Opinión Nacional

Viramundo

La necesidad suele ser la madre de las invenciones, afirman los anglosajones, en su civilización procreadora de adminículos, tecnologías y corrientes de pensamiento. Listo, ya me catalogaron de pitiyanqui, cosa muy cierta pues soy fan de los pitiyanquis de Nueva York en Grandes Ligas, y aquí, en la estropeada Tierra de Gracia, de los escualos (que no escuálidos) de La Guaira. Pero basta de pelota y a lo nuestro. La estrechez nos obliga a soportar las mil y una, sin derecho a pataleo.

Me explico. La susodicha necesidad me lleva a una oficina pública nuestra en procura de una documentación. La cantidad de requisitos abruma al más pintado. Kafka no tarda en aparecer en la memoria. Que si copias certificadas de esto, que si solvencias de aquello, que si no sé cuánto en timbres fiscales, que si sopotocientas fotocopias. ¡Madre de Dios, ampárame! Hace unos cuantos años rodaba por ahí un chiste asegurando que Hitler, Stalin, Mao Zedong, Idi Amín, Atila el bárbaro y otros semejantes no reencarnaron en cucarachas, bachacos culones o congorochos, sino en burócratas exigidores de papeles y trámites. Sádicos hasta en otras vidas a pesar de la Ley del Karma. ¡Na guará!

Pero a toda regla le sale su excepción. Mi antigua compañera de liceo Éukarys1 trabaja en una de esos despachos. Al reconocerme, luego del saludo afectuoso de rigor, procura aliviarme la carga. Su asesoría me resulta valiosa para navegar a través de las aguas pichacosas de la burocracia estéril, hinchada y metastasiada.

Éukarys me revela algo ya sospechado por mí, aunque en términos más filosóficos. Confieso que me las doy de pensador profundo, aunque quizás no pase de ser otro hablador más de gamelote. La naturaleza profunda de esta clase de regímenes se nutre del burocratismo. A los caudillos les gusta controlarlo todo. Les encanta vejar a la gente. Que les rindan pleitesía. Que los perfumen con el incienso del culto a la personalidad. Que les jalen mecate por los siglos de los siglos. De ahí germina la necesidad de una burocracia aplastante y ladilla. Éukarys me corona el razonamiento con esta perla: son vainas de los cubanos, Renny. Los tenemos metidos hasta en la sopa. Fregando la paciencia.

Los antillanos fidelistas medran en registros, notarías, tribunales, oficinas públicas. Habitualmente no se dejan ver por los infelices mortales ciudadanos de este ex–país, para fusilarle el léxico al profesor Blanco Muñoz. Pero los funcionarios de mediano y alto nivel sí tienen que lidiar con ellos. Éukarys me afirma —y yo le creo, ciertamente— que algunos se pliegan perrunamente a los dictámenes empatucados de altanería de los cubanos. Sin duda, se trata de seres reptilíneos, de reptiles alineados, de esos que abundan en las novelas sobre dictaduras tipo Arthur Koestler por acullá. O tipo José Rafael Pocaterra, más por aquiles.

Hay quienes sobrellevan la carga del abuso y del maltrato prodigados opíparamente por los cubanos. Necesitan del sueldo pues tienen familias, compromisos, cargas, y saben de la no existencia de oportunidades laborales allá afuera. El desempleo cunde, Éukarys y sus compañeros de la administración pública bien lo saben. Ellos callan ahí adentro. Pero nos cuentan a nosotros —quienes aún podemos escribir, hablar y desplegar un hilillo tenue de libertad de expresión—, para que hagamos saber al resto de los venezolanos las humillaciones que viven a diario. Por parte de los cubanos del chivudo.

La olla de presión está cogiendo presión

La información me llega por conducto de Pedro Luis1. Su hijo labora en una base aérea. Un antiguo sargento técnico. Ahora le dicen coronel, pero le rebajaron los beneficios. De vez en cuando les lanzan unas bonificaciones, carcomidas por la hiperinflación, pero si se llegan a enfermar él o su familia, cero hospital militar, cero clínica privada, como antes. Ahora los mandan donde los cubanos. Y dale con los cubanos.

El hijo de Pedro Luis empieza a contarme, dándose ánimo meneando un escocés. Lo acompaño con un caballo frenao (me da menos ratón, aunque usted no lo crea). Cuatro aviones rusos despegaron en un ejercicio de rutina. Piloteados por venezolanos, cosa rara pues ni los eslavos ni los antillanos le tienen confianza a los del patio. Ya en el aire, sin haber transcurrido ni diez minutos, los bichos cogen con un beriberi. Humo por aquí, temblequeos por allá, cual camastrones, cual katanares.

El hijo de Pedro Luis me describe lo atrasado de la aviónica de esos cagajones (sus propias palabras). Mientras en los F-16 y Mirage todo era computarizado y automatizado, en los pajarracos moscovitas abundan las maniguetas, los manubrios, las chancletas. Al iniciarse la patulequera, los pilotos venezolanos deciden abortar el operativo. Los cubanos se desgañitan desde la torre de control, ordenándoles permanecer en el aire so pena de graves consecuencias. Caso omiso. A duras penas regresan a la pista.

Al descender de las naves, los cubanos se les enciman, gritándoles improperio tras improperio. Los pilotos venezolanos conocen el riesgo para sus carreras pero, luego de aguantar durante varios minutos cualquier clase de insultos, la paciencia se agota. Una cosa es que te vocifere encima un superior, algo típico en el ámbito castrense, y otra lavativa es que te veje un forastero comunista. En tu propia patria.

Uno de los venezolanos, sin más ni más, le arrea unos pescozones a un fidelista. Salen a relucir armas cortas. El comandante de la base se interpone, en medio de una tensión más gruesa que un hueso de gallina atravesado en el gaznate. La sangre no llega al río, por ahora. Los castristas abordan unas camionetotas último modelo y se marchan de las instalaciones, amenazando con informar de todo esto al gran jefe. Ellos tienen acceso directo al jefe grande. Ellos tienen los dólares. Ellos mandan aquí.

El hijo de Pedro Luis no quiere seguir hablando. Los venezolanos como que no queremos seguir hablando. ¿Nos resignaremos a que la planta insolente del extranjero nos pisotee en nuestra propia tierra?

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