Opinión Nacional

Tamar

No tenía un nombre usual: Tamar, y se hurtaba de la relación con otras personas. Sólo vivía para atender a su hermano, Juan Pablo, inválido después de un accidente que todavía es objeto de investigación policial. Tenía el aire pensativo de quien está ausente, pero repentinamente cambiaba su expresión y se escuchaba una voz inquieta; en mitad del sosiego llegaban a tocarla vivas ideas de arrepentimiento que poco duraban. Era de espíritu victorioso, de enigmas suspendidos. A ella le gusta verse sola, desligada del mundo, y por contraste deseaba hablar del suceso que arruinó su vida. Pero más podía el temor que la obligaba a callar.

Al ocurrir el accidente de su hermano, sintió Tamar que se cumplía una fatalidad, y que era de ella la culpa. Y todo comenzó cuando apareció Julia en la vida del hermano inválido, con el deseo de poseerlo y desplazarla. Y era el mes de abril invadido por el aroma del espliego en el silencio de la casa, cerrada en un mutismo extático.

A veces ella reconstruye lo sucedido pero calla ante Julia. Supone que la novia de su hermano ha tenido intervención en el hecho que trastocó su vida tormentosa para hacerla hueca de pasiones.

Tamar sabía de las verdaderas razones del hecho que arruinó la salud de Juan Pablo, y nada decía: bastaba con la compasión y la espera. Y no había que decirlo porque ella tenía algo en su mente absorta que la conmovía y le causaba confusión. La educación religiosa recibida de la madre había adquirido en Tamar la gravedad y el ánimo sereno de los que han renunciado a la felicidad. Espiaba los menores estremecimientos de su conciencia en el empeño de no trasgredir las reglas de conducta de la casa. En el tiempo de la adolescencia Juan Pablo fue para ella hermano y héroe, compartían juegos y riesgos y se ocultaban para no develar las emociones descubiertas en libros y estampas. Una vez Juan Pablo leía de la Biblia el pasaje del Libro de los Reyes, en la historia de Amnón que narra la violación que cometió con su hermana Tamar. La coincidencia con su nombre produjo en ella curiosidad cuando encontró a Juan Pablo en la lectura del pasaje bíblico. Insistió muchas veces en ver el libro y nunca logró que su hermano se lo mostrase. Guardaba una duda sobre el sentido del acto de Juan Pablo. Tamar y Amnón no era sólo una coincidencia. Se decía que las Escrituras siempre tienen razón. El amor es un manantial de donde surgen todas las aflicciones: la indiferencia, al principio; el odio, después. Y ambos son el engaño y el deletreo de la carne. No se posee sino lo que no tenemos, y cuando lo poseemos se escapa. Deseo de posesión destructiva, cuerpo de sacrificio ante la imposibilidad de eludir sus embates.

El acercamiento entre ellos fue tomando rumbos inesperados. Juan Pablo se encerraba en su cuarto e imaginaba la soledad de Tamar al celebrar el rito solitario que lo acercaba a ella. (Se la imaginó más blanca que su propio ropaje de noche y ocupada completamente de Dios). Tamar lloraba de ansiedad, y con algo más que lágrimas humedecía las sábanas con el flujo incontenible de sus fantasías (Aquel corazón suyo se dilataba hasta el punto de llenar todo su ser. Atravesada por bruscos espasmos, con las rodillas juntas, permanecía replegada sobre aquel latido).

Buscaban pretextos para no estar juntos y al mismo tiempo sentían la atracción que finalmente los confundía en rubor y desasosiego. Era para la hermana el tiempo que precede a la adolescencia plena, y alimentaba su fantasía con símiles que podían parecer llenos de cursilería, pero los únicos que le daban alguna comprensión de su padecimiento. En todo colaboraba la obra de lecturas que todavía no decían para ella la áspera verdad de sus emociones, pero las avivaban. En las horas que dedicaba al cultivo de las plantas del jardín, imaginaba el combate de las raíces, el calor latente bajo el suelo, la lucha sin tregua de la pasión aun en la oscura morada de la tierra, y percibía en cada corola la voraz espera de la savia. Rezaba siempre cruzando sus palabras de perdón con arrebatos que la dejaban exhausta, cuando el temblor de su cuerpo desnudaba la culpa y el deseo insatisfecho. Fueron años de convivencia con un secreto que era deleite y vergüenza, y graves fueron los motivos de Tamar para ocultar lo sucedido a Juan Pablo. Se imponía a ambos el deber de guardar la pasión que era sólo de ellos. En la intimidad sentían tener toda la noche en las venas, adivinarse en las tinieblas para envolverse luego en la sensación de lo prohibido; sólo deseándose para sacudir el deseo de vivir. Todavía no salía de su silencio el ansia de una entrega sin contención. Y cuando el impulso de la atracción mutua salió del recinto de la obsesión, ya no se contuvo más; se sentían a salvo aunque eran conscientes de que podían herir prejuicios y quebrantar reglas. Nadie hubiese perdonado una trasgresión pecaminosa. La sensualidad asumía paso a paso su poder sagrado en el ambiente aislado de la casa, y los hermanos comenzaban a anudar sus lazos y a descubrirse con la mirada y con el tacto, cada día más hasta crear en ellos la ansiedad de la dependencia. Recordarán siempre aquel día en que fue interrumpido el ritual por la asombrada madre, la danza de los cuerpos en el oleaje de un calor lluvioso, sobre una hamaca que se mecía como no se mecen las hamacas… Eran todavía adolescentes cuando eso ocurrió, pero al quedar solos en la casa a la muerte de la madre, continuó por años la entrega deseada y delirante con la que parecían invocar dioses que desatan tragedias, demonios de la melancolía y el llamado de la muerte. Sus encuentros estaban cargados de vehemencia, y la voluptuosidad tocaba sus sentidos avivados con objetos que llevaron a la casa para crear sensaciones que estaban más allá de los límites de la continencia, y reproducían en cuadros vivos el amor pasional que dibujaban en el sombrío hogar. Restaba después el cansancio y la búsqueda del sosiego nunca logrado. Los amantes trataban desesperadamente de fusionarse en el éxtasis, pero caían en el infierno de la imposibilidad de amarse. Entre ellos se mantenía un combate áspero y perpetuo, el desafío de la seducción, y creían que buscaban el amor completo que implica el abandono de la individualidad y el dominio. Por momentos sentía Juan Pablo aborrecimiento contra su hermana, y Tamar se hallaba atada a una relación que había comenzado como pasión y reto pero ahora era un castigo a su libertad. Del placer pasaron al antagonismo y a veces los dominaba la ira, al no poder alcanzar paz ni satisfacción en la persecución del amor, cuando la pasión cedía y quedaba la soledad. Los gemidos de la sensualidad eran ahora lágrimas rencorosas y cargadas de celos, y el duelo por la pérdida otra forma de la lujuria.

Ya desde entonces Tamar guardaba cartas y fotografías, confesiones del amor que nadie podría ver. En un cofre de madera iba reuniendo las muestras de la pasión, y lo escondía en un rincón de su cuarto, para llevarlo luego a un lugar más seguro.

Luego llegó Julia con el título de novia para adueñarse de la voluntad y el deseo de Juan Pablo, y con Julia vino el distanciamiento entre los hermanos y la sorda rivalidad de Tamar.

Solitario en sus pensamientos para tratar de comprender la causa de su invalidez, caía Juan Pablo en ensimismamiento con el que evitaba responder a las preguntas de su prometida. Ya sabía por boca de Tamar de la existencia del cofre donde se guardaban fotografías de los hermanos y declaraciones pasionales, y trató de rescatarlo para destruir aquellos secretos. Julia lo supo también, quizás por confesión de Tamar, para quien aquellos objetos no eran culpas que purgar sino apasionada evocación del viejo deseo insatisfecho.

¿Fue Tamar la causante de la agresión? Quizás el miedo o los celos la llevaron a disparar sobre Juan Pablo el viejo revolver en el patio de la casa.

El color y aroma del espliego se extendieron en la vieja casona.

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