Opinión Nacional

Rafael Caldera sin gasolina

Conocí personalmente a Rafael Caldera en 1958, al día siguiente de las elecciones que había ganado en buena lid Rómulo Betancourt. Acompañé entonces a Isaac J. Pardo, Elías Toro y Manuel Rafael Rivero, jefes de la agrupación “Integración Republicana”, a visitar al candidato que venía de sufrir una derrota. La casa de “Copei”, el partido socialcristiano encabezado por Caldera, quedaba en ese entonces en la esquina de Llaguno, cerca del puente que se haría famoso el 11 de abril del 2002 por los disparos de los chavistas que segaron varias vidas inocentes y provocaron en parte la confusa situación que ha debido terminar con el pésimo gobierno del teniente coronel Chávez Frías. Tiempo después de nuestra visita a Caldera, en esa casa se estableció otro partido bastante menos exitoso que Copei: el “Frente Nacional Democrático” de Arturo Uslar, que participó en el gobierno de Raúl Leoni y tuvo una efímera vida, como de insecto. Diez años después (1968) Caldera ganó las elecciones, cuando el FND de Uslar, que había participado en el gobierno de Raúl Leoni, se asoció con Unión Republicana Democrática, el partido de Jóvito Villalba, y el FDP, de Wolfgang Larrazábal, y en vez de lanzar como candidato a Uslar o a Villalba o a Larrazábal sacaron de un sombrero de mago la candidatura de Miguel Ángel Burelli Rivas, que hizo el antimilagro de que los votantes, que cinco años antes habían sido joviteros o uslaristas o larrazabalistas, se desperdigaran y se repartieran entre AD y Copei, por lo que Caldera le ganó a Gonzalo Barrios, a pesar de la brutal división de AD (que significó el nacimiento del Movimiento Electoral del Pueblo, el MEP), por apenas treinta mil votos. Fue entonces cuando Rómulo Betancourt, actuado abiertamente como estadista, exhortó a los hombres y mujeres de Acción Democrática a entregar el poder si la oposición, en ese caso Copei, ganaba aunque fuera por un voto. Al Presidente Caldera lo vi varias veces durante su quinquenio, cuando, en el Ministerio de Relaciones Exteriores actué en la Dirección de Política Internacional, a cargo de las relaciones de Venezuela con varios países de América del Sur, especialmente con Argentina, y con los Estados Unidos. Era Canciller un hombre excepcional y que desapareció demasiado antes de tiempo: Arístides Calvani. Años después, ya Caldera convertido en ex-Presidente, fue de visita a Dinamarca, en donde yo acababa de ser designado embajador. Cuando le informé que le había alquilado una limosina con chofer me respondió que había ido a Copenhague a visitarnos a Natalia y a mí, y tanto él como su mujer, Alicia Pietri de Caldera, preferían desplazarse en mi automóvil particular. Así se hizo, y esa misma noche fuimos a cenar a uno de los mejores restaurantes de Escandinavia, como a una hora de Copenhague. Yo tenía previsto ponerle gasolina a mi “Volvo” mientras la pareja Caldera iba al “Hotel D’Anglaterre”, pero con el cambio de planes, se me olvidó. Y el hecho es que, de regreso del restaurant, rumbo al Hotel, tuve que decirle al doctor Caldera: “Presidente, usted fue presidente de un país petrolero y yo soy embajador de un país petrolero, pero en este instante nos acabamos de quedar sin gasolina”. El Presidente Caldera se rió de buena gana, y juntos nos quedamos en un banco de la calle, en una gran avenida que está junto al agua del estrecho que separa Dinamarca de Suecia, mientras la señora Caldera, mi mujer, el Secretario de la Embajada y José Ramón Lazo, acompañante permanente del ex–Presidente, iban a la Residencia en el “Fiat” del Secretario a buscar otro automóvil. Allí, durante unos veinte minutos, conversamos de lo humano y lo divino. El doctor Caldera me recomendó que no le contara lo ocurrido a Marcial Pérez Chiriboga, que había sido mi jefe en el MRE y era entonces embajador en Holanda y tenía fama de burlisto y mala lengua. Y, por supuesto, lo primero que hice muy temprano al día siguiente fue llamar a Marcial y contárselo, para evitar que la noticia le llegara por otro conducto. Desde entonces, varias veces que me encontré con el doctor Caldera, al verme me preguntaba con una sonrisa socarrona: “¿Le pusiste gasolina al carro?”, con lo que no sólo me recordaba mi imperdonable descuido, sino su condición de ser humano, dotado también de humor. De buen humor.

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