuada bajo formas abiertas o hipócritas de discriminación.

Hasta hoy, América Latina ha sabido transitar por difíciles encrucijadas históricas sin verse envilecida por acciones de tales características. Con la excepción de las feroces dictaduras militares que ensombrecieran nuestra reciente historia en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil. E incluso así: los pueblos de esas repúblicas hermanas han sabido espantar el atroz fantasma del Molok de la intolerancia con procesos de reconciliación dignos de altas culturas. Más próximo a nosotros, el conflicto armado que sacude a Colombia todavía permanece sujeto a normas de comportamiento por parte de los protagonistas más cercanos a la civilidad que a la barbarie.

Ambas demostraciones de fanatismo e intolerancia deberían contribuir a la reflexión, precisamente ahora, en momentos que parecen presagiar agudos conflictos sociales y políticos. Una débil costra de cuarenta años de democracia en una república de doscientos debería prevenirnos contra oscuras tradiciones autoritarias. Precisamente por ello, bien haría Hugo Chávez en desterrar para siempre de su discurso político ese fatal maniqueísmo que quisiera despertar turbias pasiones y tenebrosas retaliaciones contra uno de los períodos más fructíferos de nuestra historia y sus herederos, que somos todos los venezolanos, incluido él mismo y sus pares como lo está recordando este enfrentamiento fratricida en el interior de la VRepública.

Por cierto: la actitud asumida por los tres comandantes debiera ser comprendida por Chávez y sus incondicionales como sana expresión del más legítimo ejercicio democrático, y sus denuncias servir para demostrar la fortaleza del recién fundado poder moral. Su consecuencia política más inmediata: la apertura de investigaciones serias y responsables. Las acusaciones deben ser oídas, pero también cautelada la honra de los acusados, factores políticos fundamentales de la civilidad que acompaña al Presidente.

Esa sería la mejor salida a esta crisis política que comienza a agrietar profundamente al chavismo. Sería, además, una excelente ocasión para enderezar el rumbo de un conflicto político ya generalizado que, por fortuna y gracias a la inmensa madurez del pueblo venezolano, aún no llega al río. Y de demostrar de forma inequívoca que éste es, a todas luces, un Estado de derecho.

Ojalá lo sea. Demuéstrelo, Presidente.

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