Opinión Nacional

“Valencia es: amar y padecer”

Conocí la ciudad del Cabriales hacia 1961 cuando salía yo de la niñez. Llegué entonces a San Blas, un sector vecinal céntrico que recogía parte del dulce encanto del color colonial de una ciudad cuatricentenaria que conservaba sus estructuras.

Fui desde Ciudad Ojeda que era entonces un caserío de apenas veinticuatro años de fundado y crecía explosivamente por influencia de la actividad petrolera. Viajé con uno de mis hermanos intermedios, enamorado de una muchacha de ancestro trujillano y de buena índole que se había despedido del Zulia.

Si andaba yo por los doce años, mi hermano tenía unos dieciocho y, cegato como ha sido, me pedía que le acompañara para alumbrarle el camino con mi ojos nuevecitos. Y en cada oportunidad, entusiasmado cogía rumbo con él al volante.

“Viajando por Venezuela”

Para mí resultaba una regocijante expedición nocturna para alcanzar el mejor conocimiento del país, pues usualmente salíamos en viernes al anochecer y amanecíamos en Valencia del Rey el sábado hacia las cinco de la mañana.

Tenía la carretera, entre otros atractivos, el grato placer del contraste de penetrar en pleno trópico entre la neblina densa y nocturna que siempre se encontraba montaña adentro en la vía ancha de algunas curvas que sube desde Chivacoa hacia Nirgua y continúa descendente y sosegada transcurriendo por la frescura de los valles altos de Carabobo.

Él iba a su cuita de amor, yo a pasarla en la ronda con sus pequeños cuñados en el abierto y soleado patio interior de una venezolana casa solariega; vacilando bajo la sombra proyectada por el alero de la fachada de aquella vivienda o mirando sin preocupaciones la vida que se resolvía alegremente en la calle estrecha de piso de macadam donde los muchachos matábamos el tiempo.

Se debatía mi hermano entre la lejanía de un amor que había florecido y la naciente lucha guerrillera de la que fue militante episódico, motivo por el que finalmente fue a dar como estudiante de filosofía a la Universidad de Salamanca, en España, como solución salomónica aportada por nuestro padre para apartarlo de lo que seguramente consideraba con razón un mal camino, protegiéndolo así de la persecución y riesgo carcelario implícitos.

Otro amor en flor

También tras una novia me fui yo a Valencia en 1969, a mis diecinueve años, para estudiar en la Universidad de Carabobo (UC). La ciudad era entonces, a mi modo de ver, un esplendoroso pueblo grande lleno de árboles y bordeado por dos descendentes estribaciones montañosas este y oeste que limitaban el abra en el que está encajada la metrópoli. Esos ramales de cordillera me resultaban fabulosos a la vista por la diferencia que hacían a mi percepción ávida de mundo geográfico al compararlas con el ambiente semiselvático y plano de la Costa Oriental del Lago donde estaba mi cuna.

Arribé en ese año que mordía los 70 nuevamente al centro de la ciudad. Esta vez a la avenida Alonso Díaz Moreno y a una residencia estudiantil ubicada a escasas dos cuadras de la plaza Bolívar e impregnada permanentemente por el tufo que expelía una profusa venta de churros que estaba exactamente enfrente de la puerta de ingreso a ese alojo transitorio. Estuve allí durante el mes o mes y medio que necesité permanecer para concurrir a lo que se denominaba el propedéutico, un cursillo de preparación que era necesario requisito para el ingreso definitivo a los estudios en la UC.

Me resultó estimulante ubicar en esa estada y conocer de pasadas y por los alrededores algunos recintos históricos como la Casa de Páez y la Casa de la Estrella. Localidades que siendo bachiller en Humanidades tenía frescas en mi memoria absorbidas de la lectura oportuna de un libro de Juan Úslar Pietri titulado, Historia de la rebelión popular de 1814, publicado por Edime.

En esos aproximados cuarenticinco días, caminante como he sido, rodando por las calles conocí todo lo poco o mucho que pueda saber del casco central valenciano e incluso, a pie a través de la avenida Bolívar, hice una vez de ida y vuelta el trayecto entre la plaza Bolívar y la redoma de Guaparo, fijada en lo que entonces era mañaneramente el brumoso extremo norte de la ciudad.

La Bolívar, un brazo de Valencia que se va en franca dirección norte, empezaba ya en ese tiempo a ser tomada abusivamente por el comercio, pero conservaba restos vistosos de su presumible aire anterior de camino bucólico que con otro nombre escalaba la montaña por Las Trincheras y continuaba de largo hasta morir en El Palito.

Los hitos de Valencia

Amistados con el camino sobrevivían en la avenida Bolívar caserones de los años 40 que conservaban en sus cuidados patios sólidas ceibas, apamates, camorucos de corteza buena para el sustento de las epífitas y daban reposo sombreado al refugio de musgos y líquenes. Enriquecían la atmósfera esas frondas, por cuanto resguardaban una humedad grata al olfato; aroma de rocío, aliento de tierra mojada. Y estaban dotadas las casas de barandas ornamentadas que alejaban al intruso y permitían al paseante determinar la riqueza o el abolengo de sus dueños.

En ese caminar pausado se transcurría por hitos físicos y humanos de la ciudad, como la sede de la estación radial La Voz de Carabobo -creada por los hermanos Hermann y Guillermo Degwitz-, el coso taurino Arenas de Valencia -inaugurado en 1921 y derribado en 1970 sustituido por la Plaza de Toros Monumental-, la iglesia de La Sierva, ubicada a un ladito y subiendo por la calle Navas Espínola; las escalinatas cercenadas de la entrada del simbólico liceo Pedro Gual, el renombrado Ateneo de la ciudad, el Hotel 400 -una amplia casa de dos plantas donde supuestamente nació Renny Ottolina-, los bloques bajos de la urbanización Miranda, levantados en un costado y en la paralela calle homónima; el Hotel Excélsior, la antigua casona del Rectorado de la UC, donde nunca me quisieron devolver mi partida de nacimiento original.

Más allá, el mural de Braulio Salazar, montado en el edificio de la Cámara de Comercio; el Colegio Nuestra Señora de Lourdes, haciendo esquina con la avenida San José de Tarbes que lleva a El Trigal; la fuente de soda ¡Oh qué bueno! en la entrada de la principal de El Viñedo, la arepera Perecito, el estadio de atletismo y fútbol Misael Delgado, la fuente de soda CADA de El Recreo, adonde solía -una que otra vez y en animación de domingo- tomar el desayuno con una de las amigas que la ciudad me obsequió en eterno gusto, y al final de la ruta, más campestre que urbana por el predominio en las márgenes de parcelas cubiertas por gamelote, la redoma de Guaparo y la contigua Escuela Agronómica Salesiana.

En ese punto Valencia dejaba de ser, pues estaba claramente separada del poblado de Naguanagua por la demarcación que hacía una avenida que entonces era limpia, al igual que por la extensa y verde campiña sembrada y propiedad de la agronómica, plantada de naranjos y otros frutales y desde donde, al fondo en el horizonte distante, se eleva impactante una vista panorámica de la Cordillera de la Costa en toda su majestuosidad vegetal y paisajística, y a sus pies se abre en un inmenso abanico visual la pradera de Bárbula, recinto de la gloria última y muerte del coronel Atanasio Girardot, alcanzado por un disparo de fusil cuando trataba de colocar la bandera nacional en la altura que había sido conquistada en la Batalla de Bárbula.

 

 

Valencia a tiempo de ser recuperada

Viví ese año en la Valencia de modernidad maltratada que hoy se conoce, pues en el retorno al inicio de clases formales, le huí a la hedentina rancia del aceite reusado de los churros de la Alonso Díaz Moreno, y partí a un acogedor hogar en la urbanización Lomas del Este, dispuesta ella como un pesebre en una ladera estrecha de la serranía que concluye en El Morro, mirador ideal de los vigías patriotas de la guerra de Independencia, y casi adyacente -la urbanización- al hoy ruinoso San Blas de mi primera visita.  

En Lomas del Este, lo digo para ofrendarlos con gratitud por el servicio, debo contar que fui sortario al hacer vida residencial con una buena familia y matrimonio de estirpe larense ¡Ahh mundo El Tocuyo!, presidido por un noble señor y su esposa cálidamente intuitiva, quienes hicieron más fácil mi primera vivencia estudiantil universitaria.

Bien, la modernidad que describo era incipiente y ligaba armónicamente con la ciudad colonial. La urbanización que he citado era un rejuvenecimiento que se confrontaba amable con el bosque espeso que todavía el río Cabriales conservaba a lo largo de su cauce en el pasaje urbano que se prolongaba entre el gimnasio Teodoro Gubaira y la redoma de El Trigal.

Ese bosque livianamente intrincado porque era una selva en galería que escoltaba al río en parte de su recorrido citadino hasta su desembocadura en el lago de Valencia, ocultaba la ciudad y daba al viajero la sorpresa de que la descubría asoleadamente repentina al nomás atravesar la floresta por cualquier de sus accesos, uno de los cuales llevaba al Palacio de los Iturriza, entonces abandonado y ahora recuperado y puesto a la orden del patrimonio histórico, cultural y turístico del estado Carabobo.

¿Se habrán dado cuenta los carabobeños de que Valencia es aún una ciudad tendida hermosamente en las faldas de la exuberante Cordillera de la Costa, y que está a tiempo de ser recuperada?

Causaría una frustración irreparable a su gentilicio que la desunión que se observa entre sus líderes de oposición la hunda más en el doloroso deterioro ofensivamente presente en todas las ciudades venezolanas. 

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