Opinión Nacional

¿Y los tuertos del Mayo Francés?

“ – No se puede leer a Marx en la playa.
No me preguntes por qué, pero no se puede”
Alfredo Bryce Echenique
(“La exagerada vida de Martín Romaña”: 22)

Muy a principios de los sesenta, en un estudio sobre América Latina, Jacques Lambert aseguraba que la protesta juvenil retrataba el subdesarrollo político, tanto como la inflación lo hacía en el campo económico. Precisamente, el vivo y valiente activismo estudiantil constituyó y constituye una constante histórica en este lado del mundo, pero no tardaría la sociedad del hartazgo del mundo desarrollado en desmentir al referido autor.

1968 sirvió de escenario para los más duros sacudimientos de Berkeley en California, La Sorbona y el novísimo campus de Nanterre cercano a París, por no citar las conmociones de la Universidad Libre de Berlín o la masacre de Tlatelolco. Más de cien fábricas ocupadas y 12 millones de obreros en huelga, fermentaban a la sociedad francesa que creyó – apenas – un detalle la detención de los pocos integrantes del comité de lucha contra la guerra de Vietnam: provocó una movilización a partir de marzo que culminó en mayo del citado año, emergiendo el liderazgo de un estudiante de sociología llamado Daniel Cohn-Bendit, y concluyendo en la disolución del parlamento y la inmediata convocatoria a elecciones en junio.

El Mayo Francés emblematizó la clara contestación política que no podía trepar con entera eficacia la industria cultural, afincada tan sólo en los conflictos generacionales. La célebre escuela de Frankfurt, el freud-marxismo o la más libérrimas expresiones del izquierdismo, hallaron cupo en el debate público con una fuerza vigorosa, aunque la prensa venezolana de distinto signo observó con cautela el fenómeno, pues había más lecciones que dar, en lugar de recibirlas, en una materia hoy – sin dudas – de alcances insospechados.

Hallamos, por una parte, que en nuestro país, por su espontaneidad y fuerza de convicciones, hubo movimientos que si bien no adquirieron similar importancia a nivel de la opinión pública mundial, recogieron la autenticidad juvenil que impregnó todo nuestro espectro político. La llamada Renovación Universitaria, el Poder Joven y, nos permitimos incluir, las rebeliones en la Juventud Socialcristiana de mediados y finales de los sesenta, muy bien pueden ejemplificar el temple y la entereza de los jóvenes que hicieron de la inconformidad el mejor trazado de un itinerario – muy quizá – todavía polémico.

No disminuimos en modo alguno el sentido, el interés o las consecuencias que tuvo el Mayo Francés, a cuatro décadas de los febriles acontecimientos, pero deseamos reivindicar una de sus variedades – si se quiere – en cuanto a espontaneidad y convicciones que hacían nuestro subdesarrollo político, a juzgar por el otrora exitoso libro de Lambert, independientemente del dato cronológico. Por lo demás, groseramente simplificado en la disputa generacional, irremediablemente envejecido el ahora activista ambiental que una vez fue conocido como “Danny, el rojo”, la interpelación recae sobre el relevo político que se asoma bajo los auspicios de un proyecto dizque revolucionario en Venezuela.

Encontramos, por otra parte, con la relectura de una novela memorable como “La exagerada vida de Martín Romaña” de Alfredo Bryce Echenique (Argos Vergara, 1981), una estupenda versión de los eventos de París de 1968, condenado el protagonista, hijo de una acaudalada familia burguesa, a estudiar la vida de los sindicatos pesqueros de su natal Perú, a los que jamás había visto, para conquistar el amor de la Inés marxista, mientras llegaba el de Octavia. Obra salpicada de un vibrante humorismo (como el de la duda en rendir homenaje al soldado desconocido, mientras había tantos peruanos indocumentados o asentar definitivamente que los franceses sólo aceptan por explicación las propinas), retrata la movilización en el Barrio Latino para conquistar a las parisinas detrás de las barricadas, descubriéndose tuerto el protagonista: “… Desde que Inés me plantó, no encontraba nada mejor que hacer con la mano que Sandra ya había cogido para llevarme sabe Dios a dónde, un poco lazarillo, un poco a través de las barricadas, un poco como a un ciego, pero cojones qué tal ciego tan clarividente, tan pesimistamente lúcido, tan tuerto en tierra de ciegos” (379).

Otro novelista, Jorge Semprún con “La algarabía” (Plaza & Janés, 1981), quiso adivinar la desembocadura en una Comuna de París de 1968, a lo mejor reencarnado Marx en el soldado fumador en su rato de ocio, como bien lo ilustró cierta vez Irene von Treskow. Empero, la certeza está en que aquél mayo quedó muy lejos y los tuertos que existen están presos o confortablemente instalados, por lo menos en Venezuela, gracias a un socialismo al que todavía le falta por enterarse de Frankfurt o de la caída de un muro en Berlín.

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