Opinión Nacional

Ritmo suicida

El 25 de agosto de 1960 fueron inaugurados los Juegos Olímpicos de Roma, la primera competencia deportiva politizada, descontando los de 1936 en Alemania, cuando Hitler pretendió usurpar la majestad de los Juegos para mostrar los resultados de su revolución. Abandonó el estadio al ver al negrito Jesse Owens desbaratar su pretensión de monopolizar la opinión pública. Permanecen los documentales de la cineasta nazi Leni Riefenstahl, sobre todo Olympia, como testimonios de los modelos estéticos del racismo. Roma estuvo plagada, en cambio, por los arrebatos de la Guerra Fría. El Departamento de Estado norteamericano se entrevistaba con algunos de sus atletas para coordinar la posible deserción de atletas soviéticos a los Estados Unidos. Y el propio Comité Olímpico era presionado por las potencias, a fin de inclinar la balanza hacia el capitalismo o el comunismo, un duelo tan importante como los que protagonizaron atletas del calibre de Cassius Clay o el maratonista Abebe Bikila.

5.338 atletas viajaron a Roma, sin que uno solo representara a la República Popular China, que decidió retirarse del movimiento olímpico en protesta por el reconocimiento oficial de Taiwán, territorio reclamado por Mao Tse Tung. En comparación con los de Beijing, los de 1960 fueron primitivos. La natación se decidía por jueces que se afanaban tratando de ver qué ocurría debajo del agua, con frecuentes y polémicos errores. Las cintas de televisión se mandaban en avión a cada país y el mundo se asombraba al ver imágenes de lo que había ocurrido tan sólo diez horas antes. La prensa enloquecía con las atletas soviéticas que desfilaron con falditas de seda, que fácilmente pudieron haber sido diseñadas por modistos de París. La fealdad de la mujer comunista, seca y tiesa como un hombre, pasó a ser un mito.

Todos los deportistas eran pobres, con excepción de los socialistas, que hacían trampa como siempre, buscando la ventaja decisiva, tal como acusan hoy a las gimnastas chinas por participar sin haber cumplido la edad mínima de 16 años. Algunas de ellas, pudo observarse en televisión, todavía tenían huecos en las encías por los dientes de leche recién perdidos. La URSS mantenía económicamente a sus atletas, los occidentales no podían cobrar. Esa costumbre cambió en Roma gracias a la guerra de marcas deportivas. El velocista alemán Armin Harry, por ejemplo, ganador del Oro en los 100 metros planos con un tiempo de 10.2 segundos, compitió con unos zapatos que le habían sido proporcionados por Rudolf Dassler, conocido en el Tercer Reich y también en la postguerra por la compañía que fundó: Puma. Pero en la premiación se puso los que le dio otro empresario, hermano del anterior, Adis Dassler, dueño de la Adidas. Harry cambió de opinión, según dicen las malas lenguas, por un sobre bien grueso.

Chávez, y no tengo otra explicación, empavó a los atletas contando los pollitos antes de nacer, cuando les impuso una condecoración antes del viaje. No nos oponemos a que los 109 deportistas se foguearan en China y aprendieran el duro oficio de la competencia, pero sí a la manipulación abusiva del deporte para pregonar una revolución que termina siendo una falta de respeto a los muchachos. Honor a quien honor merece: recibamos a nuestra delegación con alegría. Un atleta de larga distancia dijo una vez que el mejor ritmo de carrera es un ritmo suicida y hoy es un buen día para morir. Ese es el espíritu a seguir. Nuestros hijos viajaron a Beijing y regresan con hambre de ganar, con disciplina para seguir superándose, algunos de ellos con nuevos records nacionales en sus hombros, pero la utilización del esfuerzo ajeno para satisfacer el ego de un hombre no tiene excusas.

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