Opinión Nacional

Si la universidad no cambia, la reforma el mercado

Como es sabido, las universidades se conformaron en sus inicios como instituciones que debían contener la producción de conocimientos por parte de una muy exclusiva elite. Los vientos reformadores que terminaron con el medievo, la presión social de los sectores medios y las demandas de las modernas sociedades capitalistas fueron ensanchando estos espacios, aunque sin cambiar la esencia de una división del trabajo que reservó la producción y administración de los conocimientos para una minoría.

Nuestro país fue uno de los lugares donde el ajuste de cuentas con lo más crudo de este elitismo, con la Reforma de 1918, alcanzó más notoriedad. Aquel acontecimiento sentó las bases de toda una cultura y definió un modelo de universidad para buena parte de América latina, que sirvió como cauce para el ascenso social. Este impacto democratizador, que sobrevivió con dificultades a los embates represivos, fue diseñando en nuestro país un espacio académico amplio que, a pesar de su masividad, cosechó un significativo prestigio.

Contradicción

Pero en la accidentada vida de nuestras universidades quedó instalada una contradicción que aún no ha sido resuelta. Si bien se levantaron restricciones para hacer más amplio el acceso y se ofrecieron alternativas de horarios en buena parte de sus carreras para posibilitar que quienes debían trabajar pudieran también continuar sus estudios, y se flexibilizaron inclusive cláusulas relativas a los tiempos de duración de aquéllos, las tasas de deserción han sido notoriamente elevadas. Por cierto, son estudiantes provenientes de sectores con menores recursos, a los cuales les resulta imprescindible trabajar, quienes nutren en mayor proporción las filas de aquellos que se bajan de los estudios en el medio de ninguna parte.

Ingreso sin restricciones y egreso de una minoría. ¿Cómo abordar el problema? Para la visión simplista de quienes añoran las universidades de antaño o las exclusivas casas de estudio del Primer Mundo, con sus desiertos pasillos y deslumbrantes bibliotecas, la solución es sencilla: que entren sólo los más capaces o los que tienen más recursos: retornar a la universidad de elite. Para quienes pensamos que la producción de conocimientos y el acceso a la cultura es un canal que, en lugar de reforzar las diferencias sociales, puede ser un ámbito democratizador, tenemos que plantear el problema en otros términos.

En primer lugar, hay que reparar en el hecho de que la universidad pública argentina, paradójicamente, junto con el ingreso sin restricciones, tiene las carreras de grado más largas del planeta. Una vez que el alumno accede a la universidad, si no cumple con los alrededor de seis años nominales de cursada (que, en la práctica, son más) carece de alternativas. El elitismo que se niega en la puerta de entrada se ratifica en la de salida. De allí que resulte perentorio redefinir el papel de las universidades (en realidad, de toda la educación superior) como un territorio donde se pueda avanzar, trasladarse de un área a otra, y encontrar alternativas de salidas según la vocación, las posibilidades y limitaciones de cada uno de los ingresantes. El ideal de que la educación sea un continuo que se amplía y retiene a sectores cada vez más amplios tiene que empezar a encontrar vías de realización. La metáfora con la que suelo ilustrar esta amplitud es la de una autopista que no diferencie entre los que van por la «colectora» y quienes pagan peaje, pero que sí cuente con carriles de distinta velocidad para que cada cual se pueda ubicar según sus posibilidades, y, lo que es más importante, que cuente con bajadas —y eventuales posteriores subidas— donde se reconozcan los estudios parciales.

Red de conocimientos

Para hacerlo posible, se deberían estructurar ciclos, según las diferentes áreas del conocimiento, que habiliten certificaciones de conocimientos básicos o de índole técnica, no como estudios paralelos, sino como parte integrante de un recorrido que tenga alternativas, ramales y posibilidades de ser retomado para su permanente renovación. Que estas autopistas de la metáfora puedan paulatinamente ser transformadas en una variada y multifacética red de senderos, para tomar distancia de los parajes demasiado estructurados, mejor todavía. Lo esencial es que, para empezar a pensar en términos de una reforma, hay que plantearse la propia existencia del estudiante en cuanto tal, es decir, su retención, asociada a la flexibilidad de alternativas, lo cual, por otra parte, tiene que ver con las características de lo que la propia producción de conocimientos hoy demanda. Toda la producción de conocimientos tiene que ser pensada en términos de red y, en los mismos términos, debemos pensar las instituciones que le sirven de sustento.

Existe el temor de que los ciclos sean utilizados para bastardear la perspectiva de una ampliación del proceso de democratización de los estudios, producida por una desjerarquización de estudios de grado más breves, a los cuales les esperan estudios de posgrado arancelados que, a la larga, resultasen ineludibles para las prácticas profesionales. El temor resulta legítimo, ya que es una fórmula en boga que pretende reintroducir el elitismo a cierta altura del recorrido. De allí que resulte importantísimo bregar por la gratuidad de los estudios en todos sus ciclos. Si a la autopista se le colocan peajes, estaremos reintroduciendo por la ventana el exclusivismo que la Reforma supuso haber expulsado por la puerta.

Pero la bandera de una reforma urgente de los estudios, para ensanchar las puertas de salida, es impostergable. Oponerse a los ciclos, o a las reformas en general, supone tirar al niño junto con el agua sucia de la bañera. Supone fortalecer el inmovilismo conservador.

El otro tema que no puede estar separado del que hemos considerado, en las particulares condiciones de nuestro país, es el de las medidas que faciliten la complementación del trabajo con los estudios. En investigaciones que realizamos en la Universidad de Buenos Aires encontramos que son los estudiantes que trabajan media jornada en ámbitos relacionados con sus estudios quienes obtienen un mejor rendimiento, mejor incluso que aquellos que estudian y no trabajan. Este dato, con el que dice que son los que cumplen largas jornadas de trabajo quienes más dificultades tienen, debería también de estar en el centro de toda reforma e incluso de legislaciones futuras. Se deben buscar formas que estimulen las medias jornadas para estudiantes, con beneficios para aquellos que estudian y para los empleadores, más amplias y con mayores garantías que las actuales pasantías, por las cuales las empresas suelen seleccionar personal apto y barato para ciertas tareas.

Quienes creemos que es posible reactualizar la Reforma de 1918 para ampliar el acceso a la producción de conocimientos tenemos que buscar alternativas en esta dirección y abandonar un defensismo que no hace más que postergar, en el mejor de los casos, una resultante que en otros países de la región, como en el caso de Chile, ya se manifestó con fuerza y ha supuesto un duro y oneroso retroceso: que sea la oferta privada la que se expanda dejando a la enseñanza pública una desdibujada función de playa de estacionamiento. El achicamiento de los presupuestos contribuye a delinear este horizonte. Para las universidades públicas, la opción es reformarse en la línea de lo que fue la Reforma de 1918 o quedar a expensas de ser reformadas por el mercado.

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