Opinión Nacional

Un día el destino pareció sonreír

Los años pasaron sin pausa uno tras otro y las necesidades no habían desaparecido totalmente, sino que se renovaron al casarse las parejas. Fue así como, al igual que la felicidad, tardó el arribo de la solvencia. Empero, casi todo cambió con el transcurrir del tiempo porque Alfonsina y Segundo se encaminaron hacia una coyuntura que se ofreció escasa de bondades presentes, pero abundante de buenos augurios.

Se percibió esa perspectiva debido a la aparición de un inexplorado escenario geográfico que hizo desaparecer del contorno de sus existencias el perenne paisaje constituido por arreos de asnos remolones en lontananza tascando yerbajos y como representación de un fatalismo resignado que les caló de desesperanza el alma, pero que se disolvió para siempre por la suerte de un suceso fenomenal que les amplió la panorámica del porvenir.

Ocurrió el catorce de diciembre de 1922 cuando el persistente golpeteo de una barra de hierro con un extremo cortante desguazador de lajas rocosas y capas de barro endurecido de la corteza terrestre, provocó una suave vibración en la superficie que lentamente se fue acentuando sobre el suelo y creció en un bramido que removía la estructura de madera, el equipo mecánico y el lugar donde sudados estaban los hombres en pie de faena y en medio de un calor infernal.

La intensidad del estremecimiento los hizo presentir un volcán intentando abrir la boca para hacer un cráter y dar lugar a una erupción raudal. Ese temor provocó que los obreros dejaran la tosca tarea de perforación en el instante cuando, por el hoyo que abría la barrena, cerca de sus pies y en el centro del punto donde formaban rueda de trabajo, se filtró un vaho caluroso y silbante cuya potencia y hedor ventoso anunció una explosión que los alejó presurosos.

Se oyó de seguidas un sordo ruido soterrado y el disparo una piedra grande que reventó en pedazos la corona de tablas de la cabria -un andamio con forma de torre compuesta de tablones que se entretejen- y apagó las melancólicas bombillas que medio alumbraban el sitio para permitir el trabajo nocturno durante indetenibles jornadas de veinticuatro horas diarias distribuidas en dos cuadrillas de doce horas de faena. El disparo los puso correr de nuevo para colocarse a más distancia y guarecerse de los pedruscos que impulsaba aquel cañón de gas y viento a presión incrustado en la entraña del suelo.

Eran exactamente las cuatro y treinta de la madrugada y por la oscuridad todavía dominante resultaba inapreciable la exacta dimensión de cada piedra y el curso que seguía, pero se escuchaba el uummm del aire desplazado y el zuas del desguazo al penetrar en el follaje de los árboles cuyas ramas crujían por el golpe de las piedras al descender, dando idea de la magnitud de cada peña que a la vez provocaba el gorjeo escandaloso de guacamayos, loros, arrendajos y de otras aves que, al despertar espantados, arrancaban en vuelo apresurado antes del asomo de la luz del día.

Tenue, una garúa tibia empezó a salpicar a los trabajadores, los alejó más todavía porque arreciaba, y después de un estruendo que jamás habían oído y que sonó como eructo de un dinosaurio, saltó al aire un chorro firme que ascendió lento pero persistente y con el resplandor anaranjado del alba se dibujó erguido en el brumoso horizonte de esa mañana.

Con los minutos el chorro tomó mayor fuerza e hizo distanciarlos mucho más allá de la hectárea de resguardo de la parcela, delimitada por una baranda de estacas de madera y tres pelos de alambre de púas. Luego ascendieron un altozano que ondulaba la topografía plana del lugar, desde donde, con la claridad refulgente en su esplendor, apreciaban bastante mejor la imponente perspectiva del pozo Grasosos 2 y sus inmediaciones forestales constituyentes de una inusitada panorámica de fotografía.

Se alejaron hasta el lugar donde estaban para evitar los alcanzase la anegación del líquido lúbrico y caliente que culebreando abrió senderos entre los matorrales del bosquecillo del contorno y era la más clara prueba de que los inmigrantes de la British Oil Company (BOC), habían hallado petróleo.

La diferencia con otros hallazgos estuvo en que lo encontraron en cantidades antes nunca vistas, pues siempre se ha sabido que al hidrocarburo se le conocía desde tiempos fluyente en los borboritos de los menes que afloran una espesa grasa negra, semejante a oscuras costras supurantes, dispuestas en matorrales del contorno de la cuenca de la laguna grande.

Otrora al petróleo se le recogió fácil mediante pedazos de tela que se desplegaban sobre los rezumaderos. A las telas posteriormente se les exprimía para escurrirles el líquido y acumularlo. Usando ese método de recuperación y hacia el año 1825, casi un siglo antes del acontecer del Grasosos 2, al líquido mineral se le acumulaba en la costa del sureste de la región y se le exportaba con el sugestivo nombre de “Aceite de Colombia, bueno para alumbrar”, pero nunca se le vio, como ahora, en un chorro pegado, ancho y alto asemejando una gigantesca manguera que regaba desde el suelo y en dirección del cielo y llegaba tan arriba que se le podía ver desde Punta Hicotea, en Las Copaibas por el noreste, y desde la humildad de una ranchería fabricada de palmas de coco donde se aposentaban, a la media distancia y hacia el sur en la costa, los pescadores artesanales de Punta Gruesa. Allí, los cayucos mecidos perezosamente por las ondas de la playa amanecieron iluminados aquella mañana por una luz iridiscente que surgió del salpique de la sustancia grasienta sobre las aguas todavía virginales de la laguna grande, y formó un nítido arco iris que como señal de misericordia de Dios se elevó al espacio.

Nueve días después de aquel reventón, la vena continuaba siendo un destapado manadero de aceite, y en la villa La Montañita se dispuso de bombas de succión para absorberlo, y de calderas para calentarlo y subirlo a la plataforma portátil emplazada en la ribera de la laguna grande. El próximo paso fue embarcarlo en pequeños buques que lo conducían hasta un puerto holandés de aguas profundas en una isla de Sotavento en el mar Caribe y que fue famosa por la trata de seres humanos. Desde ese puerto al petróleo se le transportó mar afuera a lejanas y florecientes ciudades del Norte donde comenzó a usársele en rejuvenecimientos viales al convertirlo en el betún que lustró calles inicialmente trazadas con una base de piedra o de arcilla apisonada y que después se les fortaleció y pulió con la brillantez que les imprime la textura del asfalto derivado de esa negra ebullición que parecía provenir del magma.

Manaba la tierra y estaba allí el grupo de labor, en las proximidades del lugar donde el reventón se produjo, acompañando a mister George Brake, el jefe de perforación de BOC, cuando llegó un criollo de apellido Arrieta, un lugareño que vivía en la cruzada de La Montañita, yendo para La Salina, que era vasallo de San Benito, y pidió que se le dijera al señor Brake que quieren se les dé permiso para ir al taladro a detener el chorro de petróleo. Brake, que lo oyó y entendió, comentó en voz baja y en inglés al curazoleño Samuel Smith, uno de los miembros de la cuadrilla y traductor oficial: “esos carajos están locos”.

Se le dijo entonces a Arrieta que Brake consideraba que eso era imposible, que si se metían hacia dentro del sitio no saldrían más nunca ni San Benito ni ellos, que no fueran a intentarlo. Pero Arrieta insistió y pidió a Smith que le dijera al musiú que no era imposible, que el santo negro apaciguaba el pozo. Brake advirtió que la compañía no respondía por daños y perjuicios y que iban por cuenta de ellos.

—Perfectamente, respondió Arrieta, vamos por cuenta nuestra.

Arrieta y el grupo de siete tamboreros y un flautista penetraron con su música por el caserío El Cardonal, buscaron Pueblo Nuevo para seguir hacia el pozo, pero viendo que no podían llegar hasta las cercanías del lugar porque todo estaba empegostado de petróleo que en sectores se desplazaba caliente, tocaron allí mismo, bañaban a San Benito con el entibiado fluido residual y sonaban los cueros cuando, súbitamente, el pozo cesó y dejó de lanzar crudo al aire.

A los segundos de superar la impresión que el desvanecimiento de la columna líquida les causó, por orden de George Brake la compañía decidió pagar todos los daños y montó a los chimbangleros una fiesta pública en La Rosa, en el patio posterior de la tienda de un bodeguero de nombre Abraham Perozo.

De ese modo y a partir de esa madrugada de diciembre del año veintidós del siglo veinte cuando el pozo reventó, el panorama cambió para todos en procesos y magnitudes jamás imaginados. Sobre todo para quienes se propusieron penetrar el disperso bosque pantanoso y dominarlo.

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