Opinión Nacional

Un convulsionado país ante decisiones trascendentes

La agitada situación de Venezuela obliga a un análisis objetivo y ponderado de los últimos acontecimientos, con el fin de señalar los aciertos y errores cometidos, separar los hechos de los rumores y medias verdades, y discriminar entre deseos parcializados de las verdaderas necesidades del país en estos momentos difíciles. A simple vista, y después de los acontecimientos, todo indica que la crisis institucional de abril no fue sino una simple rebatiña de intereses mezquinos, muestras oportunistas de lealtades y ambiciones poco realistas, mientras las mayorías anhelaban un cambio profundo y una culminación de las tensiones, para así iniciar con buen pie un período más armonioso y progresista.

Ante la evidente intransigencia y agresividad tanto del gobierno como de la disgregada oposición desde hace medio año, y la escasa sinceridad de sus respectivos llamados al diálogo constructivo, quizás hacía falta el traumático sacudón del mes pasado para hacer reaccionar a las autoridades y dirigentes de ambos bandos, y así obligarlos a evaluar en forma honesta la limitada gobernabilidad y la visible inestabilidad que vive el país, para apreciar así el enfoque poco conveniente de ambos lados, que ha conducido a una confrontación permanente entre ambas posturas. Ante todo, a la luz de la multitudinaria manifestación opositora del 11-A, ya no se puede ocultar el descontento de un gran contingente de ciudadanos, que representan muchos sectores importantes del país, tales como el empresarial y laboral, los medios y los intelectuales, los partidos no oficialistas y la jerarquía eclesiástica, muchas organizaciones no gubernamentales, y finalmente la sufrida clase media/profesional, que es la que mueve la actividad económica del país. Se necesitaba un cambio y la marcha lo estaba promoviendo, aunque luego haya sido distorsionado por los desaciertos posteriores del “gobierno provisional”, que demostró en pocas horas una clara inclinación derechista y un estilo excluyente que fue rectificado parcial y torpemente a destiempo.

Los medios cumplieron efectivamente su labor informativa y orientadora, aunque se hayan parcializado a veces por posiciones opositoras radicales y hayan sido afectadas por interpretaciones personales e intereses políticos reñidos con la objetividad. Curiosamente, los medios internacionales fueron más objetivos que los locales, al dar una visión más ponderada de los hechos y hacernos enterar de lo que estaba pasando entre bastidores. Sin embargo hay que reconocer que en algunas ocasiones- los medios han sido silenciados desde ambas partes con propósitos contrarios a la libertad de información y expresión. También es evidente que –sin que haya habido una censura abierta— la intimidación a sufrida por algunas sedes de periódicos y televisoras, así como muchos periodistas que ejercían su labor informativa– es equivalente a una censura velada y algo claramente indeseable en un régimen democrático que dice apoyarse en los derechos civiles consagrados en la Constitución.

Un indicio preocupante es la visible agresividad de grupos irregulares y antidemocráticos en el panorama nacional, que operan al margen de las instituciones y leyes, y que tienen un apoyo palpable de parte de autoridades gubernamentales a todo nivel, tanto nacional como regional y municipal, a pesar de que éstas lo nieguen repetidamente aún en vista del patrocinio presupuestario anunciado por el Ejecutivo. Con esa complicidad y permisividad se está ignorando abiertamente la representación popular de los partidos y las ONG, así como la autoridad de los poderes públicos que deberían ejercer la defensa de las leyes y los derechos ciudadanos, (especialmente los cuerpos de seguridad del estado). Esos grupos anárquicos y sin aparente liderazgo apuntan a la confusión y la violencia como métodos para lograr objetivos oscuros, que seguramente no son compartidos por las mayorías y no han sido el producto de consultas democráticas. Recuerdan a veces los métodos usados por grupos de choque de partidos como el nazista y fascista en la Europa de la anteguerra, o en la Argentina peronista y el Haití de los Duvalier.

La impunidad con que funcionan estos grupos irregulares y armados apunta hacia la irrelevancia de las instituciones legales, y se puede llegar al punto que un grupo pequeño de inconformes lleguen a imponer reglas fuera de los canales regulares y producir cambios mediante el ejercicio de la violencia, estableciendo un estado de terror e intimidación que conducirán eventualmente a la ingobernabilidad y la anarquía, como ha sucedido en otros países. Este es quizás el problema más agudo que preocupa al país después del trauma vivido a mediados de abril, y es lamentable que se siga defendiendo a ultranza su conducta desde los más altos niveles a la luz de los sangrientos hechos de Abril y las escaramuzas cotidianas en diversos sitios públicos de las principales ciudades. La dirigencia dedicada de su organización y financiamiento debería reflexionar seriamente sobre estos aspectos, o asumir su responsabilidad sobre las consecuencias de sus hechos, que no auguran nada bueno para el acontecer nacional.

Otro hecho importante resaltado por los acontecimientos de Abril es la ausencia de un equilibrio de poderes públicos, ante la parcialidad expresada en instituciones que supuestamente deberían sancionar los delitos y proteger los derechos de la ciudadanía, tales como la Fiscalía, la Contraloría, la Defensoría, el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo de Justicia. En cuanto a la Asamblea Nacional — que en una democracia cabal debería ser el contrapeso político ideal del poder ejecutivo– se ha demostrado que sus decisiones están demasiado parcializadas debido al excesivo peso de la mayoría oficialista, y aunque en una democracia es perfectamente válido según las reglas del juego, es claramente inconveniente en este momento por la ausencia de pensamiento crítico y autonomía política de parte de los representantes de los partidos de gobierno. Esta apreciación se hace patente máxime cuando a los tres años del actual régimen, se ha erosionado la popularidad de la corriente oficialista y gran parte de las fuerzas vivas perciben que ya no hay una representación equitativa de las distintas tendencias en el Parlamento, donde la oposición podría tener pronto la mayoría de hacerse una nueva consulta popular.

En base ha esta percepción, y con el criterio de que una verificación de estas tendencias mediante el voto popular podría desactivar los focos de insatisfacción y anarquía, se hace muy conveniente una convocatoria a un referéndum consultivo en un plazo prudencial, que dilucidara las dudas que existen sobre el apoyo real de la población a la gestión gubernamental. Una alternativa más factible e inmediata se presentaría si se perdiera la mayoría oficialista en la Asamblea Nacional, de modo que se convirtiera en un cuerpo verdaderamente representativo que serviría de ente de vigilancia ante cualquier desacierto y abuso del Ejecutivo. Y siendo la AN el ente que nombra o confirma a los funcionarios de los demás poderes públicos, se propiciaría la gobernabilidad y la confianza que tanto necesita el país para reactivar la economía y restablecer la tranquilidad ciudadana.

De lograrse el consenso hacia un referéndum consultivo, se requerirá prerrequisito de la presencia de un renovado Consejo Nacional Electoral, monitoreado por organismos internacionales, para que el resultado sea realmente valedero y confiable. Un resultado favorable al gobierno, permitiría que éste pudiera implementar con paso más firme las reformas y rectificaciones que ha ofrecido después del evidente “campanazo” recibido en abril. Y si se comprobara un resultado adverso al oficialismo, lo prudente es una inmediata convocatoria a elecciones, aunque se limiten en principio a los cruciales comicios parlamentarios, cuyos resultados luego condicionan el estilo y la conducta del resto de los poderes. Incidentalmente, es lo que se acostumbra en las democracias europeas cuando se percibe –mediante encuestas preliminares o algún voto de censura en el Parlamento— que el gobierno ya no tiene una mayoría evidente y que se necesita re-legitimarlo para mantener una conveniente gobernabilidad.

En estos momentos, un referéndum consultivo solicitado por el ejecutivo o la misma AN sería una prueba palpable de vocación democrática, para así comprobar que los poderes máximos se someten al dictamen de los electores en lugar de insistir a ultranza en su legitimidad, producto de pasadas elecciones en circunstancias muy peculiares. Debe comprenderse que si la legalidad se sanciona con el voto, la legitimidad hay que merecerla y debe actualizarse a menudo para que la democracia sea un ejercicio activo y no una práctica simplemente legalista. Más importante aún para la tranquilidad ciudadana, si la iniciativa proviene del sector oficialista, sus resultados serían respetados más fácilmente por el sector popular, sin generar mayores sobresaltos que si el referéndum fuera solicitado por la oposición, por lo que se consideraría una muestra de buena voluntad de parte del gobierno en pro de una solución civilista y pacífica al actual impasse.

Se ha demostrado que los eventos de la segunda semana de abril, con un fugaz gobierno provisional que evidenció importantes desaciertos en sus primeras actuaciones, no es la manera idónea para conducir a la calma y al trabajo, pues ha cometido serios errores al desconocer el origen democrático de algunos poderes, como la legislatura nacional, las gobernaciones y las alcaldías, que no podrían ser nombradas a dedo atendiendo a una simple “acta constitutiva”, repitiendo así arbitrariedades que antes se le criticaban a gobiernos legalmente constituídos. Asimismo, en esa primera junta cívico-militar no estaban representados todos los sectores de la sociedad, aunque se mostró cierta intención de lograr esa representatividad mediante un posterior Consejo Consultivo, que trae recuerdos del fallido Grupo de los Notables de anteriores crisis políticas (1992-93), cuyas recomendaciones nunca fueron tomadas en cuenta, conduciendo así a las crisis político-militares posteriores que todos conocemos.

También se evidenció la impopularidad de la tendencia capitalista y derechista en el gabinete nombrado apresuradamente el 12 de Abril, en una actitud claramente anacrónica aún en el mundo post guerra fría, mundo que se aleja de los extremos a la luz de ciertas negativas experiencias del siglo XX, lo cual augura una mayor presencia de grupos centristas –con leve tendencia a izquierda o derecha- en los futuros gobiernos del país. E igualmente, la ausencia de representantes del grupo sindical y sectores populares, también dejó cierto sabor amargo y promovió el descontento que luego se formalizó en las protestas callejeras, aunque está claro que estas últimas tenían una clara tendencia oficialista y obedecían a un plan para la retoma del poder. Por la poca participación de otros sectores de la población, no estaba evidenciando un mayoritario descontento popular o exigiendo el “retorno a la democracia”, sistema que recientemente no ha respondido a la definición usual de ese sistema, máxime a la luz del autoritarismo y parcialidad evidenciado por poderes públicos totalmente sujetos a la corriente oficialista.

Pero el mismo hecho de los saqueos y destrozos que sufrió el comercio y los medios en Caracas, indica una tendencia populista y oportunista del gobierno, que no ha podido ni querido controlar los desmanes para así congraciarse con un supuesto “apoyo popular”, que no debería haberse demostrado a través de la violencia y el pillaje. Existe una abierta percepción de que la gran mayoría desea paz y tranquilidad y no actos abusivos o vandálicos, pero la inercia gubernamental y su escasa transparencia en casos de corrupción, conspiran contra un regreso a la normalidad y reconstrucción de un país estancado en el campo económico y que afronta serias crisis fiscales en el futuro inmediato. El hecho de que estos grupos anárquicos se aprovechan de la confusión y la falta de autoridad para satisfacer algunas necesidades básicas también es un indicio de que no se ha hecho mucho para reducir la pobreza y que hay muchas familias impacientes que sólo quieren un sustento digno y menos politiquería. No se va al mercado sólo con leyes o decretos de tinte meramente ideológico y un confuso proyecto “revolucionario” que no acaba de definirse, parece ser el mensaje de estos sectores insatisfechos, que no conocen mejores maneras de asegurar su supervivencia que mediante la violencia y el robo.

Asimismo, se ha comprobado que un proyecto tildado de “revolucionario” no sería el mejor camino para asegurar una mejoría de la calidad de vida a corto plazo, pues está visto que todas las revoluciones –recientes y pasadas- sólo han servido para otorgar privilegios a una nueva clase dominante, sin que las clases populares se hayan beneficiado en dichos procesos, siempre traumáticos y que le imponen abusivamente al país afectado un retroceso en todos los sentidos, tanto político y económico como social y cultural. La prueba de esta aseveración puede verse al examinar la historia del siglo XX, donde ni las revoluciones comunistas ni las fascistas, y menos las fundamentalistas de orientación islámica, han podido mostrar logros fehacientes en pro de las mayorías. Quizás la única que ha tenido una evolución positiva ha sido la revolución china, en principio comunista y luego con una clara tendencia capitalista, pero a un terrible costo de millones de muertes y la ausencia de muchos derechos civiles y humanos, algo que sería impensable hoy día en vista de la vigilancia de organizaciones internacionales, la emergencia de grupos defensores de dichos derechos y la aceptación generalizada de la democracia como sistema de gobierno.

En Venezuela, el gran problema es que –a pesar de las aparentes buenas intenciones del bando oficialista- parece que todo es una continuación de pasadas tendencias y sólo se ha producido un cambio nominal de funcionarios, con los usuales políticos oportunistas que buscan aprovecharse de la situación. Los nuevos gobernantes parecen no prever las consecuencias de su orientación populista o actos improvisados, claramente improductivos en un país que requiere de tranquilidad para reactivar su economía, o al menos estabilizarla, de modo que las mayorías desfavorecidas puedan tener acceso a un mínimo de bienestar. Por otra parte existe una mayoría de funcionarios que no pueden -por falta de capacidad o recursos– planificar y ofrecer una eficiencia razonable, para que la administración pública empiecen a marchar mejor y no entorpezca la iniciativa privada. Y en medio de estas realidades, existe también muchos especuladores que empeoran las cosas tratando de pescar en río revuelto, manteniendo precios abusivos y servicios fuera del alcance de las mayorías, todo lo cual conspira contra la creación de un país estable, próspero y –especialmente- con cierto grado de justicia social.

Se debe estar consciente que dicha justicia, ansiada por la gran mayoría, no se puede lograr mediante la repartición caprichosa de los escasos recursos gubernamentales, o de la quiebra de los sectores empresariales, sino con el trabajo constructivo y la actuación eficiente de instituciones que garanticen la educación, la salud y la seguridad, así como de inversiones que promuevan una mayor actividad económica, necesaria para generar el empleo que permite la subsistencia digna de las familias de los sectores empobrecidos. La conclusión lógica es que sólo cuando cada sector político, económico, laboral y comunitario termine de exigir privilegios y beneficios inmerecidos para sí misma, y empiece a apuntar al bienestar colectivo, es cuando empezaremos a caminar en la senda correcta hacia un justo bienestar para todos.

Para lograr estos fines, es necesario –ante todo– recuperar la gobernabilidad y la confianza, y en esto la mayor responsabilidad recae en los sectores políticos, y mayormente en el gobierno central, que no ha sido capaz en más de tres años de conciliar las distintas exigencias y armonizar las tendencias ideológicas para conseguir un relativo progreso en la calidad de vida. Es una realidad incontestable que esta calidad se ha reducido notablemente en la última década, y especialmente en los últimos años, por toda una serie de causas y factores que indican una virtual escasez de valores cónsonos con las necesidades de la ciudadanía y el momento que vive el país, sean éstos de tipo ético o los conducentes a la productividad. Lamentablemente se ignora este punto en cualquier plan de gobierno, de modo que los planes –sin el respaldo de una burocracia eficiente y honesta-terminan siendo simples ejercicios académicos diseñados por teóricos o ideólogos con muchas ilusiones pero sin un basamento realista.

El país debe reconocer las realidades en un mundo que se globaliza e interrelaciona para lograr mayores niveles de intercambio comercial y productividad industrial, mediante las buenas relaciones entre estados, un equilibrio y diálogo entre las tendencias ideológicas, reglas claras de intercambio de bienes y servicios, la ausencia de especulación financiera o comercial, y –finalmente- una clara disposición a prevenir el aumento de la pobreza, algo que no es evidente en las políticas practicas hasta la fecha. Esto puede lograrse mediante una asistencia social oportuna pero sin el paternalismo estatal que produce dependencia e inercia, y que sólo alivia de manera efímera sus situaciones sin mejorarlas a largo plazo. Hay que reducir o erradicar cuanto antes la demagogia, la corrupción, el oportunismo político, la irresponsabilidad empresarial y sindical, la apatía comunitaria e individual, inculcando mediante la educación, la prédica y el ejemplo un conjunto de valores conducentes a la integridad, productividad y justicia, para llevar a cabo una verdadera “revolución de los valores”, la única que tendría una alta probabilidad de ser efectiva para el desarrollo armónico del país. Sin embargo, esto toma tiempo, por lo que sólo en una o dos generaciones empezaríamos a cosechar beneficios, siempre si empezamos desde ahora.

Los diversos liderazgos, sean gubernamentales o comunitarios, privados o públicos, religiosos o intelectuales, deberían ir adoptando progresivamente toda una serie de valores positivos, si realmente se preocupan por sus seguidores o grupos afines. Entre todos éstos, debe estar en primer plano valores como la capacidad, la responsabilidad, la integridad, el respeto, la perseverancia, la cooperación, la participación, la productividad, la lealtad y el optimismo. Obviamente los antivalores que se oponen a éstos deben minimizarse o desecharse, para tener una situación de sinergia junto con la maximización de valores positivos. Estamos hablando de ir erradicando la ignorancia y mediocridad, la irresponsabilidad e impunidad, la viveza y la corrupción, el abuso y la intolerancia, el desaliento y la dejadez, la apatía y la indiferencia, el fracaso y la ineficiencia , la deslealtad y el pesimismo. Todos los sectores deben darse cuenta que sin la práctica de valores adecuados no será posible resolver los grandes problemas nacionales –cuya descarnada realidad se ha hecho patente con las últimas confrontaciones– el creciente estancamiento económico el aumento de la pobreza. En pocas palabras, menos política y más trabajo constructivo.

Si el colectivo nacional desea realmente ponerle fin a la polarización y dirigirse hacia objetivos comunes, aceptando el reto que enfrenta después de la violencia que vivió en abril, va a necesitar no sólo reflexiones profundas de parte de sus líderes oficialistas y opositores, sino también de una ciudadanía más alerta de los vaivenes de la política y presto a reaccionar cuando su bienestar se ve afectado por la turbulencia social. Algo que –en medio de tantos sinsabores recientes— parece estar lográndose progresivamente, al presencial la súbita emergencia de nuevos liderazgos dentro de la sociedad civil, que está sustituyendo gradualmente al desgastado estamento político anterior y actual, lleno de inmadurez, rencores y odios, y que –objetivamente hablando- ha sido el que nos ha conducido a la traumáticos eventos recientes, con todas sus amargas consecuencias y lecciones para el devenir nacional y de las que deberíamos aprender en forma consciente y constructiva. El país no puede darse el lujo de permitir que la polítiquería vaya destruyendo progresivamente al país –como lo ha estado haciendo en las décadas pasadas– y sólo la actuación responsable, enérgica y oportuna de la ciudadanía lo puede impedir.

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