Opinión Nacional

Yo y mi partido, mi partido y yo

No pocos pensaban que la muerte del autócrata acababa con la autocracia. Y lo pensaban afectos y opositores, omitiendo procesar las señales –bastante notorias– de que en los últimos años el poder personalista dejaba lugar a uno más corporativo, no ligado a instituciones visibles sino a la distribución de cuotas de poder entre grupos o tribus enquistado en varios rincones del aparato estatal.

Esta nueva configuración ha necesitado no sólo tiempo sino violaciones flagrantes a la Constitución y purgas específicas para conjurar las tormentas que amenazan con echar a pique el buque fantasma en el que se convirtió la nación.

Quizás ya no caigan rayos y centellas sobre el maderamen, pero el mal clima persiste. Algunos se complacen en sugerir que la oposición ha contribuido a nivelar el timón, y con ellos vuelven las sirenas de la antipolítica a tratar de equivocar el rumbo. Cuando digo “antipolítico” me refiero a dos cosas que van juntas: la desconfianza hacia los partidos políticos como instrumentos de la política por una parte, y por la otra la creencia –no siempre muy articulada, pero siempre presente– de que la solución no es política sino técnica (el discurso de que lo que hace falta es gente “capaz” o sabia) o también providencial: una partida de nacimiento, una catástrofe, una revuelta, un mesías, un mártir.

Quizás habría que dar un paso atrás y preguntarse si las condiciones que dieron origen al chavismo han sido “superadas”. Me inclino a creer que muchos aspectos de esa configuración siguen larvados, sin desarrollo: el principal de ellos, el de los medios o condiciones para la acción política, es decir el tema de los partidos.

El chavismo –como sus predecesores gomecista y perezjimenista– se instala con pretensiones explícitas de acabar con los partidos, y a despecho de su intoxicación doctrinaria (que por cierto, bien necesita altos estudios para ser dilucidada) y a despecho igualmente del usufructo que la parasitaria izquierda internacional, aún tiene el hueso militar y la sangre antipolítica de su origen. Y eso es como un seguro contra el naufragio porque conecta con una cultura política que no desapareció durante los años de la democracia sino que conspiró contra ella desde siempre, y que encontró en Chávez su figura, se desencantó y quiere seguir buscando otra.

Releo los textos de Juan Carlos Rey y recomiendo especialmente El sistema de partidos venezolano, 1830-1999, publicado por el Centro Gumilla, en el que el autor examina la aparición y desarrollo de las agrupaciones políticas en el contexto de una cultura pública en la que, desde la Independencia, predomina la antipolítica. La tesis fuerte de Rey para explicar el colapso del sistema de partidos democráticos es que paradójicamente estos partidos sucumbieron a la antipolítica al descuidar las prácticas de control institucional sobre la acción de sus militantes una vez electos. Perdieron la responsabilidad política –que es el atributo más importante de una democracia representativa– y se refiere a que el partido gobernante debe responder por la calidad de sus acciones de gobierno y por el cumplimiento de su oferta electoral y política. Gobernar mal tiene un precio, que es perder el poder, lo que supone que debe haber mecanismos para reemplazar al gobernante: elecciones periódicas y alternativas políticas.

El caso es que, de acuerdo con Rey, llegó un momento –a partir de 1989– en que los partidos no se hicieron responsables de lo que hacían sus militantes en funciones de gobierno. El presidente gobernaba solo y los partidos dejan de ser necesarios.

El asunto es que no hay democracia posible sin partidos que sirvan de intermediarios y articuladores de las demandas sociales, y que sean políticamente responsables, es decir que provoquen confianza al rendir cuentas a sus electores. No es a partir de restos de naufragios súbitos que vamos a reconstruir una democracia erosionada durante tantos años.

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