Opinión Nacional

¿Quién era?

Mi artículo El Regreso de Bello originó un abundante correo que preguntaba quién era José Manuel Núñez Ponte, aludido por mí como pionero del bellísimo en Venezuela.

Una sencilla imagen de la personalidad del excelso Maestro quise plasmarla en el sucinto ensayo biográfico José Manuel Núñez Ponte o la Abnegación Heroica, que es parte de la compilación —Angustia de Expresar—, publicada por la Academia Nacional de la Historia en su colección El libro menor (1988). A éste remito a mis corresponsales como respuesta a sus inquietudes, ya que prefiero dedicar estas líneas a exaltar sus cualidades de educador y a su intensa sensibilidad social.

En el Colegio Sucre —del que fuera alma, centro y director por más de medio siglo— ejerció su magisterio en perfecta consonancia con los requerimientos de la nación, y, adelantándose a los modernos conceptos de la enseñanza funcional, escogió el lema Non scholae, sed vitae, para distinguir su afamado plantel, donde se formaban los alumnos—Rómulo Gallegos y Martín Vegas entre otros— para el cumplimiento de sus deberes como miembros responsables de la colectividad Entróncase su filosofía pedagógica con el principio que posteriormente inspira la consigna sembrar el petróleo de Arturo Uslar Pietri, cuya verdadera significación —como muchas veces he insistido— no se limita al muy importante aspecto agrícola, sino al desarrollo integral de las infraestructuras del país, y sobre todo, de la educación y la cultura, que es lo que verdaderamente hace grande a los pueblos.

Tan exiguas eran las tarifas cobradas que apenas si alcanzaban para el pago de los profesores y el alquiler del inmueble, y sin embargo no fueron pocos los estudiantes que no pudiendo sufragar el monto de su matrícula, mantuvieron sus estudios gracias a la generosidad del bondadoso mecenas. Mi hermano Ricardo y yo —que en momentos de grave penuria económica de nuestro padre no tuvimos que interrumpir el curso de nuestro bachillerato—, somos testimonios vivos de esa heroica abnegación. Así la calificaba el excelso pensador José Antonio Ramos Sucre cuando lo ponía como ejemplo de quien abandona una vida que se prometía rica en satisfacciones y halagos para consagrarse a la dura tarea de formar hombres cabales para el servicio de la patria.

Entre las esquinas de Cují y La Marrón de una Caracas austera, hospitalaria y confiada, tenía su sede el Colegio, en una vieja casona colonial. De su imponente portal—donde el sable de José Francisco Bermúdez dejó su huella indeleble— se pasaba al patio poblado de robustos árboles, con su refrescante pileta central y sus amplios corredores que abrigaban las aulas de clases. En una se encontraba la discreta tarima en cuyo ángulo extremo se elevaba el pupitre desde el cual el maestro dictaba sus lecciones y extendía su mirada vigilante sobre todo el ámbito de las actividades escolares. Allí también, en los muy escasos momentos libres, escribía sus artículos, sus ensayos y sus piezas oratorias.

Habiendo puesto toda su voluntad al servicio de la docencia, dedicado casi exclusivamente “a guardar y gobernar almas de niños, a enderezar jóvenes por las vías del saber y de las letras”, fue muy poco el tiempo que pudo distraer para las tareas de su vocación de escritor. Dolido sin duda en su intimidad por la inexorable realidad, sus sentimientos se subliman en la alegría que le producían los triunfos de sus discípulos, contentándose de pensar como Bernardo, el de la heroica leyenda: “Si no vencí reyes moros, engendré quien los venciera”, según él mismo expresara en su discurso de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua.

A distancia de los años todavía lo recuerdo en los recreos del mediodía, erguido al lado del tradicional tinajero de filtro de piedra coronado por frescos helechos; sus cabellos grisáceos; su rostro sereno y risueño, calzando sus anteojos negros. Con su cucharón de estaño va vertiendo el cristalino líquido, extraído de la vasija de barro, en los vasos que sus discípulos, pasando en fila india, ponían a su alcance para saciar su sed.

Que hechos tan hermosos sean ignorados por las actuales generaciones y que los gobernantes desdeñen su fuerza constructiva, son los obstáculos que impiden nuestra superación cívica, ya que sólo alcanzan tal meta las sociedades que hacen del pasado el soporte de sus conquistas futuras.

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