Opinión Nacional

Si la sociedad es demasiado abierta…

Sociedad cerrada, sociedad abierta. La contraposición es de Karl Popper (1945) y resume bien el interrogante que se plantea este ensayo: dado que una buena sociedad no debe ser una sociedad cerrada, ¿qué apertura puede tener una sociedad abierta? Se entiende abierta sin autodestruirse como sociedad, sin explotar. Y como es obvio, por sociedad abierta no se entiende -ni aquí ni en la literatura especializada- una sociedad sin fronteras. Las fronteras pueden desplazarse, pero siempre habrá alguna frontera, aunque su porosidad y su transversalidad puedan variar enormemente.

Sociedad abierta, pues. Popper teorizó sobre ella en su ensayo La sociedad abierta y sus enemigos, en la cual el primer enemigo ( es decir el arquetipo de la sociedad cerrada) resulta ser Platón. Pero en este trabajo no nos interesa tanto la teoría popperiana de la sociedad abierta. Lo que nos interesa es afirmar que la sociedad abierta es, en esencia, la sociedad libre, tal y como la entiende el liberalismo. Lo que nos interesa es saber que el mérito del aserto popperiano es sobre todo el de ser un atinadísimo aserto alusivo, un espléndido aserto evocativo. Pero precisamente por esta razón, decir sociedad abierta no ayuda tanto, como parece, a explicar y profundizar en la cuestión.

Vuelvo a plantearme la pregunta: ¿Abierta a qué y hasta qué punto? ¿Una sociedad abierta puede llegar a incluir, por ejemplo, una sociedad multicultural y multiétnica basada en la ciudadanía diferenciada? Popper no se ponía estos interrogantes, dado que en su tiempo no se planteaban y, por consiguiente, no proporciona un hilo conductor para afrontarlos.

Para comprender hasta qué punto una sociedad se puede abrir, y por lo tanto en qué momento la apertura se torna en demasiada apertura, tenemos que encontrar un código genético de la sociedad abierta. Sostengo que este código genético de la sociedad abierta es el pluralismo. Porque el pluralismo descifra mejor que ninguna otra categoría el síndrome de valores y de mecanismos que han creado históricamente la sociedad libre y la ciudad liberal y, por lo tanto, es el concepto que mejor permite precisar y profundizar la apertura que vamos a debatir.

Pero para entender el pluralismo es necesario entender también la tolerancia, el consenso, el disenso y el conflicto. Quisiera profundizar ahora en los dos primeros conceptos y, después, introducir en el discurso la noción de comunidad. Echemos, para comenzar, una ojeada a la tolerancia. Tolerancia no es indiferencia ni presupone indiferencia. Si somos indiferentes no estamos interesados ni siquiera por el discurso. Tampoco es cierto, como a menudo se sostiene, que la tolerancia presuponga un cierto relativismo. Es verdad que, si somos relativistas, estamos abiertos a una multiplicidad de puntos de vista. Pero la tolerancia es tolerancia (como el mismo nombre indica) precisamente porque no presupone una visión relativista. El que tolera tiene creencias y principios propios, los considera verdaderos y, sin embargo, concede que otros tengan el derecho de cultivar creencias equivocadas.

La cuestión es importante, porque establece que tolerar no es, ni puede ser, algo ilimitado. «La tolerancia está siempre en tensión y nunca es total. Si una persona está convencida de una cosa, intentará hacerla realidad. De lo contrario, es difícil pensar que realmente le importe tanto. Pero no intentará hacerla realidad por cualquier medio y a cualquier precio», (Lucas, 1985).

Así pues, ¿cuál es la elasticidad de la tolerancia? Si la pregunta nos conduce a buscar una frontera fija y preestablecida, no la encontraremos. El grado de elasticidad de la tolerancia puede establecerse, sin embargo, a partir de tres criterios. El primero es que siempre tenemos que dar razones de aquello que consideramos intolerable (es decir, la tolerancia prohíbe el dogmatismo). El segundo criterio atañe al harm principle, al principio de no hacer el mal, de no perjudicar o, dicho de otra forma, no estamos obligados a tolerar comportamientos que nos infligen daño o prejuicio. Y el tercer criterio es, obviamente, la reciprocidad: a la hora de ser tolerantes con los demás, esperamos, a su vez, ser tolerados.

Pasemos ahora a echarle una ojeada al consenso. El inglés se permite distinguir entre consensus y consent, es decir entre un estado difuso de consenso y un consentir concreto y puntual. Una distinción que nos ayuda a precisar que el consenso en cuestión no es un activo aprobar y sostener esto o aquello. Y es que el consenso puede ser pura y simple aceptación, un concurrir generalizado y solo pasivo. Pero aún así, el consenso es un compartir que, en cierto sentido, une. Y esta definición resalta bien la relación entre el concepto de consenso y el de comunidad.

Téngase en cuenta que la comunidad también se puede definir como un compartir que, en cierto modo, une. Pero llegados aquí, mi discurso tiene que acercarse, para ser completo, a la noción de comunidad, para que no podamos dar por descontado que la unidad política por excelencia es el Estado-nación. Y eso nos obliga a repensar el problema. Y para repensarlo, hay que recurrir a aquella unidad primaria de toda la construcción sociopolítica que es, precisamente, la comunidad.

Por muy importante que sea o que nos parezca el Estado-nación, el hecho es, visto en prospectiva, que el Estado-nación se ha creado sólo durante el siglo XIX, y que la felix Austria, el imperio poliétnico y multinacional de los Ausburgo, se las ha apañado muy bien (al menos ha luchado bien) hasta su derrota de 1918. Así pues, el Estado-nación ha sido el principio organizativo unificador del Estado moderno -sólo o sobre todo en Europa- durante menos de dos siglos. Antes, y a partir de la Edad Media, nationes eran las lenguas. La nación alemana eran aquellos que hablaban en alemán. Y así para todas las demás.

El Estado-nación fue un concepto del romanticismo -porque el iluminismo fue cosmopolita- y se concibió como una entidad que no sólo es lingüística. En su versión digamos terminada, el Estado-nación es una entidad orgánica (evocada por los conceptos espíritu del pueblo, por el Volksgeist y por el Volkseele), radicada en un mítico y lejano pasado, y reforzada -desde la Revolución Francesa- por la pasión patriótica y, aún más -en su versión extrema-, por una identidad de sangre (racial y, por lo tanto, a no confundir con el inocuo principio jurídico del ius sanguinis).

Basada en estas premisas, la nación se transforma en nacionalismo y -en su desarrollo alemán con Hitler- en pureza y supremacía racial.

Pero el de Hitler fue un extremismo solitario. El grueso de los estados nacionales surgidos en Europa en la estela dejada por las revoluciones de 1830 y de 1848 afirman sólo una identidad lingüística y patriótica. La nación ha sido, para la mayoría, una reivindicación de independencia que destruyó las agregaciones puramente dinásticas que se habían construido en la era del absolutismo. Con el Estado nacional ya no es concebible que los pueblos pasen de mano en mano, ya sea por mor de una conquista (algo que todavía hoy puede suceder) o como una propiedad más del soberano. Eso ya no sucede.

Pero los méritos pasados del Estado-nación no son suficientes hoy para salvarlo como unidad óptima de la geopolítica. Y es que el Estado-nación está sometido, hoy, a una doble tensión: hacia lo más pequeño y hacia lo más grande, hacia lo local y hacia lo supranacional.

En cualquier caso, mi tesis es la siguiente: cuanto más se debilite la comunidad nacional tanto más hay que intentar buscar una comunidad. Dicho de otra forma, cada vez que una superestructura (la nación, el imperio u otra) se disgrega, volvemos inevitablemente a la infraestructura primordial que los griegos llamaban koinonía, y resurge la necesidad de encontrar una Gemeinschaft, un vínculo que sintamos y que nos una y nos vincule.

Por lo tanto, retomando el hilo de mi discurso, no estoy diciendo que tengamos que volver a lo pequeño, por mucho que «lo pequeño sea bello». Es cierto que la comunidad del pasado (la polis griega, las comunas medievales, la democracia de aldea) eran microcolectividades que operaban cara a cara. Pero si la comunidad no es concebida como un cuerpo operativo, sino como una identity marker, es decir como un identificador, como un común sentir en el que nos identificamos y que nos identifica, la comunidad, por lo tanto, no es pequeña. Así, italianos, ingleses, franceses o alemanes pueden ser concebidos como una comunidad ampliada del mismo modo en que son o eran considerados naciones. De ahí que la comunidad europea, o el hecho de hablar de una comunidad latinoamericana, nos reenvíe a comunidades abstractas, y, siempre que estos grandes agregados se den un sentido de pertenencia, es muy legítimo considerarlos como comunidades, aunque sean comunidades sui generis.

Estoy diciendo, pues, que los seres humanos viven infelizmente en la situación de multitudes solitarias, en condiciones anómicas y que, por lo tanto, siempre intentan unirse, reunirse en comunidades, identificarse en organizaciones y organismos en los cuales se reconocen. Para comenzar, en comunidades concretas de vecinazgo, pero después también en comunidades simbólicas. Lo que pasa es que también aquí se plantea un problema de elasticidad análogo al que nos hemos encontrado al analizar la tolerancia. Entonces nos habíamos preguntado: ¿Cuál es el límite más allá del cual la cuerda de la tolerancia se rompe? Ahora, nos tenemos que preguntar: ¿Hasta qué punto podemos estirar la cuerda de la comunidad?

Así como no creo en la contraposición schmitiana entre Freund y Feind, entre amigo y enemigo, tampoco consigo creer, por el otro extremo, en la difusa apertura cosmopolita auspiciada en los últimos escritos de Dahrendorf. Hablar de comunidad mundial es pura retórica y, por lo tanto, vaporizar el concepto de comunidad. Creo, por el contrario, que el animal humano se agrega en coaliciones y está junto a siempre que exista una frontera (móvil pero no cancelada) entre nosotros y ellos. Nosotros es nuestra identidad. Ellos son la identidad diferente que determina la nuestra. La alteridad es el necesario complemento de la identidad: somos quienes somos y como somos en función de quiénes o de cómo no somos. Toda comunidad implica clausura, un recogerse juntos que es, al mismo tiempo, un echar fuera, un excluir. Un nosotros que no está circunscrito por un ellos ni siquiera existe.

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