Venezuela: suspendida licencia para votar
Imaginemos un país serio, en el que las leyes se cumplen. Imaginemos también a un conductor en estado de ebriedad, que en cosa de minutos atropella una viejecita, se «como» tres luces rojas, y termina por arrollar un poste del alumbrado público. ¿Qué le pasa al sujeto en esas sociedades, una vez capturado por la policía? Pues sencillamente, y sólo para empezar, le suspenden la licencia de manejar.
Pensemos por otro lado en nuestro país, un país cuyo electorado votó en 1988, por segunda vez, por Carlos Andrés Pérez, quien había sido execrado diez años antes por su atolondrada gestión de gobierno. No contenta con eso, la mayoría votó en 1993 por Rafael Caldera, anciano soberbio, lleno de mala fe, que concebía su partido como instrumento exclusivo de su ambición personal, y que en cinco años adicionales terminó de hundirnos en un pantano. No satisfechos con nuestros desatinos, elegimos en 1998 al autor de un brutal golpe de Estado, a un caudillo mesiánico que cree estar luchando en una nueva Guerra Federal, a un hombre que ha causado gigantescos y tal vez irreparables daños a la democracia y la economía nacionales, y que se apresta a llevar al país a una tragedia.
Preguntémonos entonces: ¿Merecemos tal vez – y haciendo una analogía con el caso del conductor ebrio – que nos suspendan la licencia para votar? ¿No hemos cavado nosotros mismos la tumba de los sueños que en alguna ocasión acariciamos, de transformar a Venezuela en un país desarrollado, y construir una sociedad abierta, democrática, y próspera?
Tal como marchan los eventos, me parece probable que, más temprano que tarde, la aplastante crisis institucional venezolana se lleve por delante las escasas barreras constitucionales que aún sobreviven en el país, y produzca el resultado abiertamente violento y dictatorial que con tanto afán, y con base a tan enormes desaciertos, hemos buscado.
Todo indica que se acerca el momento en que nos será suspendida la licencia para votar.
¿Es que acaso puede ser otro el desenlace de una situación como la que actualmente transitamos? Es que acaso creemos que tal cúmulo de errores, que tanta insensatez política, que semejante delirio público, no tiene costos? ?Es que acaso presumimos que saldremos ilesos de este circo político, el que ahora contemplamos, que en ocasiones luce como una mezcla de película de Cantinflas (por su comicidad), y novela de Kafka (por su sentido del absurdo)?
En Venezuela, normalmente, los conductores ebrios se salen con la suya. Atropellan viejecitas, se «comen» las luces, andan por las avenidas a 180 kilómetros, y prosiguen tranquillos su vida, hasta que la fatalidad se interpone en su camino. A nivel colectivo, no obstante, nuestro espacio de desatino político se está estrechando claramente. Es más, ya no queda espacio sino para dar vueltas sobre el mismo punto: el de una crisis agobiante, paralizante, esterilizante, que corroe las energías creadoras de la sociedad, de una sociedad que sucumbe en medio de falsas ilusiones, de imposibles expectativas, de hostilidad sin rumbo y rabia sin destino.
Es cierto no hemos tenido un liderazgo a la altura de los desafíos nacionales. En 1989, ya de nuevo Presidente, Pérez -acosado por las circunstancias y presionado por la crisis fiscal – trató de dar un viraje, pero sin antes haberse tomado el trabajo de iniciar un proceso educativo (y el liderazgo es eso: educar), capaz de prepararnos para el cambio modernizador que implicaba su «paquete» económico. La respuesta de un pueblo que se sintió engañado, pues esperaba más populismo, no se hizo esperar: el «Caracazo». Después de allí, la caída no se ha detenido: el apoyo popular a los golpes de 1992, la liquidación de la dirigencia democrática de relevo, la equivocada elección de Caldera, sus cinco patéticos años de desgobierno, y para completar la faena, la elección de Hugo Chávez y su espejismo constituyente, el punto culminante de la pesadilla venezolana.
Es cierto: no hemos tenido un liderazgo capaz; pero eso no nos exime de culpas como pueblo. Si los líderes modernizadores no han surgido, ello se debe en buena medida al simple hecho de que no deseamos escuchar ese mensaje de transformación futurista. Los venezolanos no queremos admitir el reto de la modernización; no queremos adaptarnos a un nuevo entorno internacional (que nos exige incorporarnos a la globalización competitiva), y doméstico (que nos revela que el modelo petrolero-rentista es incapaz de procurar nuestra prosperidad). Los que, aunque con timidez, se han atrevido a enfrentarnos con un atisbo de verdad, han sido acribillados por una opinión pública que aspira retroceder, volver atrás, garantizar que el viejo modelo populista funcione nuevamente.
Por eso escogimos a Pérez en 1988: no para cambiar, sino para restaurar la vigencia de sus «años locos». Por eso escogimos a caldera en 1993: no para cambiar, sino para asegurarnos de que un «padre protector, justo y bondadoso» (el de la «Carta de intención con el pueblo») le daba a cada quien lo suyo. Por eso escogimos a Chávez en 1998: no para cambiar, sino para arremeter contra los chivos expiatorios de turno, y para «redistribuir» una riqueza ficticia, que no somos capaces de generar con nuestros esfuerzos, y que ya el petróleo es incapaz de proporcionarnos.
No; no podemos evadir nuestra responsabilidad colectiva.
Como el conductor ebrio que se sale con la suya sólo hasta que su irresponsabilidad le empuja a un abismo, los venezolanos estamos acercándonos peligrosamente a la hora de la verdad.
¿Cuándo exactamente, y de qué manera? Esas precisiones son asunto de astrólogos, no de analistas políticos. Lo único que es razonable afirmar es lo siguientes: Venezuela se merece a Chávez, y merecemos las consecuencias de nuestra ceguera como pueblo. El desenlace de nuestra crisis nacional se avecina, y será seguramente traumático. Chávez no está haciendo otra cosa que lo anunció haría, y ese rumbo no servirá para otra cosa que llevarnos de una vez por todas al foso del empobrecimiento masivo y radical, y a un crecientemente desenfadado autoritarismo político. A las pruebas me remito. repito, aunque sea doloroso admitirlo: lo tenemos merecidos.
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