Opinión Nacional

Política y políticos

Han sido muy pocos los políticos de este último medio siglo venezolano que han sabido llevar con orgullo su oficio a cuestas, en honrarlo y honrar con ello el espacio de la política, ese sagrado lugar en que el destino individual busca encontrarse con el destino colectivo y convertirlo en compromiso moral. Ese mismo oficio y esa misma acción de los que una prédica liviana, pero de muy pesadas consecuencias, ha venido haciendo escarnio durante estos últimos veinte años. Prédica sobre todo mediática que sirvió para alimentar una sorprendente paradoja: aniquilar la política y sus oficiantes para quedarse con sus despojos. La cosa pública reducida a carroña, el político de nuevo cuño convertido en zamuro.

Es cierto: la res publica venezolana devino en desperdicio por obra y gracia, en primer lugar, de nosotros mismos, los venezolanos. Sin la sistemática convalidación de un sistema que hedía ya hace décadas por electores pasivos y atentos tan sólo al mantenimiento de privilegios cambiarios, el sistema se hubiera visto obligado a una sana auto corrección. También la globalización, es verdad, el traspaso de la responsabilidad local al deletéreo saco de lo universal, la conversión de la gestión pública en administración gerencial y del político en burócrata. Incomprensible la popularidad de que pudo disfrutar Carlos Andrés Pérez como para salir electo presidente de la república en su segundo intento con una votación tan aplastante como la que llevara esta vez a Hugo Chávez, su alter ego, a la presidencia. Al escucharlo en la proclamación de su última postulación en el Poliedro de Caracas, hace ya más de diez años, era inevitable constatar que los años habían esclerosado al tribuno que fuera, convirtiéndolo en un cascarón vacío. Era lógico que un hombre que había perdido toda capacidad de comunicación cordial, espiritual, sentimental, con su pueblo, convertido en cifra estadística, pretendiera llevarlo a la felicidad del libre mercado asistido por tecnócratas inspirados en la escuela de Milton Friedman, secos y carentes de toda vinculación con el país real, anclado definitivamente en el pasado. Lo grave es que CAP no fue un caso aislado: expresaba la esclerotización de toda la clase política venezolana.

Chávez ha vuelto a recordarnos lo que debieran ser la política y el político. Cuestión más grave aún si se repara en su desprecio por los políticos y la democracia, forma en la que culmina toda tradición política conocida. Pero aún así: es el primer y último venezolano de estas recientes décadas en hablarle a la gente común con el corazón, en mostrar una sincera disposición por unir su destino al de su pueblo, en comprender que el espacio de la política se vacía de contenido si no sitúa al hombre común en el centro de las preocupaciones públicas y posterga la decadente “Realpolitik” en aras de un sueño, por perturbador y equívoco que sea. Es la perfecta expresión del político-caudillo, como lo fueran Perón y lo sigue siendo Fidel.

Romper esa vinculación visceral que él ha logrado establecer con las masas material y espiritualmente depauperadas del país no puede ser obra sino de una acción política desinteresada y del más alto signo. Nunca había necesitado el país tanto de políticos auténticos, enamorados de su oficio y dispuestos a dar su vida por él, como ahora. Ni de la postergación de mezquinos intereses y ambiciones individuales en aras de un proyecto de oposición organizada, seria y responsable. Pues si Chávez encarna en forma excepcional al político del momento, aún esperamos por el contenido al que sirve, el mensaje que representa y los objetivos que se plantea. Hasta hoy no muestra más que un feroz olfato por la oportunidad y una sorprendente capacidad para acumular y utilizar fuerzas que le sean útiles a su misión demoledora, carente aún de proyecto nacional. De él, comprometido antes que nada con su propia y desaforada ambición, puede esperarse cualquier cosa: desde un trasnochado fidelismo hasta una implacable gerencia según los modelos de Menem o Fujimori. No será él, serán las necesidades históricas que bullen en lo profundo de nuestra sociedad las que decidan en última instancia el curso que se verá obligado a seguir. Y esas necesidades apuntan –quiéralo él o no- a la democratización y modernización de nuestro país dentro de las coordenadas fijadas por el proceso de globalización. Influir sobre ese curso o evitar una catástrofe si no se atiende a ese imperativo sólo será posible, si quienes siguen amando el duro y sacrificado batallar de la política dan un paso al frente. Sin dudas ni vacilaciones. El país, tan golpeado por sus hombres y su naturaleza, se lo merece.

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