Opinión Nacional

Se incendia la pradera

Las cifras no mienten y resultan escalofriantes. De poco más de 5.000 muertes violentas ocurridas en 1999, en estos 15 años de chavismo se ha pasado a casi 25.000.

A todos nos consta que la consecuencia más visible de esta brutal escalada de sangre ha sido que la mayoría de los venezolanos, atemorizados con mucha razón, cada día se encierren a cal y canto en sus casas al llegar la noche. En definitiva, desde el 4 de febrero de 1992, la principal seña de identidad de la vida venezolana ha sido la violencia, interpretada por el régimen como fuerza creadora de un clima espiritual que nada tiene que ver con la democracia, mucho menos con la convivencia civilizada de los ciudadanos, y que en cambio ha terminado por meter en el cuerpo de cada uno de nosotros un miedo primitivo a lo desconocido que quizá nos aguarda a la vuelta de cualquier esquina. Hasta el extremo de paralizarnos casi por completo. Como si a pedacitos nos hubieran ido cortando la lengua y las piernas, un apoyo sin duda inestimable para quien aspire a que la sociedad se quede inmóvil, obediente y muda para siempre.

Nadie podrá demostrar jamás que la elaboración de esta perversa realidad en el marco de la gran crisis que ha colocado al país al borde del abismo sea política de Estado. Pero solo las conciencias más ingenuas o más canallas pueden pasar por alto el hecho de que los frutos de esta inaudita combinación de violencia y crisis general contribuyen a satisfacer plenamente la obsesión del régimen por eternizarse en el poder.

Desde esta perspectiva desoladora, querer ponerle la mano a un botín de poder exclusivo y excluyente tendría su más expresiva manifestación en la sistemática negativa del régimen a admitir que la inseguridad ciudadana es un problema capital de Venezuela. Ni antes lo admitió Hugo Chávez, ni ahora Nicolás Maduro. Ninguno de ellos ha querido aceptar hasta este instante que ese sea el durísimo pan nuestro de cada día. Asesinatos a mansalva, homicidios de todos los colores, atracos las 24 horas del día, vivos reflejos de una grave enfermedad social sin precedentes en nuestra historia, que a su vez traza las líneas maestras de un circo cuyos hilos secretos manipula el régimen para producir circunstancias y medios emocionales y físicos que faciliten la acción violenta de un hampa que acosa y mata a los venezolanos sin piedad. Y que poco a poco nos acerca a la meta soñada por algunos de acorralar impunemente al país a punta de pistola. Gracias al puro miedo, que es el efecto psicológico más contundente de la explotación política de la violencia.

Ahora bien, incluso el culto al pánico y la muerte como valores existenciales de primer orden tiene su final. Esta es la importancia que debemos atribuirle a la reunión con gobernadores y alcaldes de todas las tendencias políticas convocada por Maduro el pasado miércoles en Miraflores, aunque el encuentro no fuese para analizar juntos su muy tardío descubrimiento de la violencia como problema, que es lo que se creía, sino para obligarlos a escuchar, una vez más sin derecho de opinar, otro fastidioso monólogo suyo “anunciando” que dentro de 30 días “anunciará” una nueva política del gobierno para frenar la inseguridad que nos consume.

Poco importa el carácter insuficiente de este cónclave forzado por el asesinato de Mónica Spear y su exesposo. Lo destacable es que Maduro acusó el golpe de ese crimen y que la dirigencia opositora debe aprovechar la oportunidad que le brinda el reconocimiento presidencial de que sí, caballeros, de acuerdo, la inseguridad ciudadana forma parte de nuestra cotidianidad y hay que frenarla a toda prisa y con mano de hierro. Responsabilidad que Maduro dijo haber asumido finalmente y en primera persona del singular.

Por supuesto, esta reacción, que surge del atroz asesinato de la pareja ante los ojos de su hija de 5 años, conmovió a todos los venezolanos. ¡Basta ya!, fue el clamor que recorrió el país de punta a punta y repercutió en las primeras páginas de todos los periódicos del mundo. Por su parte, las redes sociales estallaron de furia y el país entero, de pronto, alzó su voz de protesta y exigió, entre lágrimas de dolor y gritos de indignación, que por fin el régimen dé la cara por todos los venezolanos. Para actuar de verdad, como ha prometido Maduro, o simplemente para ganar 30 días de tregua. Ya veremos. Lo que sí queda claro es que el crimen de Mónica ha sido una chispa. Y que esa chispa, con toda la colérica intensidad del caso, bien podría incendiar esta pradera nuestra, reseca ya a más no poder por el incierto destino de Venezuela y por la creciente desesperanza de sus habitantes.

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