Opinión Nacional

Vivir las derrotas: comprender la democracia

Nadie es demócrata porque diga que cree en la democracia. Democracia no es, necesaria y únicamente, como creen algunos tontos, fechar elecciones, apostar a ganador, organizar maquinarias y alborotar montoneras. Ejercer la democracia no consiste en hacer «pescueceos» arrebatados en los mitines; ni en alegrarse por gestar grandes movilizaciones; ni formular preguntas de carácter teatral e inspiración «directa» en aforos plenos de militantes incondicionales.

El verdadero rasgo distintivo de la comprensión de la democracia como conquista del hombre en sociedad, pienso, es el mismo que el de los desafíos deportivos: saber perder. Desde pequeños, conforme socializamos y aprendemos a competir, nos enseñan a plantarle cara a ese desajuste emocional, esa sensación de orfandad, ese agónico espacio de segundos en el cual todo se eclipsa, y que se apodera de los seres humanos cuando una meta largamente anhelada se aleja en clave de frustración.

En otras ocasiones se ha afirmado que el grueso de las variantes políticas de la extrema izquierda ha estructurado sus ideas sin haber podido cristalizar un estado emocional adulto. La izquierda ortodoxa y la ultraizquierda no saben arrepentirse de nada. No tienen gestos de humildad y nobleza, sobre todo si sienten que, al tenerlos, pueden llevar agua al molino de una causa ajena. Todavía no ha aparecido el primer dirigente comunista con la estatura suficiente para excusarse por todos los crímenes y atrocidades que se cometieron en el siglo XX a nombre de la clase obrera; por la criminal proscripción de la memoria de León Trostky, por los crímenes en Rumania y Etiopía.

Como ha quedado recogido en otras ocasiones, esa obtusa rigidez que opera para interpretar las coordenadas de la historia y el devenir humano no lo convierte en un militante crítico, sino en un creyente religioso. Aquel que cumpla el credo revolucionario tiene licencia para todo: es esencialmente «bueno». Stalin, Pol Pot, Kim Il Sung, Castro, los jefes de las Farc y «El Chacal» Ramírez, no son unos asesinos: se trata de «compañeros que se excedieron en los métodos». Asesinos son, exclusivamente, Videla, Pinochet y los militares uruguayos. «Medidas necesarias»; ejecutadas por «el partido», ese que tiene «mil ojos» y «nunca se equivoca». Esa es la oración secular de los comunistas del siglo XX.

Con un sistema de ideas estructurado, pero prisioneros de un espíritu enanizado, atrapado en una dinámica adolescente, el leninismo, el maoísmo, el guevarismo y el resto de las variantes aplicadas de la ortodoxia marxista rara vez asume la responsabilidad política de sus incontables desaciertos. El ejercicio de la «crítica y la autocrítica» es una especie de bordado retórico cuidadosamente concebido para no «hacerle el juego al enemigo». Cualquier comunista es perfectamente capaz de mentir si con eso cree que está ejecutando un aporte directo a la causa que considera justa.

Todos los días los vemos, a Maduro, al diario Vea, a Elías Jaua y al ministro Villegas, aludiendo conspiraciones y sabotajes, dibujando un «laboratorio mediático»; denunciando que dos y tres golpes de Estado andan en marcha, o en su defecto un plan para asesinarlos. Parecen seguros de que con eso la audiencia podrá distraerse: la culpa es de los demás; nunca será propia. Un muchacho de bachillerato, empeñado en malponer a sus padres con el profesor que lo volvió a aplazar en química.

Ahí vemos a eso que queda del castrismo en Cuba: asqueados del «hipócrita parlamentarismo burgués», decidieron ahorrarse el trabajo de tener que pasar por una derrota electoral: Fidel Castro gobierna durante 50 años, celebrando elecciones donde nadie puede elegir, y una vez que se enferma, coloca ahí nada menos que a su hermano. La «verdadera democracia».

Tan perfecta que no necesita preguntarle a los ciudadanos qué opinan de ella.

La victoria electoral del pasado 14 de abril fue tan ajustada y dudosa que, en algunos foros independientes de Internet de amplia lectoría, algunos militantes y simpatizantes del chavismo parecen pasearse seriamente, por primera vez, por la posibilidad de perder algún día el poder.

Nadie debe dudarlo: la jerarquía chavista ha afirmado que cree en la democracia porque, hasta el momento, sabía que no corría mayores riesgos de perder unas elecciones. Es un razonamiento que en cualquier otro dominio de la política latinoamericana sería sencillamente rutina: el poder político es un haber que se pierde y se gana; no es un comodato cedido por Dios para ejercerlo a perpetuidad. La alternabilidad es, por tanto, un valor consagrado sobre el cual no hay discusión posible: un supuesto que está implícito en la redacción de cualquier Constitución, incluyendo a la nuestra. La única manera de consolidar un invicto en estas lides es imponerlo por la fuerza.

Los razonamientos aludidos, volcados en artículos de opinión, debo reconocerlo, me causaron una enorme sorpresa. Es toda una noticia: hay sectores políticos en las bases del chavismo, organizados o realengos, que, en vista del comprometido y dudoso resultado electoral, acaban de concluir que, después de todo, perder unas elecciones no significa perder la vida. El procedimiento contemplado es el mismo de todos lados: se pasa a la oposición y se lucha por la reconquista.

Reflexiones que podemos aludir en esta hora, al comprobar una y otra vez el patético obrar de los miembros del alto gobierno: la secuencia de imposturas y maniobras en las cuales no se agota la capacidad de mentir, cruzadas todas por el mismo hilo conductor: el pánico cerval a quedar finalmente derrotados en unas elecciones.

¿Comenzará el debate en el madurismo? ¿Entenderán los miembros del oficialismo este punto fundamental de la vida ciudadana y la organización de sociedades? Desde esta acera, con el cuero ya forjado a partir de la vivencia de derrotas, los exhorto sinceramente a que se atrevan a dar el paso.

Sobre todo ahora que las posibilidades de quedar política y electoralmente derrotados es más alta que nunca jamás.

 

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