Opinión Nacional

Un amor que se va…

Lo peor que le puede ocurrir a quienes están en el poder es no comprender su naturaleza. Nicolás y sus anexos no lo comprenden. Acá se ha sostenido que Chávez llegó a Miraflores en hombros de muchos ricos venezolanos, no de los pobres. Aprovechó con sinigual talento las debilidades coyunturales y estructurales de las élites venezolanas que al ver desgastados a AD, a Copei, a Carlos Andrés Pérez y a Rafael Caldera, y a eventuales relevos como el MAS y La Causa R, tomaron el camino de construir, apoyar, amamantar, acurrucar, a quien se les asomó en el radar. No entendieron la naturaleza de Chávez y por casi una década, desde 1992 cuando emergió del cuartel, lo alimentaron, pasearon, consintieron, hasta que ese primer «flaco» de la contemporaneidad engordó y tuvo colmillos suficientes para merendarse a la mayoría de sus adinerados autores.

¿Comprendió Chávez la naturaleza del poder? Asunto difícil de definir, pero cuando murió estaba en la cúspide de una victoria que, según los entendidos, es el mejor momento de abandonar el mundo de los vivos para convertirse en eterno, al menos, por ahora.

Chávez tuvo destrezas indudables. No dio cuartel a sus enemigos y solo recurrió al diálogo cuando estaba contra las cuerdas. En la mayor parte de las situaciones su contrincante, la oposición democrática, en vez de avanzar como él hacía cuando tenía ventaja, se sentaba en la mesa que el Comandante gustaba servir a su antojo, con sus pociones y elíxires somníferos. Chávez abandonó en 2002 los requiebros con la mayor parte de las élites que le permitieron llegar a Miraflores y se envolvió en el discurso sobre, hacia, y desde la pobrecía urbana. Nada de clase obrera, ni de trabajadores organizados; se volcó hacia la informalidad social, lo que antes se denominaba la «marginalidad», pero sobre todo con un subsector peculiar con el que llegó a una zona de complacencia, que fue el malandraje citadino, cuyo lenguaje Chávez tenía -o adoptó- con toda la procacidad de los guapos de esquina.

Sin embargo, no pudo construir nada. ¿Logros? Muchos en materia de destrucción institucional y creación de sectores sociales vinculados al Estado, como nunca antes, a través de las «misiones», pero nada de una institucionalidad alternativa. No fue un edificador o constructor, no dejó estructuras trascendentes, salvo la sustitución de las viejas élites políticas y económicas, por unas nuevas con algún elemento de reciclaje de los sectores más fermentados de historias antiguas. No es poca cosa; ni se intenta minimizar su impacto histórico. Sustituir a Gonzalo Barrios o Luis Beltrán Prieto, por Diosdado Cabello, o Arístides Calvani, Isidro Morales Paúl, Enrique Tejera París, por Elías Jaua, o Miguel Rodríguez y Ricardo Hausmann por Jorge Giordani, no es irrelevante, pero de todos modos es circunstancial. Chávez no produjo una obra que permanezca en la historia salvo, como se ha dicho, la masiva destrucción institucional.

Lo más trascendente de Chávez fue en la eficacia del disfraz democrático de su autoritarismo rampante. Logró dejar islas de competición electoral real, algunos municipios, gobernaciones, diputaciones, que fueron la coartada para el control fraudulento del lomito institucional, con la Presidencia de la República como trofeo indiscutible e indisputable. ¿Qué lo facilitó? La estrategia de ofensiva permanente, brutal, sin ningún escrúpulo moral que la detuviera. Chávez ejerció el poder con la fuerza y por esa razón solo se detuvo ante la fuerza, como en 1992 y en 2002; del resto no se frenó nunca, ni siquiera ante derrotas electorales: el referéndum constitucional que perdió, lo hizo papilla con leyes y con la reforma reeleccionista; las gobernaciones y alcaldías que perdió, las trituró con la creación de cargos, como lo evidencian Jacqueline Farías y Elías Jaua como reemplazos ilegales de Antonio Ledezma y Henrique Capriles.

Más que un maestro del poder, Chávez fue un maestro del miedo, necesario para el ejercicio autoritario del poder pero insuficiente para el hombre de Estado. Carente de principios, tenía el talento para saber dónde le apretaba el zapato. Podía ser marxista y cristiano, cultor de la tercera vía o de la quinta si se presentaba el caso; encantador en el tú-a-tú era capaz de mentir sin que se le moviera el músculo del arrepentimiento o la vergüenza. Fue diestro en el manejo del miedo que, lubricado con petróleo, funcionaba casi sin chirridos. Logró simbolizar las hambres retrasadas de quienes se cansaron de vivir en las orillas del antiguo régimen. Puede que no haya entendido la naturaleza del poder, pero sí las debilidades de las élites que derrumbó y de las que creó.

LA SUCESIÓN.

Maduro intenta replicar la estrategia de Chávez, y se ha quedado con el esqueleto de esa estrategia pero sin los músculos y la piel. Lanza la jauría policial y militar, los «colectivos» y los perros de presa del sistema judicial, pero no logra convertir el terror en fortaleza propia. Las ofensivas de Chávez semejaban el avance de un ejército victorioso; las de Maduro son la desbandada de un ejército derrotado que aplica la violencia y quema casas, levanta alcantarillas y destruye el equipamiento en la medida en que se retira.

Maduro toca la vena del gusto a empresarios ávidos de dólares y cree que los coopta, atrae o somete. Nada de eso. Han de tragar sapos vivos para mantener sus negocios pero no le comunican un ápice de legitimidad al hombre que vegeta en Miraflores. Reaccionan como el siervo sometido a la espera del momento del motín. Toda esa historieta de magnicidios, golpes de estado y conspiraciones atribuidas a la oposición, no es mas que la simulación indispensable para darle razones a la represión.

Los «locos», según la autoinculpación de Cabello, se han quedado al mando, por cierto, con este personaje en la sala de máquinas tocando todos los botones. Éstos sí es verdad que carecen del sentido del poder, aunque han desarrollado el de la represión, con el grave peligro que confunden ambos. No es lo mismo mandar a dar unos planazos que lograr una alianza; no es lo mismo allanar a Mardo que explorar algún entendimiento -regularización de la guerra- con la oposición. No es lo mismo buscar legitimidad que ejercer el terror.

Nicolás se ha lanzado por la pendiente represiva pero en esa misma medida su problema de legitimidad aumenta. No importa que los diarios y las televisoras lo llamen «presidente», cosa irrelevante si de salvar el pellejo se trata. Carece de sentido del poder, no sabe que es una filigrana que se construye a diario, que mas que una mandarria es un tejido, que mas que un diktat es una persuasión. Cada vez más parece que su salida constitucional del poder es una posibilidad a la que el propio Nicolás dedica un camión de ganas.

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