Opinión Nacional

Por el voto

Muchas personas ya han escrito sobre la necesidad de ejercer, el
próximo 2D, nuestro derecho al voto. Las razones que he leído para ir
a votar son muchas, todas son válidas y son mucho más poderosas que
las razones que se han esgrimido, desde diversos frentes, para no ir a
votar. Por ello creo que, a estas alturas, y tomando en cuenta lo que
está en juego, constituye un acto de irresponsabilidad inexcusable no
ir a votar el próximo domingo. Aún tomando en cuenta que existe
todavía la posibilidad de que el poder suspenda (ante lo contundente
de las muestras de su próxima derrota) el referendo. Aún así, las
dudas sobre votar será o no, por si mismo, efectivo para hacer valer
lo que hasta ahora luce como la voluntad mayoritaria (la que se
expresa contra la reforma constitucional a través del «NO») siempre
van a estar allí, el gobierno no se encarga de disiparlas (no le
interesa) y la oposición radical que promueve la negativa a concurrir
al evento electoral no explica ni propone (más allá de de una que otra
declaración panfletaria que nos dice el «qué» pero nunca explica el
«cómo») la alternativa a no ir a votar, así como tampoco nos dice qué
se debería hacer después cuando, según ellos (lo que no es cierto) el
régimen quede, supuestamente, «deslegitimado» por la abstención.

Por eso quiero con toda humildad, y a riesgo de que me abran (como es
costumbre en este régimen contra el que disienta) una averiguación
penal, compartir estas reflexiones con todo aquél que tenga a bien
leerlas, en la espera de que nos ayuden a entender un poco «qué» el
«cómo» y el «para qué» del ejercicio de nuestro sagrado derecho a
decidir a través del voto los destinos de nuestro país.

El «qué»

¿Qué hacer?. Hay que ir a votar. Por muchas razones, de las cuales, en
mi criterio, ésta es la más importante: el proceso de definición del
tipo de país que queremos es primero que nada un proceso íntimo y
personal que nos dice qué tipo de persona queremos ser (o somos) en
cuanto al ejercicio de nuestros derechos políticos. Cuando el
demócrata renuncia al voto como herramienta de expresión de su ideario
político deja de ser un demócrata y se convierte en otra cosa. Y
punto. Si soy de verdad demócrata y humanista no puedo renunciar a
expresarme a través del voto, aunque las condiciones me sean adversas.

Si soy intolerante, autoritario e inmediatista buscaré por el
contrario la forma en la que, sin usar el voto como mi arma y
herramienta y sin tomar en cuenta la fuerza indiscutible de la mayoría
que esté conmigo o, de ser el caso, los derechos también indiscutibles
de quienes no están conmigo, aunque sean (que en nuestro caso no lo
son) minoría. Si soy autoritario forzaré a los demás, a todos, a
aceptar (estén de acuerdo o no) lo que yo creo que es lo mejor para el
país. Eso es precisamente lo que hacen los autoritarios: imponerse,
incluso sobre la voluntad de quienes no están con ellos, y lo hacen
incluso a punta de pistola y de violencia cuando las cuentas no les
cuadran. Si me comporto entonces como ellos, y no como un demócrata,
no soy sino más de lo mismo, y me hago tan criminal como el opuesto
que se me impone por la fuerza o mediante el fraude.

No quiero vivir en un país en el que el oficialismo se imponga por la
fuerza o con el engaño, pero tampoco quiero vivir en un país en el que
la alternativa no sea sino expresión de la misma violencia, de la
misma irracionalidad, del mismo abuso, sólo que con camisas o
uniformes de otro color, distinto del rojo.

Y no se trata de ser pendejos (me perdonan la expresión) si seguimos
creyendo que la salida a esta barbarie que vivimos pasa por las urnas
electorales que no por el amontonamiento de las que se depositan en
los cementerios, o si pensamos como verdaderos demócratas que el voto
nos revindica mejor como ciudadanos que las balas o que la violencia,
aún sabiendo que la lucha será desigual y que hay mucho de verdad en
que es posible que se cometa contra las mayorías un fraude de
proporciones épicas. Se trata de que para poder defender algo (en este
caso, nuestra voluntad expresada a través del voto) hay que tener
primero en la mano orgullosa y valiente ese «algo» (el voto) que se
quiere y se debe defender. Si no expreso mi voluntad ¿cuál será el
fundamento posterior de mis luchas?; ¿cuál voluntad voy a defender
después?, ¿la que no expresé?, ¿la que me callé empantuflado en la
comodidad de mi casa?. Si no se expresa la mayoría, y por el contrario
calla, la minoría hegemónica hará de las suyas nuevamente, y tendrá
además el aval irrefutable de que sus ciegos acólitos se comportaron
de una manera mucho más cívica que la de aquellos que no estaban de
acuerdo con ellos.

Pero, y es aquí donde quiero poner el acento, el ejercicio del derecho
al voto no debe ser entendido sólo como un derecho, es a la vez un
deber. Un deber que impone, primero, demostrarle formalmente (votando)
y cara a cara al contrario que mi voluntad política (y la de la
indiscutible mayoría que me acompaña, que según lo demostrado en las
encuestas, va por el NO) no es la suya; y en segundo lugar, luchar
activamente, con hechos y palabras, pero siempre pacíficamente (lo que
no implica en modo alguno pasividad) como me lo ordena mi Constitución
(Art. 333, CRBV) por el respeto a la voluntad de la mayoría que
resulte victoriosa. Y esto es válido para ambos bandos. La salida está
en la idea, no en la violencia. La salida está en respetar (y hacer
respetar, eso sí, pero dentro de los principios del respeto a la
legalidad y a las opiniones ajenas) como lo ordena nuestra Carta Magna
vigente, el resultado verdadero de la consulta. La salida está en
reconocer con gallardía, si de verdad gana el SI, que éste ganó y que
vivimos en un país donde la gente no tiene claro que la reforma será
la base de los más graves abusos contra la ciudadanía de que se tenga
noticia en nuestra historia reciente, lo que nos lleva a continuar la
pelea en el campo de las ideas y del convencimiento; pero la salida
también está en desconocer, pacíficamente pero de manera activa, si
resulta victorioso el NO y el poder disfraza de victoria su derrota,
la «nueva» constitución (ahora sí, en minúsculas), que por falsamente
impuesta no reflejará en este supuesto la voluntad del pueblo sino la
del caudillo y la de sus hienas serviles.

Por eso no sólo voy a votar, sino que además, si la opción por la que
votaré (en mi caso personal, la opción del NO a la reforma) resulta
verdaderamente victoriosa (y todos los sondeos indican que así será)
defenderé con ideas, pensamientos y hechos, pero en paz, esta
victoria. No porque «me de la gana» o porque sea, a los ojos del
gobierno, un supuesto «mal perdedor», sino porque me lo ordena la
Constitución vigente, que no perderá, en esta hipótesis, su vigencia
en lo absoluto, pues el Art. 333 antes mencionado dice claramente que
la Constitución del 99 no perderá su vigencia ante hechos de fuerza o
si se la modifica por mecanismos distintos a los previstos en ella. Lo
haré porque como soy un ciudadano tengo el deber (lo dice el mismo
Art. 333) de colaborar en el restablecimiento de la efectiva vigencia
de esa Constitución que hoy se pretende modificar no para el bien de
todos los ciudadanos, sino porque ello es parte de un capricho
político de unos pocos que están empecinados en disociarse de la
realidad de un país al que ya no representan.

El «cómo»

Si resulta victorioso (pero de verdad, que no merced maquinaciones o
fraudes) el SI, la tarea de todos los que nos oponemos a ello es hacer
ver, a través de la idea y de la paz, y del trabajo constante (sobre
todo de cara a los menos favorecidos) a quienes se manifestaron a
favor de este proyecto que éste no conviene de verdad a sus intereses,
y que se impondrá un esquema irracional que, a la larga, no
beneficiará sino a quienes hoy detentan el poder, que no al pueblo en
pleno como falsamente se pregona. Vendrá la tarea de convencer, que no
la de imponer, entendiendo que el sol seguirá saliendo, que el futuro
es infinito, y que la lucha por la democracia y la verdad no es de un
solo día. Para ello no sólo se cuenta con la fuerza democrática de la
oposición pacífica e inteligente y la luz emergente e insumisa de la
juventud venezolana, sino con el avance inexorable del tiempo que, más
temprano que tarde, demostrará al pueblo (y de ello estoy convencido)
que este proyecto no es nada de lo que los oficialistas dicen que es.

Créanme, esta nueva constitución propuesta no pondrá leche en los
anaqueles de las boticas o de los supermercados, esta nueva
constitución no acabará con la inseguridad o con el desempleo; esta
nueva constitución (y mucho menos la que se propone) no acabará con
los problemas habitacionales; no protegerá al ciudadano de los abusos
del Estado ni calmará la sed de justicia de los miles de madres y
padres que han tenido que buscar los cadáveres de sus hijos e hijas de
las distintas morgues del país luego de haberlos perdido a manos del
hampa.

Ninguna ley o cuerpo normativo sirve a éstos propósitos si no viene
respaldada de una férrea voluntad política que de verdad se preocupe,
y que lo demuestre con hechos, por el bienestar del pueblo, que no
sólo por salir bonita en las fotos donde se abraza a viejitos o a
infantes. Lo demuestran nueve años de desconocimiento de la ley y de
la Constitución vigente: las leyes, por sí mismas, no son más que
bonitas palabras si quienes desde el Estado deben cumplirlas no se
acuerdan de ellas sino cuando les conviene. Lo más falaz del discurso
oficialista con respecto a la reforma tiene que ver precisamente con
eso: con hacer creer al pueblo que la reforma será algo así como una
panacea que curará todos los males que en nueve años de
irresponsabilidad no han podido superarse. Y eso es, para cualquier
movimiento opositor (repito, en el muy cuestionable supuesto de que
sin trampas venza el SI) un terreno más que fértil para, desde el 2D
en adelante, hacer valer la racionalidad y la idea frente al abuso y
la arbitrariedad. La comprobada ineficiencia del régimen, y la falacia
del argumento «redentor» de la «nueva» Carta Magna serán, a la vez,
sus más poderosos enemigos.

Porque el hambre, al igual que la enfermedad o la muerte, no
discriminan. Y eso lo sabe el pueblo. Los teteros no se llenan con
ideales difusos, y cuando un bebé llora de hambre o por enfermedad no
hay «Socialismo del Siglo XXI» ni discursito populista que le calme.

Si por el contrario, resulta victorioso en realidad el NO, el poder
sólo puede hacer una de dos cosas: o reconoce su derrota y termina de
entender que con el país el caudillo no puede hacer lo que le venga en
gana (lo cual, por sí mismo, es para la oposición una victoria de
proporciones incalculables, de indiscutible valía para la democracia y
para la paz); o desconoce su derrota y trata de hacer creer al país y
al mundo que resultó falsamente victorioso. Si al final es esto último
lo que ocurre, creo que al poder no le quedará otra opción que, contra
lo que dispone el ideal bolivariano (el de verdad) levantar sus armas
contra sus ciudadanos y activar a sus violentos y a sus radicales para
que le hagan juego sucio al miedo. Ello será así porque estoy seguro
de que el pueblo venezolano no se irá callado y sumiso hacia esa noche
«socialista» que se pretende hoy por hoy imponer a todos. Y no hablo
de que se alce el pueblo en armas contra la barbarie, o de que en este
supuesto se justifique, desde la oposición, recurrir a la violencia,
hablo de que si esto ocurre la inmensa mayoría que no quiere que se
imponga el poder o sus distorsionados ideales a base de mentiras y
engaños le demostrará, en paz pero vehementemente, que no es de
subyugar. Al recurrir a la violencia el poder, automáticamente,
quedará deslegitimado. Su violencia se encargará de hacer ver a
propios y ajenos que no tiene o tuvo nunca la razón. Y al final la
justicia (vean a Fujimori, a Milosevic, y a tantos otros) se impondrá
sobre quienes alcen las armas contra sus hermanos, y sobre quienes
ordenen cobardemente el uso de la violencia como mecanismo de
reivindicación política.

Y si esto ocurre, allí hemos de estar. Libres de depresiones absurdas
y de tristezas paralizantes. Libres de miedo. Creando y soportando a
esta nueva visión humanista que hoy por hoy ha calado tan
profundamente en el corazón de toda Venezuela. Hemos de estar en las
calles, en las aulas, en el campo, en las ciudades, en los barrios.

Todos unidos, de la mano de los estudiantes, de los campesinos, de los
obreros, del pueblo, dejando, eso si, los aguinaldos y los asuetos
decembrinos para otro momento, pues si nos dejamos avasallar para no
echar a perder nuestras «vacaciones» estamos siendo poco menos que
ciudadanos, estaremos siendo objetos que no comprenden que el futuro
bien vale la lucha y el sacrificio. Allí hemos de estar, sin egoísmos,
en paz, respetando los derechos de todos pero firmes en nuestra
convicción democrática. Allí hemos de estar, defendiendo nuestros
derechos, pues la Constitución vigente (y que seguirá, en este
supuesto, vigente) en su Art. 333 nos lo exige. Si frente a este
escenario nuestra respuesta es irracional o violenta no estamos sino
siguiendo el juego a quienes han hecho de ellas y del miedo su credo,
y seremos iguales a ellos. Si frente a este escenario, por otra parte,
nos mostramos apáticos y desinteresados no sólo estaremos avalando
(ahora sí, que no antes, cuando votemos) el fraude, si es que se
comete, sino además estaremos demostrando que lo que tendremos es, ni
más ni menos, lo que nos merecemos.

El «para qué»

¿Para qué?. La respuesta a esta pregunta es la misma para todos los
escenarios planteados. ¿Para que seguir luchando, gane el SI o gane el
NO, se reconozca o no la victoria del NO?. Para hacer valer la paz por
encima de la guerra. Para tener un futuro en el que Venezuela sea
mucho más de lo que hoy es. Para dejar a nuestros hijos e hijas el
legado de no haber bajado la cabeza ante el abuso y ante la violencia.

Para demostrar, como lo dijo Yon Goicoechea recientemente, que la
batalla, en democracia, debe ser la de las ideas, no la de los fusiles
ni la de malhadadas milicias. Para que los niños y jóvenes de hoy
puedan mirar, en un próximo futuro, hacia atrás sintiéndose orgullosos
de sus padres y de sus madres. Para que la justicia social, y la
legal, se impongan al fin. Para acabar con la impunidad que nace del
ejercicio abusivo del poder y para dar al mundo una lección de
humanismo y desarrollo. Para enseñar al mundo que los venezolanos
somos mucho más que diversión y belleza, y que corre aún por nuestras
venas la sangre de héroes libertadores.

Tolkien, a través de uno de sus entrañables personajes (Bárbol, el
ent) nos dice (al hablar éste con Frodo en un momento de
desesperación) que «los verdaderos nombres nos cuentan la historia de
quien los lleva». Dejemos pues a nuestros hijos e hijas el legado
imborrable de un nombre, el que nos acompaña a todos como venezolanos
y venezolanas, que cuente la historia de una generación que, como
muchas otras en nuestra historia, no se dejó avasallar por la bota,
alzó altiva su voz ante el oprobio y demostró ser raza que no se
doblega ante el miedo y que sabe que la fuerza de una idea es más
poderosa que la de mil cañones.

Es el momento.

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