Opinión Nacional

Populismo y autoritarismo competitivo

Una nueva forma del autoritarismo ha surgido en los andes: el autoritarismo competitivo. A diferencia de otros autoritarismos, en el autoritarismo competitivo hay elecciones y la oposición compite seriamente por el poder. Pero la competencia no es justa. Las libertades básicas –de expresión y de asociación– no son plenamente respetadas. Los medios de comunicación son cooptados u hostigados por el gobierno. Y, sobre todo, el oficialismo abusa masivamente de los recursos del Estado.

Las instituciones estatales –la burocracia, las FFAA, el Poder Judicial, las autoridades electorales, la Sunat– se utilizan como armas para debilitar a la oposición. Los periodistas y los políticos de oposición pueden ser investigados, procesados, y encarcelados o exiliados por causas “legales” como corrupción, evasión de impuestos o difamación. El abuso sistemático del Estado le da al oficialismo una enorme ventaja sobre la oposición. Como escribió Jorge Castañeda con referencia a México en los años 90, es “como un partido de fútbol donde los arcos son de distintos tamaños y un equipo tiene 11 jugadores más el árbitro y el otro equipo solo tiene seis o siete jugadores”.

El autoritarismo competitivo no es totalmente nuevo. Surgió, por ejemplo, bajo el primer gobierno de Perón. Pero se volvió mucho más común en la época pos Guerra Fría. En el ambiente internacional que surgió después del colapso del comunismo, los países periféricos enfrentan una fuerte presión para mantener las formas democráticas. El costo de mantener una plena dictadura se elevó mucho. Hoy pocos gobiernos pueden deshacerse de las elecciones. Pero los gobiernos autoritarios han descubierto que hay mucho margen para maniobrar dentro de los regímenes electorales. Esta combinación de elecciones competitivas y abuso autoritario se observa hoy en países tan diversos como Armenia, Bangladesh, Bielorrusia, Kenia, Malasia, Malawi, Nigeria, Rusia, Turquía, Ucrania y Zimbabwe.

El autoritarismo competitivo ha surgido con fuerza en los países andinos. El caso más notorio de los últimos años es Venezuela. Electo democráticamente, Hugo Chávez utilizó mecanismos plebiscitarios y los ingresos del petróleo para concentrar el poder, imponer una nueva Constitución, y utilizar las instituciones y recursos del Estado para ir cerrando el espacio a la oposición. Bolivia y Ecuador son casos más “soft”, pero también se han convertido en autoritarismos competitivos. En las democracias, los ex candidatos presidenciales no son exiliados (Bolivia), los congresistas no son masivamente destituidos (Ecuador), y los presidentes no ganan juicios –con penas tremendas– contra los periódicos (Ecuador).

Pero el pionero regional del autoritarismo competitivo es el Perú. En la época pos Guerra Fría, Alberto Fujimori fue el primer presidente latinoamericano que cerró el Congreso, impuso una nueva Constitución, y abusó sistemáticamente de las instituciones del Estado para debilitar a la oposición. En términos políticos, el líder peruano que más se parece a Chávez no es Humala sino Fujimori.

¿De dónde viene el autoritarismo competitivo? América Latina ha sido muchas veces producto del populismo. El populismo es un fenómeno en el que un “outsider” moviliza a las masas, de una manera plebiscitaria, en contra de todo el “establishment”. Sean de izquierda, como Chávez, o de derecha, como Fujimori, los populistas atacan a la clase política como corrupta y oligárquica y prometen tumbarla en nombre de una democracia más “auténtica”.

La elección de un populista casi siempre genera una crisis constitucional, que en muchos casos termina en el autoritarismo competitivo. ¿Por qué? Primero, los populistas son “outsiders”, y los “outsiders” carecen de experiencia –y, en muchos casos, de compromiso– con las instituciones democráticas. No saben cómo lidiar con la oposición o la prensa, o cómo construir alianzas en un Congreso donde no tienen mayoría. Y a muchos les falta paciencia para esas cosas. De hecho, todos los presidentes latinoamericanos que han cerrado el Congreso en los últimos 20 años han sido “outsiders”: Fujimori, Jorge Serrano, Chávez y Correa.

Pero más importante que el compromiso democrático de los populistas es cómo llegan al poder. Los populistas llegan a la presidencia con un discurso antisistema. Sus campañas electorales se centran en un ataque frontal a la clase política y sus instituciones. Insisten en que el sistema actual no es democracia, sino partidocracia. Y prometen tumbarlo. Y así ganan. Ganan las elecciones con la promesa de borrar del escenario a todos los políticos tradicionales. Tienen un mandato electoral para tumbar a la clase política.

El problema es que las instituciones que los populistas atacan –partidos, Congreso, Poder Judicial– son las instituciones de la democracia representativa. Es muy difícil atacarlas y no poner en peligro la democracia. Y más, cuando un populista llega a la presidencia, estas están casi siempre en manos de los viejos partidos. Cuando asumieron Fujimori, Chávez y Correa, los partidos tradicionales tenían mayoría en el Congreso y habían nombrado a la mayoría de los jueces. Podrían haber construido alianzas con otros partidos, como hizo Lula. Pero Lula no es populista. El éxito político de un populista se debe a su discurso antisistema. Tiene mandato para tumbar a la clase política. Sentarse a negociar o construir alianzas con los partidos tradicionales sería una traición de ese mandato. Así que los populistas tienen incentivos políticos para atacar a las instituciones como el Congreso y la Corte Suprema. Han sido electos para tumbar a la clase política, y la clase política controla estas instituciones.

Por eso, la elección de un populista casi siempre genera una crisis institucional: una batalla entre un presidente que ataca a las instituciones de la democracia representativa y una clase política apegada a esas instituciones como su último bastión de defensa. A veces el presidente pierde, como en el caso de Jorge Serrano, en Guatemala, o Lucio Gutiérrez, en Ecuador. Pero el presidente suele ganar. Primero, la opinión pública suele favorecer al presidente. Los populistas ganan elecciones cuando la clase política está muy desprestigiada. En un conflicto entre un populista recién electo y los partidos tradicionales, la gente suele estar con el presidente. Estaba con Fujimori, con Chávez, con Morales y con Correa.

Segundo, cuando gana un populista, la oposición está muy débil. Al elegir a un “outsider”, el electorado ha sido clarísimo: no quiere a los partidos. Al escuchar este mensaje, los políticos –que no son tontos– huyen de los partidos y se convierten en “independientes”. Los partidos se rompen en pedazos, y la oposición termina no solo desprestigiada sino también fragmentada y muy debilitada. Como se observó en el Perú en los años 90 y en Venezuela en el 2000, una oposición fragmentada y debilitada no está en condiciones de defenderse ante un presidente popular.

Es probable, entonces, que el presidente populista gane la batalla contra los partidos tradicionales, lo cual le permite concentrar mucho poder. Con un apoyo popular de 80% y una oposición aplastada, el presidente puede cerrar el Congreso y elegir otro con mayoría propia. Puede consolidar su control sobre los poderes judiciales y electorales. Y puede imponer una nueva Constitución (con reglas que le favorecen). Casi siempre, el resultado es el autoritarismo competitivo. Lo fue con Perón, con Fujimori, con Chávez, y –de una manera menos extrema– con Morales y Correa.

¿Cómo evaluar el caso de Humala? En el 2006 Humala fue claramente populista. Si hubiera ganado, el riesgo de una ruptura democrática hubiera sido alto. Pero el Humala del 2011 no fue populista. Abandonó por completo su discurso antisistema (“inclusión social” no es antisistema). De hecho, su triunfo en la segunda vuelta se debió al apoyo de figuras importantes del “establishment”. Así que la mayoría humalista del 5 de junio no fue una mayoría antisistema; en verdad, muchos votaron por Humala para defender el sistema del fujimorismo.

El camino al poder influye mucho sobre el ejercicio del poder. El camino populista casi siempre termina en una ruptura democrática. Felizmente, Humala abandonó ese camino. El único presidente populista en el Perú pos Guerra Fría sigue siendo Alberto Fujimori.

 

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