Opinión Nacional

Un estimulante somnífero

La primera responsabilidad de todo gobierno es defender la vida de los ciudadanos. Toda otra tarea, toda –léase bien- es secundaria. Y entre las secundarias más próximas a esa responsabilidad fundamental se encuentra la de defender los bienes de las personas.

Esta verdad, que suena a pleonasmo, pareciera ponerse en duda cada domingo por quien ocupa la presidencia de la república y por quienes en los diferentes poderes públicos siguen sus lineamientos.

Quienes han tenido la paciencia masoquista de permanecer atentos a cuanta palabra deja caer Chávez en su maratónico show, han registrado la casi nula presencia del tema de la inseguridad ciudadana. No se nombra la palabra inseguridad ni las otras que la alimentan como secuestro, asesinato y robo. Para el caudillo no es una prioridad que el gobierno resguarde las vidas y mucho menos los bienes de quienes moran en esta Tierra de Gracia.

Si a favor de la discusión obviáramos el discurso sembrador de odio y resentimiento que nuestro empleado mayor profiere con tanta saña, habría que investigar las otras causas de tanto desborde hamponil, de tanta impunidad, de tanta desfachatez de la delincuencia.

Porque los últimos desgraciados acontecimientos –que sólo son la punta del inmenso iceberg de la inseguridad- indican que entre quienes cometen delitos existe una gran confianza en que no serán castigados. La forma como la delincuencia lleva a cabo asesinatos, secuestros y atracos deja ver que la impunidad reinante ha sido un estímulo para el aumento de sus actividades.

El secuestro y posterior asesinato de Filipo Sindoni, dueño de diversas empresas del ramo alimenticio y del sector de las comunicaciones, personaje con relaciones en todos los sectores, apreciado por la comunidad maracayera como creador de iniciativas filantrópicas, habla de esa impudicia. Que a un empresario de tanta prominencia mediática, dueño de un periódico y una televisora, lo hayan plagiado y luego ultimado demuestra que los malandros creen que pueden cometer cualquier fechoría sin ser apresados. O que si son descubiertos y puestos a la orden de los tribunales, la probabilidad de evadir las penas que fijan los códigos es muy alta.

En el caso de los niños Faddoul y de su chofer, el señor Rivas, se repite el desparpajo. Como también en el asesinato del periodista del diario El Mundo, Jorge Aguirre, quien consiguió la muerte de manos de un motorizado que se identificó como “la autoridad”.

A la impunidad se suma la perversión de las policías. Y es que en todos esos casos está implicada la autoridad policial: antiguos o actuales funcionarios de la Guardia Nacional y las policías locales y regionales han sido mencionados como responsables de estos horrendos asesinatos. Después de siete años de revolución bonita los cuerpos policiales no han limitado su proceso de putrefacción, sino que se encuentran peor.

Ahora, como para confirmar el total deterioro del sistema, el fiscal general, el poetastro Isaías, la emprende contra la Iglesia católica venezolana aprovechando la circunstancia lamentable de la muerte de un sacerdote. Todas las frases que ha hilvanado están llenas de insidia. Burdas mentiras -ya reconocidas en parte- que denotan la intención de arrinconar a los obispos y ponerlos una vez más a la defensiva en una de las tantas afrentas que han recibido del régimen.

Según el hombre del “liquiliqui de lirios” se pudiera colegir que el padre Piñango se merecía esa muerte. Así lo estableció al decir que “hizo cosas que lo llevaron a esa muerte”. Es decir, que él -fiscal general de la república- considera que su deber es defender la ley en algunos casos y en otros no. Dependiendo de la forma en cómo un ciudadano es asesinado podrá la Fiscalía defender el Estado de derecho. Pero el fiscal general debería ser el defensor de los derechos de todos, no sólo de los delincuentes.

El tratamiento que los medios oficialistas, en especial el diario Vea y Venezolana de Televisión, le han dado a la muerte del presbítero Piñango muestra toda la intención baja y rastrera de escandalizar y convertir el asunto en tema central para escarnecer a una institución que no ha podido ser doblegada. Alguno que otro curita se habrá sumado a la legión de las focas domingueras, pero el clero como tal mantiene su visión crítica del régimen. Por eso, los titiriteros dan la orden de afincarse contra la reputación de quien ya no puede defenderse y tratan de enlodar a la institución que lo cobija.

Isaías dice que quiere ser docente, pero no decente. Su escatología al uso en horario infantil la excusa expresando que él no debe cumplir con la Ley. Se molesta con los policías que no avalan su versión premeditada. Cambia un somnífero por un estimulante. Se desmelena para conseguir el favor de quien lo nombró.

Acusa al gobernador Rosales pero ni nombra a quien le informó al mundo que el caudillo había renunciado en aquellos días de abril que le sirvieron –entre otras cosas- para escribir un bodrio. “Libro” que se cuida de mostrar en su rueda de prensa para promocionarlo, como si su cargo fuera el de vendedor y no el de defensor de la vida, los bienes y el honor de las personas.

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