Opinión Nacional

Un venezolano optimista

Muy a pesar del pesimismo diseñado en la Sala Situacional con el único propósito de desalentar respuestas a la militarización del país, existe entre nosotros una importante corriente emocional que no se achicopala. No se resigna a la derrota aún cuando contempla un gobierno metamorfosear con el verbo mágico de los demagogos a los ladrones en necesitados o que le resta importancia a los diez mil homicidios ocurridos en Venezuela desde aquel infame diciembre de 1998. El peculado podrá ser moneda corriente entre los funcionarios revolucionarios, pero la resignación no forma parte del menú de opciones de nuestros compatriotas, muchos más de los que pensamos, bien sean agricultores, estudiantes, amas de casa o académicos. Uno de ellos es Enrique Tejera París, autor de un hermoso libro, a mitad de camino entre la memoria política y el análisis psicológico de nuestras pasiones ciudadanas: Venezuela y el Dios de los borrachos, publicado por la editorial del también escritor y analista de la más animal de las costumbres, Fausto Masó.

Citando a Edmund Burke, el canciller de Carlos Andrés Pérez sostiene que hay un límite más allá del cual la tolerancia deja de ser una virtud. El argumento no se recuerda como un alegato a favor de la guerra o la confrontación armada entre las dos mitades que dividen a nuestro país. El tono del libro intenta más bien recordarnos las fortalezas que yacen tras la desesperanza fomentada por el supositicio del chavismo, una palabra que suena a supositorio y significa hacer creer lo que no es. Más que un trabalenguas es espejo: la pretensión del gobierno en aparentar eficiencia, pulcritud y respeto a las leyes. La trampa sale, no lo duden ni por un instante. El Dr. Tejera juega con otras palabras semi-desconocidas o poco utilizadas, al menos entre la legión de columnistas que hablan mal del gobierno. Epítasis, por ejemplo, tomada del griego: el momento justo antes de la catástrofe en la tragedia clásica, la intensidad del descubrimiento, la razón que aflora antes del desenlace, el instante cuando los personajes recobran, a veces con consecuencias terribles, su lucidez. El libro se enfrenta, en resumen, a la estupidez de un pesimismo que juega a denigrar de nuestra condición de venezolanos, mientras prepara la huída o construye su plan B, en Miami o Costa Rica.

Cuarenta años de vida democrática lograron formar a gran número de mujeres y hombres capacitados para el trabajo productivo, pero también mostraron las facetas de nuestra reciedumbre moral. Son innumerables los casos, aún en los gobiernos más complacientes con la malversación de fondos, aún en este gobierno militarista y poco dispuesto en general a aclarar el destino de las finanzas nacionales, que resisten la tentación del peculado. La cultura de la corrupción no ha hecho metástasis, todavía somos reacios a aceptar su presencia entre nosotros. La denunciamos, la combatimos, está mal vista. Esos valores y principios forman parte de la venezolanidad y está bien que Tejera París lo recuerde. Las dificultades son de otro orden, el peligro está en desalentar el espíritu emprendedor que conocimos en todos los órdenes de la economía. No necesitamos a tantos profesionales listos para encontrar trabajo, amparados por un título universitario. Necesitamos emprendedores, gente capaz de visualizar un negocio, con la confianza y el arrojo necesarios para crear riqueza y puestos de trabajo. Buscamos empresarios del campo y agricultores, no campesinos. Constructores y no obreros. El asistencialismo de las misiones es pesimista al no creer en nuestra capacidad productiva. Por eso lo enfrentamos, por nuestro optimismo.

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