Opinión Nacional

Utopía política: entre la esperanza y la opresión

Tuvimos una segunda oportunidad para asistir a la incorporación de un Individuo de Número el 8 de los corrientes, acto cuya sobriedad y profundidad evidentemente contrasta con la comicidad y ligereza de muchos otros del país, así lleven la impronta misma del Estado. Admitimos ciertas reservas con instituciones y prácticas provenientes del siglo XIX, acentuadas por la fallida incorporación de Federico Brito Figueroa a la Academia de la Historia años atrás, nada más y nada menos que propuesto por un Guillermo Morón tan opuesto a sus concepciones y métodos de trabajo, pero la novísima membresía de Luis Ugalde (S.J.) a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales nos ha reconciliado un poco más. No obstante, para esos tesistas tan huérfanos de temas, queda la inquietud en torno a la supervivencia de tales entidades: ¿conforman toda una casta?, ¿cuáles son los criterios de selección?, ¿es legítima la difusión de todas y cada una de sus discusiones, por triviales que parezcan?, ¿sienten el respeto y la consideración de los catedráticos de las universidades más reputadas?, ¿qué significan para la opinión pública?, ¿deberá esperar mucho tiempo Juan Carlos Rey para incorporarse, por ejemplo?, etc.

Insistamos en el diseño y el desarrollo del acto de incorporación y el estupendo discurso de Ugalde, atinadamente respondido por el iusprivatista Alfredo Morles Hernández. Magnífica y útil solemnidad que la presidente de la corporación rompió al final del juramento tomado a Ugalde, con una nota humorística: “de no cumplirlo, … ya ud. sabe…”. Por cierto, el país poco sabe de tan importantes eventos y nos permitimos solicitar a una periodista que cubría con sus cámaras el acto, al parecer cursante de la maestría en ciencias sociales, su opinión en las páginas que la promocionan en una de las redes sociales más conocidas del país. Todavía esperamos respuesta.

La utopía fue la preocupación esencial del Padre Ugalde al formalizar su ingreso a la citada Academia. Importante cuando se ha hablado hasta la saciedad del fin de las ideologías, de la historia y de otras cosas, afianzados supuestamente por la postmodernidad.

I

Afortunadamente, los protagonistas dejaron constancia escrita de sus reflexiones a través de una edición extraordinaria por su sencillez, distribuida inmediatamente después de culminar el acto: “Utopía y política: entre la esperanza y la opresión. Discurso de incorporación como Individuo de Número a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Contestación del Académico Dr. Alfredo Morles Hernández” (UCAB, Caracas).

La disertación central trata “sobre la manera que la utopía vive en el alma de los desposeídos – y en la promesa engañosa de los demagogos mesiánicos”, cumpliendo sus ciclos regulares (11 s.). Es la reflexión del sociólogo, teólogo y sacerdote, vinculado – es necesario subrayarlo – “desde hace medio siglo al acompañamiento de (las) comunidades populares” (14); y, además, equipado por las vivencias y testimonios del estudiante que fue al finalizar la década de los `60, hoy “testigo de una pretensión política que quiere revolucionar nuestro país (y también América Latina y el mundo)” (idem). Agreguemos una observación consignada por el magnífico discurso de contestación: “Luis Ugalde es un cura que dice misa” (56).

Resaltemos la constatación que hace el discursante de la metamorfosis sufrida por la utopía, rechazando la realidad existente para arribar a un fanatismo legitimador de una perfección absoluta. Así, “la visión crítica de ayer es utilizada por la tiranía para rechazar toda crítica y resistencia, con el argumento de que ya se implantó el bien absoluto” (18), pero “el régimen se ve entrampado por la insalvable distancia entre la promesa sin límite y las modestas posibilidades que están al alcance de cada gobierno en un momento histórico” (20).

Luego, la utopía es exclusiva de los intérpretes que tienen por única ventaja la de ejercer el poder ilimitadamente, convertida en una suerte de mecanismo de evasión cuando agota sus respuestas ante las realidades mediatas e inmediatas, perdiendo la colectividad el sentido de la realidad. Añadimos, en nuestra modesta posición, que opera el mito a sus anchas, so pretexto de la utopía, reclamando el regreso a la etapa inaugural y plena de felicidad que muy bien el chavezato retrata en el proyecto independentista y los eventos que arrojó (e, increíblemente, arroja todavía).

La vertiente malévola de la utopía reside – precisamente – en el ejercicio del poder, por lo que su justa ubicación está – a modo de ilustración – en los significativos mensajes publicitarios de la Alcaldía de Caracas, cuya confusión simbólica y – en propiedad – la del lenguaje, advierte las consecuencias de no contar con una versión inequívoca, sino una mezcla de percepciones que las distintas generaciones incorporan a la versión que es oficial: la presidencial. Quizá, la Gaceta Oficial o sus equivalentes municipales, son portadoras de esta dislocación utópica salvaguardada por el mito impuesto por la violencia espiritual del poder.

La realidad parece el mejor antídoto frente a la utopía, por lo que Ugalde insiste en los proyectos factibles y alcanzables o un modo de construcción realista si deseamos alcanzarla o vivirla, tratando de conciliar las dos instancias que suelen interpelar nuestras aspiraciones históricas. Coloca el acento en los problemas cotidianos, en la incapacidad política y en la obsesiva remisión a la conspiración del mal que hace el poder valido de la utopía (34), sintiéndonos diferentes ante los “esfuerzos tremendamente realistas” de los evangelizadores franciscanos en México, dominicos y jesuitas en Paraguay (29): ¿por la fuerza de su espontaneidad creadora y vivencial?, ¿por una experiencia que partió de las angustias personales de los agentes evangelizadores que no dispusieron, concibieron o emplearon los conocidos mecanismos de represión?…

Dos son los elementos principales que pone sobre la mesa Ugalde al reflexionar sobre la utopía: la realidad y la política. Verificamos de nuevo su importancia en un país que flota sobre las ocurrencias de sectores irresponsablemente aligerados por un presentismo, por una manía meramente coyuntural (y no exclusiva de los títulares del poder).

Por una parte, “lo real, por pobre que sea, es lo único que tiene el hombre y con lo real, fecundado por el deseo y la utopía, va avanzando gradualmente” (49), llevándonos al terreno de lo imperfecto y siempre perfectible. Concluye que “la solución no es renunciar a la utopía, sino tomarla como inspiración para hacer proyectos viables de transformación con efectivos logros de libertad y de justicia social” (56). Y porque “muchas formas de discriminación social, de esclavitud, de exclusión, de negación de derechos, de condiciones de vida infrahumanas, que en el pasado eran vistas como propias de la naturaleza humana, se han superado y las vemos como una vergüenza de la humanidad, que pueden y deben ser superadas en las sociedades donde todavía persisten” (idem).

Puede decirse, por consiguiente, que la utopía – irrenunciable – está también en la realidad o forma parte de ella, quizá avisándonos de aquellos que –irreales – desean desterrarla. O, como la conocida canción de Joan Manuel Serrat, echarla al monte “perseguida por lebreles que se criaron/ en sus rodillas (…) incorregible / que no tiene bastante con lo posible”.

Discrepamos de Ugalde cuando señala que “siempre” las nuevas generaciones serán críticas ante la “realidad recibida y elaborarán proyectos para cambiarla en la dirección de las aspiraciones utópicas básicas” (51). Por reiteradas alusiones que haya hecho al actual movimiento estudiantil, al igual que Morles Hernández, es necesario revisar lo ocurrido con las juventudes por todos estos años, su muy probable orfandad de ilusiones utópicas o, en todo caso, recurriendo al determinismo ortegueano, la espera por una “generación de combate”.

Por otra parte, apuntando a uno de sus excesos, destaquemos la reivindicación que hace de la política que “no es una proclamación de grandes fines deseables, sino el arte de lograr metas comunes, en las condiciones de posibilidad de una determinada sociedad, en un tiempo histórico concreto” (40). Será exitosa si “sus dirigentes, sin negar esos horizontes (ideales), acierten con metas realizables o que puedan hacerse realizables con la transformación de la sociedad” (41). Se nos antoja ahora recordar el origen de la OPEP, así como de las resistencias que generó o pudo generar.

Añade que “el arte de la política consiste en madurar las condiciones, en realizar lo que ya es posible y en distinguir bien lo uno de lo otro”, importando “un liderazgo que visualiza como posibles, cambios que todavía, a la mayoría, parecen imposibles” (54). Por la experiencia de dislocación de estos años, aunque reconoce la utopía como inspiración y guía, velando porque no se haga inútil, modestamente creemos que puede afinar mejor su percepción válidamente condicionada, pero – ésta vez – útil a los sectores más conservadores que dejan intacto el problema de la cultura política: “Hay peligro de que, en política, los charlatanes de ilusiones sean más valorados que los constructores efectivos de soluciones. Lo que no ocurre en la salud personal con los médicos, parece frecuente en la salud social con los políticos” (43).

Finalmente, hay otras dos notas de vital importancia: una, que concierne a la reforma constitucional que obligó a sincerarse al régimen quizá involuntariamente, atropellado por las circunstancias que él mismo creó, imposible de olvidar: “Nos atrevemos a afirmar que el reconocimiento y lugar de los derechos humanos individuales es la diferencia fundamental entre la vigente Constitución Bolivariana y la que fue rechazada en el referéndum de diciembre de 2007” (17), en verdad otra constitución para otro Estado. Y la otra, que está dirigida a los cristianos: “… Como ciudadanos asumen su responsabilidad de acuerdo a su conciencia y convicciones. La centralidad de la persona humana lleva a una atención prioritaria a las víctimas de este mundo, a la radical afirmación de los pobres como sujetos, y la subordinación de los bienes, poderes e instituciones terrenas, como medios” (25), enfatizando que los logros históricos “son responsabilidad de la razón instrumental humana combinada con los valores superiores de la humanidad” y “en esta responsabilidad y búsqueda se encuentran y coinciden cristianos y no cristianos” (26).

Hay un compromiso cristiano muy diluido en las últimas décadas, necesitado de una interpelación y de una actualización. Sobre todo, en el ámbito de la política.

II

La utopía como el lugar que no existe, extremo de todo deseo, ilusión o sueño, tiene por problema esencial el de los instrumentos de su realización. Descalificándola, los medios se convierten en fines, acarreando mayores pérdidas que beneficios pretendidos. No obstante, el mayor de los problemas en la Venezuela actual es que hay y no hay una utopía: todos los estudios de opinión advierten la persistencia del mito de El Dorado entre los venezolanos, el afán de obtener los lingotes de oro constantes y sonantes que nos corresponden a todos y a cada uno de la renta petrolera, como si se tratara de sacarlo de una montaña sultana como la de El Avila caraqueño, según le escuchamos años atrás a Alfredo Keller al comentar el resultados de unos “focus-groups”; mientras que no la hay en el àrido terreno político, desértico ideológicamente.

Recordamos que los gallineros verticales o la ruta de la empanada, amén del desarrollo endógeno o los fundos zamoranos, fueron expresiones de un reivindicado socialismo utópico al que se refirió Hugo Chávez, en contraposición endeble al carácter científico que quiso darle Marx. Es tal la confusión, la carencia de ideales concretos del poder establecido, que parece aventurado preguntarse en torno a su o sus utopías, aunque sea absolutamente válido que le haya servido una básica cultura democrática para realizar la anti-utopía en los términos que la literatura fantástica o de política-ficción jamás concibiera. Y, para más señas, se asoman indicios de una propuesta de capitalismo solidario que, enfrentado con los viejos criterios de encaje marxista, tienden a fortalecerlo y legitimarlo como una guíau orientación en medio de nuestra conflictividad política.

Más que utopíua, sostenemos el predominio creciente del imaginario revolucionario de la década de los `60 en las altas esferas del Estado, trasladándonos a situaciones y actores ya superados. No hay propuesta, sino nostalgia, violencia simbólica, creencia en hazañas entelarañadas que suelen contaminarse con las características de la utopía que nos recordara Adrián Celentano: intencionalidad, ahistoricidad, asituacionalidad y viva representación de una crisis social, de difícil insularidad (Revista “Utopía y Praxis Latinoamericana”, Maracaibo, nr. 31 de octubre- diciembre de 2005; por cierto, la edición incluye un trabajo de Jorge Vergara Estévez sobre la utopía neoliberal y sus críticos).

Huelga comentar dos puntos adicionales: tal imaginario con características o indicios de utopía comparte con el conservadurismo un neto carácter de anti-intelectualismo, y Hugo Chávez llegó a firmar que la pobreza sería superada en 30 años. Vale decir, el poder se presenta como incuestionable y, a lo sumo, intuye o idea etapas para cumplir con sus ofrecimientos más esenciales.

Entre el exceso o el déficit de realidad, parece debatirse la utopía siempre, más allá de la revolución o el gradualismo (reformismo). Estas lucen como categorías dignas de una profunda revisión, porque una experiencia revolucionaria se torna con facilidad en reaccionaria, presumiendo como gradualidad lo que se convierte en revolución (y viceversa).

Luis Ugalde, a quien siempre consultamos en la revista SIC que tuvo a bien dirigir, posiblemente extremó su delicadeza académica, en procura de un rigor y de una generalización universales que perdió de vista las muy concretas vicisitudes de la utopía en un gobierno que dice ser su natural portadora. Incluso, sentimos, profundo conocedor, pudo versar más sobre la (anti) utopía socialista, sin permitir que la dedujéramos por sus anteriores textos o por referir en la bibliografía a Carlos Rangel, asumido implícitamente.

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