Opinión Nacional

Terrorismo y comunicación

Hugo Chávez se desliza vertiginosamente hacia el despotismo y la tiranía. Olvida, si es que alguna vez lo supo, la sabia verdad expresada por Saavedra Fajardo: “el poder absoluto es la tiranía: quien la procura, procura su ruina”. Cuanto mayor poder acumula, más frágiles y evanescentes se vuelven sus bases. Pues la tiranía conduce inexorablemente al terror. Y el terror a la indignación ciudadana. Que una vez desatado no deja piedra sobre piedra. Es la dialéctica del terror y el contra terror, del poder y el contrapoder que hoy amenaza a nuestro país con desatar los demonios. De cuya capacidad destructiva quien menos a salvo se encuentra es el propio presidente de la república. De no ponerle fin a tanta vesania, la suya y la de su entorno, su fin está cantado. Ni él ni nadie pueden anticipar la forma que ese fin pueda asumir. Que Dios, los hombres y los astros se confabulen para que el precio no sea oneroso para la sobrevivencia de la república.

A muy pocos le caben dudas acerca de la naturaleza despótica y tiránica en que ha desembocado el proyecto popular y democrático que lo catapultara al poder. Que el régimen ha asumido características dictatoriales y pretende desembocar en un sistema totalitario no requiere de sesudos análisis y discusiones semánticas. Como lo expresara con meridiana claridad el Alcalde Metropolitano en su más reciente comparecencia ante los medios de comunicación, “sólo las dictaduras amenazan a los medios”. Le sobra razón. La tiranía no soporta la crítica y aborrece, por ello, de los comunicadores y de los medios de comunicación. Desde el advenimiento de la modernidad, los medios y sus hacedores son el arma privilegiada de los pueblos en sus luchas por la libertad, la justicia y la igualdad. Amenazarlos, arrinconarlos, someterlos y destruirlos constituye el propósito vital de los tiranos.

Vana tarea. Salvo los escasos islotes dictatoriales que sobrevivieran a la caída del muro de Berlín y la desaparición del bloque soviético, las tiranías socialistas no lograron su propósito de eternizarse. Terminaron arrasadas por sus pueblos, liderados en la ocasión por dirigentes sindicales y religiosos, comunicadores y universitarios, trabajadores y amas de casa que supieron desafiar poderes esclerotizados y derruidos. El que hoy asoma sus garras en Venezuela, por primera vez desde la dictadura de Pérez Jiménez, es el terror al propio terror, el miedo del Poder reflejado en los espejos del propio Poder. El que al fin y al cabo desata los peores demonios del terrorismo de Estado. Que comienza como un terror puntual, contra éste a aquel medio, contra éste o aquel periodista y termina desbordándose primero contra las minorías más esclarecidas y luego contra pueblos enteros. Para terminar volviéndose con su terrible furia destructiva contra los hacederos del terror.

Se equivoca el presidente de la república si cree que cerrando Globovisión tiende un velo de oscuridad y silencio sobre sus miserias e iniquidades. Al contrario: acelera y precipita su caída. No habrá sido de su agrado que el ex presidente Néstor Kirchner se viera obligado a distanciarse de su gobierno: el poderío mediático argentino es tan influyente y formador de opinión como el de cualquier otra democracia. La solidaridad con Globovisión será automática y arrolladora. De efecto irreparable. Mañana se distanciarán los chilenos y brasileños, los uruguayos y los mexicanos. Por no hablar de los medios norteamericanos y europeos. Todos ellos están junto a Globovisión.

Como lo están junto a Nelson Bocaranda, agredido de manera brutal y desconsiderada por quien arrastra en su rostro desencajado el desprestigio de un régimen y una ejecutoria. Nada más grave para el gobierno que permitir los desmanes del joven Jorge Rodríguez. Sus antecedentes no son los más límpidos y dignos de encomio. Precisamente ahora, cuando el discurso presidencial demoniza la riqueza y propugna la desaparición del derecho ancestral a la propiedad privada. Amparar los desafueros del alcalde del municipio Libertador, cuyos bienes debieran ser sometidos a la más escrupulosa investigación de las autoridades competentes, tan celosas a la hora de perseguir a Manuel Rosales, justifica la sospecha del doble discurso.

Un síntoma más del grave daño que sufre la República.

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