Opinión Nacional

Venezuela en blanco y negro

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Es privativo de los regímenes democráticos incluir los diversos matices de las expresiones políticas reunidas en partidos y dotar de un marco de referencias institucionales a los diversos intereses que pugnan y se enfrentan por plantear sus diferencias y resolverlas a su favor en el concierto de conflictos generados por las sociedades modernas. Para ello, se han dotado de un Estado normativo y de derecho, con la correspondiente división de poderes y una filosofía que apunta a la representación del conjunto de factores e intereses que la componen, al mismo tiempo que salvaguarda la soberanía nacional sobre su territorio geográfico específico y preserva la tradición histórica que da vida a la compleja y contradictoria unidad nacional que le sirve de identidad en el concierto de las naciones.

De allí la definición de democracia como una realidad multidimensional, compleja y plural, a la que le es consustancial la resolución de los conflictos por medio de la libre representación de los intereses de los ciudadanos: “la democracia en las sociedades modernas no podría funcionar sin la existencia de partidos políticos y sin procesos electorales que diriman pacíficamente la lucha por el poder entre esos partidos”[1] . Así, la gradual extensión y perfeccionamiento del derecho del voto y la multiplicación de los órganos de representación se constituyen en los ejes nodales de la conformación de los regímenes democráticos[2] . A lo que habría que agregar la capacidad de observación y control entre los poderes, cada uno de ellos dotados de suficiente potestad y autonomía como para vigilar y sancionar el incumplimiento de cada uno de los otros o los abusos cometidos al vulnerar su ámbito de influencias.

Correlativamente, es dictatorial un régimen – no importa su naturaleza originaria – que concentre el conjunto de los poderes en la figura de uno de ellos, particularmente en el ejecutivo, vulnere la existencia de los partidos políticos, viole el derecho electoral, esencia de los regímenes democráticos, conculque los derechos humanos y ciudadanos y cuestione los mecanismos de sucesión pretendiendo su entronización por encima, en contra e incluso a favor de la voluntad transitoria del colectivo. Pues desde la experiencia histórica de las dictaduras de Hitler y Musolinni no son los respaldos mayoritarios, obtenidos por vías plebiscitarias, el aval de la naturaleza democrática de los regímenes políticos. Ya que una dictadura es el “gobierno de una persona o un grupo de personas que se arrogan el poder del Estado en virtud de una afirmación personal más que de un principio tradicional” (Juan Manuel Abal Medina, Léxico de la Política, Op. Cit.). No importa de cuanto respaldo popular disfrute.

Desde la emergencia de los totalitarismos contemporáneos, en los tempranos años veinte del siglo pasado, se ha hecho consustancial a los regímenes dictatoriales la supresión de la multiplicidad o multidimensionalidad cultural y política de las sociedades sometidas a sus designios. A la solidaridad, el conflicto y la convivencia de intereses, ha sucedido la guerra, el enfrentamiento, el odio y la animadversión entre los factores constitutivos, argumentando privilegios de clase, de raza, de color o de ideología como fundamento para una autoerigida superioridad nacional al servicio del individuo, grupo, casta o partido que ejerce la dictadura.

Sus ideólogos han considerado el odio y la enemistad como fundamentos de toda relación política: “Dime quién es tu enemigo y te diré quién eres”, escribió el constitucionalista alemán Carl Schmitt. Hitler, su consecuencia natural, consideraba al mundo dividido en dos mitades: quienes estaban con él y eran sus amigos y quienes le contrariaban y eran sus enemigos. Es la ideología del tú o yo, nosotros o ellos, para la cual la realidad se dirime entre dos colores del espectro: el blanco o el negro.

¿Ha terminado la Venezuela multicolor de la democracia post 23 de enero convertida en un paisaje en blanco y negro?

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No se requiere particular perspicacia política para concluir dando una respuesta afirmativa a esa interrogante. Bien quisieran aquellos pol’iticos y columnistas bienpensantes que se fascinaran con el discurso reivindicativo y justiciero del caudillo luego de su sangriento golpe de Estado, sirviéndole de sostén e incluso pavimentándole con su mediática algarabía el acceso electoral al Poder, que no fuese así. Y tanto lo creen, que atribuyen a la malintencionada óptica de los opositores negarse a ver el cromatismo multicolor de la Venezuela acaudillada. Para ellos, no es el país el que se encuentra sometido a una dialéctica totalitaria: el radicalismo no sería asunto de la cosa misma, sino atributo adjetivo de quienes se empeñan en poner las cosas en blanco y negro. En el colmo del birlibirloque y su ominosa claudicación intelectual, terminan por culpar de totalitarios a las víctimas, no pudiendo ocultar su aviesa simpatía con el victimario. O su inconsciente o involuntaria complicidad con el actual estado de cosas.

Lo cierto es que nunca en la historia democrática del país, un gobierno había logrado concentrar en manos del presidente de la república la totalidad de los poderes públicos. Todos ellos, desde el judicial hasta el legislativo y el militar, desde la fiscalía y la contraloría general de la República hasta el llamado poder moral y ciudadano, el CNE y la casi totalidad de gobernaciones y alcaldías se hayan férreamente controlados y dominados por el teniente coronel, quien decide de su destino a su absoluta discreción. A esa total concentración de poderes se suma la libre y arbitraria disposición sobre los recursos públicos sin cortapisas de ninguna naturaleza. Y articulando su voluntad de entronización dictatorial usa a su antojo los recursos y mecanismos electorales, organizados, dotados y dirigidos sin otro fin que copar la absoluta totalidad de los espacios públicos y permitir la conversión de los procesos electorales en autopistas de la voluntad omnímoda del caudillo. Hoy, en Venezuela, Hugo Chávez Frías puede proclamar sin ninguna reserva la tristemente célebre frase de Luis XIV: El Estado soy Yo. Ya lo ha dicho. No le cabe otra denominación que la que le diera el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos al siniestro personaje de su afamada novela inspirada en el tristemente célebre dictador paraguayo, José Gaspar Rodríguez de Francia. Como él, bien quisiera ser nominado por una Asamblea de manipulada mayoría absoluta emergida de elecciones con participación opositora dictador a perpetuidad, como Fidel Castro. Ambos pueden referirse a sí mismos como el Dr. Francia: Yo, el Supremo.

Si aún sobreviven vestigios de la pasada vida democrática y se dejan oír aisladas voces de disidencia, se debe a la utilidad decorativa que tales voces y tales resquicios mediáticos preservan, especialmente cuando han sido reducidos al papel de corifeos. En un concierto internacional que repudia de dictaduras a la vieja usanza y aún baila al son de trasnochadas utopías, intelectuales bienpensantes y dulces enemigos políticos pueden protagonizar contrafiguras y antagonistas perfectos: un barniz de democratismo occidental siempre le viene bien a un déspota moderno.

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De tal suerte, ha terminado el país opositor y en particular su dirigencia dividido en dos grandes bloques políticos: el de aquellos que aún no adquieren conciencia de la gravedad histórica del mal existencial que sufrimos y aquel otro que no requiere de mayores estudios histórico-sociales para tener conciencia cabal de este grave mal. Los primero creen – quisiéramos imaginar que de buena fe y no mediante la manipulación crematística de los áulicos presidenciales – que pasamos por un simple mal momento que requiere de paciencia, colaboración o complicidad, de modo a preservar los espacios cada vez más insignificantes que aún conservan. Construyen una política de gradualismos que divide el país no entre demócratas y autócratas, entre déspotas y liberales, sino entre Goliat – el caudillo – y David, los infortunados opositores. Lo ha dicho literalmente el diputado Gerardo Blyde, de Primero Justicia. Somos, para quienes piensan y actúan como él, patéticamente minoritarios. Y ya se sabe: las minorías no suelen tener la razón. De allí que le recomienden a nuestro quebrantado David esperar pacientemente por un crecimiento natural, pasito a pasito y se horroricen ante la sola idea de poner en sus manos una honda con la que darle una pedrada en el corazón al íncubo de Miraflores. Por el contrario, apuestan al envejecimiento natural del cíclope que nos desgobierna. Visión de ambigüedad y pusilanimidad políticas que condena toda resistencia por “corto placista” y enaltece toda colaboración como sabiduría largo placista. Y para la cual no hay otra alternativa a la participación electoral que pregonan, que “empantuflarse”. Chávez, Rangel, Cabello, Chacón y su entorno gozarán escuchando a estos nuevos ideólogos del anti chavismo light. Creen conocer al monstruo por dentro: ven en Chávez a un Lusinchi o un Caldera de mala muerte. De modo que hasta la mano estiran y se inclinan cortesanos ante cada proceso electoral al que llamen desde palacio.

No es ninguna ironía: constituyen la médula, la flor y la nata de los viejos y nuevos partidos políticos. Van desde Acción Democrática hasta Primero Justicia. Creen de verdad que la oposición democrática venezolana es una atribulada y desangelada minoría y andan pateando cerros, Sísifos idiotas, en la ingente tarea de conquistar para sus minúsculas estructuras partidarias y sus escuálidas legiones de electores los remantes que deja la repartija misionera de Mercal y Barrio Adentro. Les acompaña un nuevo artilugio puesto al día por la tristeza de los nuevos tiempos: la Nueva Izquierda. El 7 de agosto se verán horrorizados en el espejo de sus miserias: como en una película de horror verán retratadas sus calaveras.

La línea divisoria entre la nueva y la vieja oposición en esta Venezuela en blanco y negro pasa por la aceptación o el rechazo a los procesos electorales, bajo las actuales condiciones de opacidad, manipulación y ventajismo. Pasa asimismo por la caracterización del régimen y las estrategias y tácticas que se implementen para enfrentarlas. ¿Enfrentamos un mal gobierno o un régimen dictatorial? No se trata de un asunto académico: de la adecuada respuesta intelectual y política dependerá nuestra existencia como nación libre, democrática y soberana. El pueblo venezolano, curtido en sus luchas contra la autocracia y la dictadura, debe volver a decirle NO al régimen. Como lo hiciera sin que le temblara el pulso en 1810, en 1958 y terminará diciéndolo en estos tiempos de tinieblas.

¿Quién le tiene miedo al NO?

[1] Democracia y Partidos Políticos, José Antonio Crespo, en Léxico de la Política, México, 2000.

[2] Norberto Bobbio, Diccionario de Política, México, 1991.

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