Opinión Nacional

Vargas Llosa, escritor superior

Por tercera vez, en los últimos quince años, los suecos se olvidan de la geopolítica y aciertan con los méritos rigurosamente literarios.
De nuevo, se rescata el Premio Nobel para un gran escritor. Mario Vargas Llosa, de Perú.

Conste que los suecos acertaron, también, en el 2003, con J. M. Coetzee. Es el sudafricano de “Esperando los bárbaros” (hoy se reeditan hasta sus textos iniciales, como “Juventud”). Como acertaron en 1999, con Günter Grass, quien, aparte del clásico “Tambor de hojalata”, legara el metafórico “Toda una historia”. Es acaso el texto indispensable para aproximarse a la tragedia. Al dramatismo de los altibajos de la peripecia alemana.
(Para rescatar otro genio que obtuviera el Nobel, habría que trasladarse hacia 1988. Con el egipcio Naguib Mahffuz).
En el medio, abundaron las condecoraciones excesivas. Para la monotonía infatuada de José Saramago (1998). Es el portugués que contrapone el pesimismo existencial con el optimismo que debiera desprenderse de su izquierda indescifrable. O hacia la críptica nadería del francés Jean Marie le Clezio (2008). Es el típico escritor para elogiar. Para presumir desde la biblioteca, pero no para leer. O hacia una pasable novelista de aeropuertos como Doris Lessing, la inglesa de Irán. O hacia el excelente prosista de almanaques, como el turco Orhan Pamuk.

Zavalita

El Premio Nobel retoma la jerarquía con Mario Vargas Llosa. La crítica prefiere subrayar la trascendencia iniciática de “La ciudad y los perros”, de 1962. Pero habría que rastrear, a nuestro juicio, en el relato “Los cachorros” (1967). Es aquí donde Vargas Llosa despliega su brillante manejo de los tiempos verbales, junto a una alternancia en los puntos de vista que ya lo muestran como un escritor no sólo de vanguardia. Sino, simplemente, superior. La destreza alcanza su pináculo en la obra más imponente, “Conversación en La Catedral”, de 1969. Aquel Zavalita que solía preguntarse “¿cuándo es que comenzó a joderse el Perú?”, era perfectamente multiplicado en los países del subcontinente, globalmente “jodido”.

A los 33 años, podía decirse que Vargas Llosa ya se había ganado hasta el derecho al silencio. Sin embargo continuó con divertimentos amenos. Casi intrascendentes, como “Pantaleón y las visitadoras”, de 1973. O la atractiva frivolidad de “La Tía Julia y el escribidor”. A través de su personaje boliviano, aquí podían percibirse los rasgos de cierto sentimiento anti-argentino, que aún se extiende merecidamente entre los vecinos solidarios.
Para esta crítica, Vargas Llosa retoma la senda del gran novelista sólo en 1981. Con “La guerra del fin del mundo”. Es donde se sumerge en el “sertao” del Brasil y la historia de Canudos. La que fascinó, en su momento, a Guimaraes Rosa.
Interesan, especialmente, los altibajos lícitos en Vargas Llosa. Después de alguna genialidad siempre necesitó recrear sublimes tonterías. Como la “Historia de Mayta”, inspirado en un trotskista decadente. O las tibiezas eróticas del “Elogio de la Madrastra”. Insignificancias por el estilo. Para alcanzar otra cumbre estilística en los 2000. A través de “La fiesta del chivo”. Es la obra que agota, desde la república Dominicana, la onda redituable de la explotación temática de los grandes dictadores. Procede del “Tirano Banderas”, del español Ramiro del Valle Inclán (1926).
Ante la moda de los dictadores sucumbieron los novelistas de la magnitud del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, con “Señor Presidente”. O el paraguayo Augusto Roa Bastos, con “Yo el supremo” (secreto inspirador del “Soy Roca” de Félix Luna). Y hasta aquel panegírico ligeramente insoportable de García Márquez, “El otoño del Patriarca”.
En la modalidad, felizmente en extinción, intentó entrometerse el argentino Tomas Eloy Martínez. Con suerte bastante relativa. En “La novela de Perón”.

La utopía del capitalismo

Queda el merodeo por la trayectoria ideológica de Vargas Llosa, que suele espantar al progresismo fotogénicamente presentable.
Queda la candidatura presidencial de 1990. Es, en definitiva, la única obra que Vargas Llosa le debe a la posteridad. Cuando la versión casi patológica del maduro Zavalita se transforma, a los 54 años, en una víctima de su propia literatura. Y se lanza, en los mitines de Lima, de Ayacucho o de Tacna, a defender la gloria del libre mercado y la espiritualidad de los bancos. A ponderar -digamos- la utopía última del capitalismo. Aquí pierde la elección, el autor, ante la cara de chino del japonés Fujimori. Contra uno de sus posibles personajes literarios más marginales. De lejos, es el menos logrado.
Por último, el Premio Nobel representa el exclusivo reconocimiento para Mario Vargas Llosa. Por los riesgos asumidos en su aventura individual. Aunque finja la concesión generosa de extenderlo hacia la lengua española. O mucho peor, a la literatura hispanoamericana. Donde abundan los exponentes que lo desprecian. Por los posicionamientos coyunturales. Opiniones “baladíes”, diría Borges.

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