Opinión Nacional

Universalizar la excelencia

En un congreso celebrado en la Universidad de Évora se debatía sobre un asunto crucial para la educación. Dos modelos educativos parecían enfrentarse, el que pretende promover la excelencia, y el que se esfuerza ante todo por no generar excluidos. Parecían en principio dos modelos contrapuestos, sin capacidad de síntesis: o lo uno o lo otro.

Afortunadamente, la vida humana no se teje con dilemas, sino con problemas, con esos asuntos complicados ante los que urge potenciar la capacidad creativa para no llegar nunca a esas “elecciones crueles”, que siempre dejan por el camino a personas dañadas. La fórmula en este caso consistiría en intentar una síntesis, en universalizar la excelencia, pero siempre que precisemos qué es eso de la excelencia y por qué merece la pena aspirar a ella en la educación y en la vida corriente.

El término “excelencia”, al menos en la cultura occidental, nace en la Grecia de los poemas homéricos. Aquiles es “el de los pies ligeros”, el triunfador en cualquier competición pedestre, Príamo, el príncipe, es excelente en prudencia, Héctor, el comandante del ejército troyano, es excelente en valor, como Andrómaca lo es en amor conyugal y materno, Penélope, en fidelidad, y así los restantes protagonistas de aquellos poemas épicos.
El excelente no lo es solo para sí mismo, su virtud es fecunda para la comunidad a la que pertenece, crea en ella vínculos de solidaridad que le permiten sobrevivir frente a las demás ciudades. Por eso despierta la admiración de los que le rodean y se gana a pulso la inmortalidad en la memoria agradecida de los suyos.

Al hilo del tiempo esa tradición de las virtudes se urbaniza, se traslada a comunidades, como la ateniense, que deben organizar su vida política para vivir bien. Para lograrlo es indispensable contar con ciudadanos excelentes, no solo con unos pocos héroes que sobresalen por una buena cualidad, sino con ciudadanos curtidos en virtudes como la justicia, la prudencia, la magnanimidad, la generosidad o el valor cívico. Ante la pregunta “excelencia, ¿para qué?” habría una respuesta clara: para conquistar personalmente una vida feliz, para construir juntos una sociedad justa, necesitada de buenos ciudadanos y de buenos gobernantes.

A fines del siglo pasado surge de nuevo con fuerza la idea de excelencia al menos en tres ámbitos. En el mundo empresarial el libro de Peters y Waterman En busca de la excelencia invita a los directivos a tratar de alcanzarla siguiendo principios con los que otras empresas habían cosechado éxitos. En el mundo de las profesiones se entiende con buen acuerdo que el profesional vocacionado, el que desea ofrecer a la sociedad el bien que su profesión debe darle, aspira a la excelencia sin la que mal podrá lograrlo. Y también en el ámbito educativo florece de nuevo el discurso de la excelencia, al que es preciso dar un contenido muy claro para no confundirla ni con las supuestas medidas de calidad, un tema que queda para otro día porque requiere un tratamiento monográfico, ni con la idea de una competición desenfrenada en la escuela, en la que los fuertes derroten a los débiles. En la brega por la vida no sobreviven los más fuertes, sino los que han entendido el mensaje del apoyo mutuo, los que saben cooperar y por eso les importa ser excelentes.

La excelencia tiene un significado comparativo, siempre se es excelente en relación con algo. Pero así como en las comunidades homéricas importaba situarse por encima de la media, el secreto del éxito en sociedades democráticas consiste en competir consigo mismo, en no conformarse, en tratar de sacar día a día lo mejor de las propias capacidades, lo cual requiere esfuerzo, que es un componente ineludible de cualquier proyecto vital. Y en hacerlo, no solo en provecho propio, sino también de aquellos con los que se hace la vida, aquellos con los que y de los que se vive. En esto sigue valiendo la lección de Troya.

A fin de cuentas, no se construye una sociedad justa con ciudadanos mediocres, ni es la opción por la mediocridad el mejor consejo que puede darse para llevar adelante una vida digna de ser vivida. Confundir “democracia” con “mediocridad” es el mejor camino para asegurar el rotundo fracaso de cualquier sociedad que se pretenda democrática. Por eso una educación alérgica a la exclusión no debe multiplicar el número de mediocres, sino universalizar la excelencia.

Catedrática de Ética de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR

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