Opinión Nacional

Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria

 El país se enfrenta al período de mayor incertidumbre de su historia. Una mitad se doblega al manejo manipulativo e interesado de sus exequias, mientras la otra mitad asiste estupefacta a decisiones absurdas, absolutamente ajenas a nuestra idiosincrasia. Siguiendo un guión propio de los peores regímenes totalitarios del socialismo real, sus herederos – todos ellos a años luz de distancia de su carisma y su poder de seducción y encantamiento – pretenden escenificar una obra de adoración post mortem ajena a toda ponderación. 

 

«Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos, amén.»

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Recién llegado a Venezuela, hace 35 años, León Rozitchner, un notable pensador argentino, me advirtió refiriéndose a las estremecedoras cifras de homicidios y una cierta displicencia en la forma como los venezolanos asumían la muerte: “los venezolanos no se mueren: se les acaba la vida”. Hondamente influido por el sentido trágico de la vida tan castizo, tan peninsular que se ha infiltrado en el corazón de mi país de origen, donde el zarpazo de la muerte desata auténticas tragedias, no dejó de impresionarme el comprobar que, en efecto, la muerte afecta a los venezolanos de forma menos dramática, con un sesgo casi displicente, muy diferente a cómo se la sufre lejos de estos trópicos. Donde se la recibe con un desgarramiento metafísico.

Jamás sabré si es por exceso de coraje o por falta de compromiso existencial con el Ser y con el Tiempo. Lo cierto es que bajo la fuerza arrolladora del momento, de la deslumbrante claridad del Caribe, vivimos el día a día apurando el cáliz del instante, como si fuéramos atemporales y jamás tuviéramos que enfrentarnos al momento postrero, aquel en que se agota el privilegio maravilloso de asomarnos al mundo y ser la espléndida, la inigualable manifestación de la existencia de Dios. Extraviados por la inútil ambición de disputar con Dios su reino, su poder y su gloria. Pobres y ateridos dioses mortales poseídos por la aspiración de alcanzar la eternidad.   Para volver irremediablemente a la tierra de la cual procedemos. Polvo fuimos y en polvo nos convertiremos.

He pensado en ello desde que tras la revelación del cáncer presidencial, en junio de 2011, algunos de los médicos expertos en este terrible mal del milenio nos hicieran saber que dado el diagnóstico y lo avanzado de su estado – un raro caso de rabdomiosarcoma, que afecta mayormente a los niños – su vida no podría prolongarse más allá del mes de abril de este año 2013. Lo asombroso fue que una predicción de naturaleza estrictamente científica, corroborada de manera trágica cuando el reloj de Venezuela indicaba las 16 y 25 minutos de este desde hoy nefando martes 5 de marzo, pretendió ser silenciada incluso con el destierro del mensajero. A quien se le negara toda credibilidad y se lo considerara agente de una aviesa conspiración de las fuerzas ocultas del mal. Desde luego imperial y de derechas. La muerte no estaba, ni podría estar en la agenda presidencial. Porque suyo es el reino.

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Desde esos momentos y juzgando por las reacciones oficiales, temimos que en lugar de procederse con la sabiduría, la grandeza, el sentido de la responsabilidad ante la inminencia de la desaparición del primer magistrado de la República, que exigía abrirle el corazón a Venezuela entera, para evitarle males mayores que los que ya padece precisamente por culpa de sus desafueros, el cáncer presidencial pasara a ser instrumentalizado como una carta marcada en el odioso tablero del engaño, del poder y la gloria. Llegando tan lejos como para obligarlo, ya desvitalizado, menguado en sus capaces intelectivas, exhausto hasta la exasperación y a meses de su deceso, a competir en un ardoroso proceso electoral que no haría más que precipitar el agotamiento de sus defensas arrastrándolo a la muerte. Confrontando de manera inmoral e inescrupulosa la verdad de su inexorable e inmediato final con la brutal mentira de las ambiciones de sus validos. Particularmente de quienes, desde La Habana, le extrajesen hasta la última gota de sus fuerzas vitales para mantener con vida las suyas, ya desgastadas por el terrorífico ejercicio de una infame y brutal tiranía de 54 largos e interminables años.

No fue tan sólo su vida la que entró a tallar en el ajedrez político. Fue el destino de una Nación. Pues por razones insólitas y contraviniendo la sesuda opinión de los mejores oncólogos de nuestro país y del mundo, tomó la unilateral y porfiada decisión de tratarse en Cuba, el país menos preparado por incapacidad científica, inexperiencia y carencia del equipamiento necesario como para resolver con mínima solvencia la inmensa gravedad de su mal. Ya entonces nos quedó claro que Hugo Chávez prefería precipitar su muerte en manos de quien escogiera como padrino político y maestro en las artes del poder, Fidel Castro, la plataforma costosamente adquirida para encontrar la relevancia mundial a la que ambicionaba por sobre toda otra consideración, que tratar de salvarse, aminorar sus males, prolongar su existencia y servir no a Cuba, de la que comenzó a depender de manera  cuasi patológica, sino a Venezuela, su país natal.

Desde entonces, entregado en cuerpo y alma a Fidel Castro, el tirano más inescrupuloso de la historia de América Latina, supimos que su vida pendía de una voluntad ajena a él, a sus familiares, a sus seguidores, a su pueblo y a su Patria. Hugo Chávez, el presidente electo contra toda racionalidad, incluso burlando preceptos constitucionales con el exclusivo propósito de preservar el dominio de sus protectores, se nos había convertido en un extraño. Su alejamiento y práctico secuestro de 91 días en La Habana sirvió para consolidar el dominio del castrismo sobre nuestras instituciones, permitió la transición político institucional hacia un chavismo sin Chávez en manos del fantoche elegido por sus consejeros cubanos para legarles una Patria a la que había renunciado y hasta perdió el interés por morir bajo el cielo que lo viera nacer, lejos del aroma de su pueblo natal, de los suyos, convertido en ficha de un siniestro cambalache de astucias, engaños y celadas. Pretendidamente universales. Tras una farsa en la que es inmensamente difícil discernir la verdad de la ficción. La urdimbre de su práctica posesión por parte de los Castro había culminado con éxito.

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Es una historia sórdida y muy lamentable. Cumplida, lo que riza el rizo del absurdo, en nombre del Libertador de América, que odiara a Cuba más que a ningún otro país de la región por no haberse plegado a la lucha por la emancipación americana. Un triste capítulo de nuestra historia que le costará a la República sangre, sudor y lágrimas. Una ruindad difícilmente reparable. De la que aún no conocemos el desenlace.

Al preguntarnos por el legado que pasará a la historia, no va más allá de una Constitución, la de 1999, que él y los suyos se encargaran de violar tantas veces cuantas les fueron necesarias. Para cumplir un delirio, una locura, una insensatez que no merecía ni el sacrificio de su vida, ni la de cientos de miles de venezolanos, hundidos en la sangre y el dolor por una absoluta ausencia del sentido de la verdadera grandeza. Un mal de la República, que ya parece genético. Para terminar en brazos de quienes no vieran en él más que la ingenua y generosa fuente de su agostada supervivencia. Hasta reducirlo a despojo de sus insaciables ambiciones. Sin duda, un triste y trágico final.

                Quedan demasiados cabos sueltos. La República marcha a la deriva. El país se enfrenta al período de mayor incertidumbre de su historia. Una mitad se doblega al manejo manipulativo e interesado de sus exequias, mientras la otra mitad asiste estupefacta a decisiones absurdas, absolutamente ajenas a nuestra idiosincrasia. Siguiendo un guión propio de los peores regímenes totalitarios del socialismo real, sus herederos – todos ellos a años luz de distancia de su carisma y su poder de seducción y encantamiento – pretenden escenificar una obra de adoración post mortem ajena a toda ponderación. Como la puesta en escena con que los comunistas rusos pretendieran, inútilmente, por supuesto,  la eternidad de Lenin y Stalin, los chinos la de Mao,  los vietnamitas la de Ho, los peronistas argentinos la de Evita. Se habla de embalsamarlo, depositarlo en una urna de cristal y exponerlo a la curiosidad pública en un lugar de muy triste recordación: allí donde prefiriera esconderse la madrugada del 4 de febrero sabiendo perdida la causa del golpe militar con que despeñara a la República por los abismos de la ilegalidad y la incertidumbre. Y en un lejano remake del refugio de Adolfo Hitler en Berchtesgaden ya denominan a ese Museo Militar de triste recordación como “el cuartel de la montaña”. ¿Habrá manera de insuflar racionalidad en el discurso desaforado de quien pretende abrir una comisión que investigue quiénes fueron los culpables de inyectarle el cáncer que acabó con su vida?

Más allá de diferencias insalvables que me separan de su obra destructiva y devastadora, espero que Dios lo tenga en su gloria. Y que por fin, tras estos años de errores sin fin y extravíos sin rumbo, al cabo de esta delirante búsqueda infructuosa, encuentre – y encontremos todos los venezolanos – la paz que todo hijo de Dios se merece.

Que en paz descanse.

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