Opinión Nacional

Sinfonía de viaje Opius 2. Inconclusa

A Mari, a Luis Morales, a Simón preludios biográficos

Convoque a los maestros, hemos de ir mañana a la ejecución del mejor concierto que hemos hecho. En el trayecto iremos construyendo los recuerdos del futuro. No quiero nada que huela a pasado, quiero salir del retroceso y echar a andar, libre, libre, como los vientos que surgen de la mar y vuelven a su encuentro con la música de todo lo no hecho. En lugar de la batuta, un champán ha de estar en mis labios que reciba de las olas sus caricias y recojan de lo insondable de la mar todos sus cuentos. Dedicaremos la primera parte del día a zafarnos de ayeres de penas, lágrimas, tristezas y nostalgias cubiertos.

Tal decisión fue intempestiva, toda las semana anterior había establecido que el día 12 de octubre y el 13 y el 14 serían para a ir al encuentro de su soledad, a dialogar con ella sobre los grandes temas que ocupaban su alma desde siempre, desde siempre, decía, porque desde niña se supo sola, la adolescencia no fue menos rica de vacios, las veces que fue a los jardines con alguien compañero a alcanzar los luceros o beber del rocío sus caricias, como cáliz de amores y de sueños, de pronto y sin palabras se había ido, nunca supo mas de él y menos explicarse pudo si por miedo a estar a su lado o por miedo así mismo, larga dudas de sombras permanentes. Nunca más lo vio. Solo sombras quedaron. Una vez, transcurridos muchos años y repetidas las historias con los mismos acontecimientos esenciales vestidos de otras formas, vio al ser con quien se frustraron sus primeros encuentros. Lo vio y sin saber cómo ni para qué tampoco, le increpó su distancia, de éste y los señaló, estuve enamorada con la inmensa pasión de la ingenuidad y de las mas sublimes de todas las fantasías y ficciones de las vírgenes que se construyen con lo no descubierto pero que otros transitaron según se hizo en el verbo y testimonios quedan en la memorias que anidan y deambulan en los pasillos del colegio entre tantas experiencias hechas o soñadas de las compañeras jugando con las propias. Y lacónica dijo, de éste estuve profundamente enamorada pero él no sintió los latidos vírgenes que bullían en mis senos. Y ahora, fue ella la que dio la espalda… cualquier cosa que él hiciera no podría recuperar el tiempo sin espera. Ya no tenía sentido si nos vemos mañana tras el tiempo perdido. ¿Para qué? Ya no existía el poema. Y de esas cosas y de todas las cosas que pudieron ser o que bien fueron, solo queda, si buenas fueron bellas, el poema. Así dijo y calló.

Lo haré, atinó a decir el atrilero. Y ¿qué instrucciones impartirles debo? ¿Qué partiduras me ordena escoger? Ninguna dijo, con su voz de siempre, límpida, afinada, firmemente tierna. Ninguna, insistió firme. Ni siquiera aquellas que se hicieron sobre el mar el tema o tuvieron a la mar como pretexto. Ni Debussy ni Korsakov, que en esos días han tocado insistentes a mi corazón, venidos a mis puertas, jugado con mis piernas. No, ninguna, siento que ahogaría lo que quiero, lo que realmente siento. De la libertad quiero la música y no se por qué la se en la mar. Ninguna en especial, repetía, para que en el atrilero no asomara la duda. Que vengan ellos tal como ellos son pero con la convicción de tocar como nunca lo hicieron, han de hacerlo del modo más perfecto, que sean las sirenas las que se encanten y al final sonrían ellos y detenerlas puedan a su lado cautivas en la libertad de los sueños. La soledad de las sirenas ha sido eterna, porque se está solo, en la más alta ingrimitud, cuando se concentra la palabra entre iguales repitiendo las historias que nunca se cumplieron o los temas inútiles que no dejan historia ni leyendas, solo lo inocuo, kitsch. Levantó su mano, con el mismo don y la seguridad que empleaba para ordenar matices a la orquesta y así prosiguió. No hay ningún mejor alimento para el hueco, hondo, vacio de la soledad que lo fatuo, lo inocuo de las tales historietas que no dejaron huellas. En la memoria vive y anida la vida y la vida son los hechos de palabras y obras. En las obras viven las palabras pero en la palabra vive todo, sin ellas la memoria del hecho se muere, es la muerte definitiva, la del olvido, solo la música se escapa, ella no es y por no tener ser, nada la aprehende, jamás puede morir, vive en la vida de la cual es su fuente y…

Así hablo y guardo su silencio. El atrilero la contemplaba como siempre la hace, pendiente de sus gestos, de sus deseos de música, cuidadoso al extremo para evitarle los ruidos al camino y limpiar su trayecto. Temía que algún vidrio de la maldad cubierto pudiera herir sus pasos o que algún ruido la sacase de su mundo perfecto que la música impone. La música no admite errores, él lo sabía por ella. Mas que una gran maestra, que lo es, consagrada directora de la orquesta, eso lo decían y lo aprobaban todos, ella es como todo los grandes, terapeuta. Cierto que el atrilero no sabía nada de música y se enorgullecía de nada saber, pero solo sabía de ella, de ella sabia todo. Y sabía que era así en cada músico, en cada solista y hasta había visto, quien sebe cómo, que los grandes creadores se sonreían con ella, cuando él ponía su Obra, para que de ella fuera, sobre el atril que quedaría bajo el éxtasis de su batuta. El sabía que era así sin saber como, y sin interrogarse, solo que era así. Y tan seguro estaba de que verdad era, que tantas veces ante un director invitado nunca vivió lo mismo. Una vez, en la iglesia, ella había ido a dar acción de gracias por la perfección de que a su juico se había logrado en el Réquiem de Mozart, ejecutado in memoriam de un ser que a ella por el tiempo se entregó dándolo todo en sacro homenaje por su amor, todo fue perfecto, decía ella. Y fue hasta la Basílica a dar gracias a Dios. Y con precisión de todos los detalles, el atrilero cuenta haber visto el milagro, arriba, muy arriba como si se asomara por la ventana de los cielos, en la bóveda de la catedral vio que Dios sonreía con ella y ella iluminó la escena con sus lágrimas, y se quedó dormida por instantes… al despertar, se tropezó con el atrilero, siempre estás, siempre estás, así le habló y lo dejó sin mas. Siempre estás, repitió, como para oírse también a sí misma, en alegro muy quedo, como que no era bueno que alguien lo supiera, como que no era bueno que alguien lo viera contemplándola a ella fuera de los espacios naturales de la escena, el teatro, el auditorio… quien supiera, se dijo el atrilero, no tengo derecho ni a la palabra ni al sonido fuera de la orquesta y aun allí tenia que reducirse a los espacios del silencio, pero el comprendía que era necesario que así fuera, era una manera de alejarle los riesgos, esos del qué dirán, que tan solo mal hace, empero, se consolaba, yo hablo con los atriles, les converso, los maestros no saben de los cantares y contares de los atriles. Ellos son más que el soportar papeles de signos, señales, llenos…pero se quejan, les duele cuando se desafina, sufren cuando el músico le cuenta sus tristezas y se sonríen cuando sobre sí se recuesta una mirada de memorias de bellezas llena o de amores colmados de leyendas.

Cubiertos los mandatos para hacer el viaje, el atrilero soñó toda la noche sin pegar ni una vez los ojos. Cada pocos minutos miraba su reloj como si con ello apresura el tiempo de la aurora. El había hecho del viaje su propio viaje. Consciente siempre estaba que a sus ojos le era vedado contemplarla. Sabía por siempre que su destino era permanecer callado al escucharla, cuando a voces celestes ella hablaba desde el podio de la dirección. Sabía que era su rol vivir en el silencio que estrangula el alma, al mirar lo sublime de su cuerpo sin poder decir nada. El atrilero siempre consciente estaba que para alcanzar al cielo, más que la escalera grande y otra chiquita, se necesitaba mucho más, si se sacara el loto, cada semana ahorraba para comprar el kino y la lotería americana, solo así, rompería su propio miedo a la palabra y alcanzaría para hacer los peldaños a las escaleras. Estaba seguro que era su necesidad, no la de ella. Ella, se recordaba, por no faltarle nada tiene todo. Pero allá, en la playa, se decía, la podré ver. Con los ojos abiertos y no de reojos a escondidas para que nadie notara sus miradas. Se calmaba con su propio flagelo, las miradas de los miserables hacen daño, se decía y, entonces, volvía al ejercicio de la espera de lo que nunca viene. Cómo decirle nada. Lo único que poseía su voz era pedir a Dios misericordia, sin que nadie observara. Constante en la esperanza de que dios lo escuchara.

Ah! Pero la mar, la mar Se imagina verla en un traje de baño de esos que más que ver despiertan los anhelos reprimidos de su imaginación. Si fuera de dos piezas podría verla mejor, si fuera mas audaz, pedía a los dioses, como esos que se esconden para no perturbar la libertad de las nalgas para dejarlas libres retozar con las aguas y al viajero auscultar lo infinito posible que allí anida, la mar, la mar, se decía, me permitirá estar cerca de ella, no me verá, lo se, pero yo sabré contemplarla. Acariciaré las aguas cerca de ella, se decía, porque seguro estaba que era su forma de poder acariciarla. Ella no sabría que estaba allí, pero quizá, por un instante pudiese distinguir en las aguas un temblor íntimo y un candor que solo ella tocara, sería él, habría alcanzado lo que siempre ha anhelado de ella, poder tocarla y hacerlo en cada espacio de su cuerpo donde el agua llegara. Después, después seria después, y uno bien morir puede cuando ha coronado la montaña más alta.

Tenga dijo ella, en tono suave persuasivo, sacándolo de sus ficciones mágicas, de sus fantasías, esas que siempre quiere poseer alguien que nunca alcanza realizarlas, que nunca tiene nada. Y recibió de ella en una sola página, cuidadosamente diseñada un texto escrito a mano. Lo sustraje, eso hice, me gustaría decir que la robé, agregó, pero la belleza del arte no pueden ser plagiada, son y están en el alma, y las almas tienen como su única propiedad la libertad, donde anidan la fe, al verdad, y el amor, y si tan solo uno de los tres, uno tan solo, faltase o mal fallara, ya no se seria mas alma. Lo sustraje, repitió, anoche, de las obras completas de Borges, precisó, es el poema al Mar…es la única partitura que tendremos todos. Maestra, sorprendido, se atrevió a musitar el atrilero, aquí no hay notas, no veo la partidura. Ella sonrió con labios de sublime misericordia. Y señaló, sin más, en el camino podrá verlas en mi voz y mientras usted calla yo podré bien contarle que un poema es música, la música es la esencia del poema y fuente de su vida, y nos toca en la mar a todos encontrarla. Usted también estará en el concierto. Le asigno su papel desde el comienzo, toca a usted, interpretar, ejecutar el silencio. Ese es su rol, guarde en él cuanto vea, escuche, toque, imagine, siente, ame, sueñe…todo guárdelo ahí…mañana podrá contar la historia de cuanto con celo dispuso que allí fuera y si nadie asiste a su concierto, ha de ser bello llevarse todo ello a los cielos para, allí sí, poder romperlo, superar su silencio, ese silencio suyo que es silencio porque ¿a quien como usted oír se puede? Solo Dios podrá hacerlo o, siempre es binaria la existencia, de no premiarlo Dios, estará con usted en el infierno, y eso es el infierno, el silencio absoluto que tiene del miedo, del pánico, del pavor, su alimento. Sabe, el infierno no es más que vivir en silencio, ese, macabro, que impide a uno oírse y saber de sí mismo, porque oye a los demás, por eso. Eso que en expresión sencilla bien logrado está, el silencio es vivir del miedo a la palabra de los demás, de vivir escondiéndose del qué dirán, pero sobre todo huyendo de sí mismo. Y no olvide, solo cuanto se hace del modo mas abierto se escapa al que dirán. Por eso es bello el mar. Allí todos nos vemos sin mirarnos, sin detenernos para interrogarnos, cuestionarnos… nuestros cuerpos, nuestros ser, sencillamente se disuelven en la mar y solo sabe el mar lo que somos, espacio es de sueños, de amor, bueno, que más, sencillamente la mar es la casa de la libertad. Y allí quiero nadar hacia mi encuentro. Mi absoluto encuentro con la libertad, que siempre me es arisca, que siempre tiene miedo de mi o yo de ella. Lo sabré en la mar con mi champaña a cuestas o yo a cuestas de ella. Carece de importancia, lo bueno de la mar es bañarnos más que en ella en nosotros mismos, beber de nuestras aguas, cuyas fuente reprimida cargamos y tantas veces mil y mil y muchas más la ahogamos como en el silencio magno que fin pone al poema.

Segundo movimiento.

Para ir al encuentro de la mar conmigo o a mi integración con la mar según han sido las aventuras de mis sueños, llevémosle de avío la sinfonía en verde de los bosques bendecidos de las lluvias de estos tiempos, del chuchebe sus versos que llenan de encantos los misterios de los amores tiernos y traviesos, del cardenal su arcoíris con los que viste el tiempo bueno. De la vía, las huellas de los que allí anduvieron por el placer de transitar construyendo caminos como el primer ensayo de una sinfonía donde apenas buscamos el silencio que queda de lo bueno hecho o revisar los pasos según en el murmullo para empezar de nuevo. El destino del ensayo es lo perfecto para que el público pueda, al poner en escena la obra, vivir la perfección de lo imperfecto o los escollos de lo sublime bueno. Un concierto es la suma de placeres del alma y los sentidos. Si su público alcanza esa armonía solo así podrá decir como Iahvé que lo hecho era bueno.

Así habló. El atrilero, con su miedo de incompetencias lleno, se bebía las palabras. Nada sabía qué hacer y no podía hacer nada. Solo hacer lo de siempre, contemplarla. Una palabra, que de su boca fuera, podría poner más lejos la distancia. Cerrar sus ojos de tan fuerte manera para verla con sus ojos del alma y alcanzar la dicha de que nada se interpusiera a su mirada. Solo ella, sola ella cubría todos los espacios de su alma y los deseos de su cuerpo como fogaje intenso que abrasa y lento y lento mata por esa carga de no poder mirarla ni tocarla. Esa amarga impotencia que da no ser nada. Ese dolor que da no poder nada y de nadie ser. Ese martirio, ese flagelo de no ser importante. Ser importante, musitó el atrilero, es que a uno lo llamen y le confiesen algo y algo pueda hacer uno para evitar de los males la angustia o la dicha y el placer encontrase. Si me viera mirarla ¿que pensaría de mi?, si me vieran mirarla ¿que pensarían de ella? ¿Que me diría ella, que me dirían sus ojos? ¿Como saberlo? ¿Cual mi destino? Sabía que así, sin que ella le dijera nada tenia la esperanza de que alguna vez podría alcanzarla. Pero ¿y si ella le hablara? Hasta sería posible que pudiera decirme, se puede ir, ya usted aquí no puede hacer mas nada. Y vuelto sobre sí, el atrilero se mantenía aferrado a esa contemplación de no dejarse ver ni verla con los ojos abiertos, sería, se decía el atrilero, como interrumpir la consagración cuando se ofrece el vino o gritar cuando el concierto alcanza la grandeza de su clímax y la razón cede su espacio al corazón y al alma.

Siga atento. Ahórrese palabras, sospecho que sus cuentos son los temas de ayer, propios son de los atrileros disueltos en las cosas que se sueltan en rezongos y los chismes de fila según a cada quien corresponde en la orquesta sus funciones y zafarme del ayer quiero por siempre. Mis presentes al mar los tomo del futuro y el verdor, el candor, el canto, el vuelo su grandeza radica en que me trae al hoy cuanto he de hacer mañana. Eso quiero. Del ayer quiero todo cuanto mañana es y por acá, por el tiempo del hoy temprano y sin tristuras pasa. Un suave viento recogía sus palabras y las lanzaba al cielo, el azul de la bóveda sonreía al escucharlas.

Aquí deténgase, ordenó como si marcara la entrada de un compás. Había calor húmedo que alimentaba el deseo de la llegada. Es un lugar anónimo porque vive colmado de tanta, tanta gente suele aprovecharse mejor para saber de uno, dijo como si afinara, si detenerse en nadie. Sin observar a nadie. Una vez la escuchó decir que lo mejor del músico es el momento de su afinamiento. Es su mayor momento de equilibrio entre al perfección del instrumento y la obra que ha llegado a sus manos. Si se pasa la prueba entonces logrará hacer llegar el mensaje del creador a su público, es cuando, así, adquiere valor su trabajo, jugar con la belleza ya creada y darla al otro recreada y desnudar su alma. Él la oyó así decir en un difícil ensayo de la séptima de Mahler como si extrajese las verdades de la noche y el despertar del alba.

Deténgase, dispuso. Aquí hemos de estar muy poco, precisó con ese gran talante cuando se tiene del mando la flexibilidad de la sabiduría. Se detuvo un instante como la misma pose que siempre asumía al subir al podio de dirección. Las multitudes de esta escala son como si reuniéramos una montaña inmensa de músicos sin manos, sordos y sin memoria. Pero nos sirven mucho para saber cuanto de ellos tenemos, quiero decir, agregó, saber cuanto de ellos nos falta y que nos sobra. Solo así sabemos más quien se es. Qué llevamos de ellos, qué dejamos. Levantó sus manos y extendidas al cielo se la oyó decir a solas consigo sin testigos, por aquí pasé, nada de ayer me queda solo lo que de ayer puede quedarme del amor la alegría que me guía para empezar mañana del amor el camino y escalar la montaña.

La mar tejía crepúsculos que orquestaban las olas mientras ella marcaba del tiempo sus compases. El atrilero se comía su silencio mientras mordía con rabia sus anhelos. Por instantes el atrilero robaba al horizonte una mirada y, tímida para que no la vieran, la posaba en ella. La veía radiante, su rostro se complacía al embrujo de la mar que la esperaba. A su lado el tiempo ni el espacio existían solo ella más bella que la mar antes que ella. El atrilero declamaba un poema sin palabras era ella el poema y ante ella no existe la palabra.

Tercer movimiento.

La mar, exclamó, hela aquí. Siempre abierta donde todas las magias se conjugan donde todos los espacios se realizan. Profundidades sin alcanzables simas. Montañas inmensas que hacen palidecer las más altas de la tierra. La grandeza sin par del tiburón y la humildad prístina de la sardina juntas están en perpetua armonía ajena, incomprensible al valorar del hombre, siempre torpe al intentar respuestas a lo sacro. La inmensidad de la ballena suena inútil al ojo y a la razón esquiva con su cortejo diminuto como si volaran semifusas distendidas tras una gran estrella que al horizonte llega a la mar sumergirse.

Guardó silencio, abrió su mano y distendió el poema. Que se lancen al mar que la mar nos espera. El mundo fue construido en fa mayor bien salido de las manos de Dios bien de un Big Bang naciera, mas ese fue su tono, el tono del comienzo, el que hizo posible la creación de las “mitologías y las cosmogonías y mucho antes que el tiempo se acuñara en días”, que verdad fue tal sentencia de Borges, “el mar, el siempre mar ya estaba y era “ poco importa como fue, como naciera, lo importante es la música que lo engendra e hizo su residencia en la mar, la mar su casa. Todo cuanto se diga inexplicable es, la grandeza del mar es inexpugnable, sólo el poema alcanza su belleza y la música es el alma que nutre la sublimidad de su imponencia.

Tenga, ordenó al atrilero, y entregó el poema. Léalo intensamente, cada palabra, cada sílaba es de música llena, suéltela al mar para que a la mar vuelva. Con suavidad se quitaba sus ropas. Temblaba el atrilero. Era como si descorriera la cortina del teatro para ver la escena. No pudo ser más bella. La había imaginado cada día, cada instante, todo cuanto sabía que bello era, eran sus inferencias de sus comparaciones con las diversas bellas que la escultura, la pintura, la música hizo perfectas. No abrigaba duda alguna. Más bella que Afrodita, se decía, y cerraba sus ojos y dentro muy dentro de su alma y sus deseos observaba la Maja desnuda de Goya, mucho mejor que su candor era ella. Aquellas eran testimonio de lo bueno y lo bello en silencio. Ella en cambio, lo sabia, era mejor que ellas, era música, en su forma perfecta. Era la perfección de la belleza. Ella estaba allí ante la mar mas bella, mas inmensa, mas de misterios plena. Como una sinfonía en construcción por los propios los dioses, o no, se corregía el atrilero, es ella, es su ser como es la que crea la grandeza de los dioses. El estaba seguro que así era. Sus manos temblaban. Ella lo observo por un instante. Tiembla usted. Exclamó para luego en su magistral sobriedad, con tal cuidado como si acariciara la razón y el poema, sin mucho ver en él, le habló mirando las distancias siempre ajenas de la mar. Es la grandeza de la mar la que hace palidecer a los débiles.

El atrilero se trago su silencio. Cómo decirle que su temblor tenía su centro en ella, que era su fuente, que su único miedo surgía del deseo de tocarla, de agarrarla y del pánico, del terror que sentía si ello ocurría y la colmara la justa ira que podría provocar su condena definitiva, que lo aventara muy lejos, muy, muy lejos de ella. Temblaba mas y mas y más temblaba…repetía la escena de la ira de Dios echando a Adán y a Eva del Paraíso, por querer conocer lo que vedado estaba. Solo que él siempre tuvo consciente de que si alguna vez ocasionara su ira y ella de sus espacios lo echara, ella es el único paraíso que el atrilero de él supiera, en lugar de vivir el castigo de la muerte que impuso Dios a los humanos por mentir, sería él quien ofreciera su vida a ella para lavar su crimen, para probarle la verdad, la verdad que es la entrega por amor, y así ella lo perdonaría y le sería luego sencillo olvidarlo y jamás sabría de él, ni siquiera le interesaría el haberse inmolado como simple cordero para ofrendarse y cubrir su ofensa, lavar su pecado. Limpiar su culpa, atinaba a pensar el atrilero, sería lo único bueno que a ella la dejara. Y lo único que sería único para ella que nadie más que él podría hacerlo. En eso, se decía, seré como los dioses, los poetas, los creadores. Son los únicos seres que hacen cosas únicas. Sería su obra maestra y única y hecha únicamente para ella. Ella podría tener su refugio, podría cobijarse en sus sombras. Recostarse a su Encina, posarse en una fuerte piedra como la iglesia se sostiene en Pedro; pero él sabía que nadie como él vivía por ella, ella su vida era y su existencia estaba allí bajos sus sombras a escondidas de ella y sin que ni las sombras lo supieran. Es el amor perfecto, se animaba. Así ama Dios, nos ama y está ahí sin que sepamos si es Él o son sus sombras. Sería, se consolaba, como siempre he sido, atrilero, y de los atrileros nadie sabe nada, solo que están ahí, que sirven para nada porque salvo detalles de obediencia cualquier otro lo puede hacer mejor. El era eso. Atrilero. Recordaba a raudo vuelo que cuando por alguna razón tenia que escribir algo para ella, acatando sus órdenes o sus disposiciones por necesidades de la orquesta, cauto se despedía siempre con dos letras, SA, Su Atrilero. Una vez, solo una, se identificó de otra manera, escribió, impulsado por quien sabe qué, por esas fuerzas del corazón y el alma, lejos de la razón, TA. Recordó que tuvo que mentir. Me equivoqué, debe usted perdonarme, Maestra, dijo. Es la costumbre que priva entre nosotros los de las filas de atrás de la orquesta, nos tuteamos. Un error, se me salió la confianza que los de atrás tenemos al tutearnos, todavía se avergonzaba. Se me escapó, se me salió y la tutee, Tu Atrilero, pero, se vino el lágrimas, cuanto de verdad estaba toda en esas dos letras, quiso jurarle, Te Amo.

Llora usted, se inquietó ella. No, replicó muy quedo el atrilero, es la brisa de la mar que nubló mis ojos y son sensibles al viento. Traen memorias de lejos con arenas de tiempos. Un, dos, tres sorbos de buen vino y llegó la calma encubierta en apetitos dionisiacos.

Cuarto movimiento

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