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¿Otro diálogo?

En medio de la encrespada lidia entre gobierno y oposición, retoña la palabra que tanto prurito causa a los afiebrados jacobinos de cada bando: por un lado, los exóticos funcionarios impedidos para la escucha; por otro, los escépticos de siempre, los devotos del fast-track, la detonación. Nos referimos, claro está, al diálogo. »Venezuela es un pueblo golpeado por la falta de diálogo político», dice el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, e insiste en el acuerdo para mitigar el brete. Lo invoca el Presidente Macri, y apunta su alarma al gobierno venezolano a fin de que “se abra algún tipo de diálogo para que esto pare”. Lo aconseja el Papa Francisco, quien, según una fuente del Vaticano, advierte en misiva enviada a Maduro que «una crisis que queda sin resolver genera otra crisis aún más grave”. Una deformada criatura se ceba así en la parálisis, las tensiones encontradas en punto de no evolución.

Evocar el espinoso, nulo tanteo de 2014 quizás presta razones para el cinismo, para despachar la posibilidad de que acá vea luz algún tipo de dinámica de cooperación tendiente a la construcción de significados comunes a ambos interlocutores; capaz, además, de producir resultados en la práctica. Hablamos de esa gestión del conflicto ineludible en democracia, del intercambio que desmonta el plano contemplativo y la simple ficción retórica para generar cambios tangibles en las relaciones sociales amenazadas por la contradicción y la ruptura. En este sentido, a los venezolanos nos sofoca un hecho cierto: depende del Estado garantizar consensos mínimos, abrir ese espacio de contención nutrido por la pluralidad de pensamiento, pero es obvio que tal condición no forma parte del talego de motivaciones de un modelo fundado en la exclusión, en el no-reconocimiento del otro. Verdad que en 2014 un gobierno que se mecía en el blasón de legitimidad conferido por el voto popular sentía que podía darse el lujo de ignorar los apremios de su adversario. Pero es también notorio que ese paisaje varió tras el 6D. Con el intercambio de posiciones que impulsó una nueva mayoría, vino una reconfiguración del ánimus, del empoderamiento colectivo, se trazó otro mapa emocional y psíquico en la población. Sí: aunque el chavismo luzca fuerte o se mantenga atornillado a su ultimátum de origen -el de “jamás” pactar con el enemigo– el país cambió. Lo cual hace pensar que las condiciones para un posible diálogo (y sus nuevos retos) estarían tocadas por la alteración de ese tablero.

La inusitada coyuntura -que transcurre en el marco de la desinstitucionalización alentada por un autoritarismo con portada democrática- trae a colación el ejemplo de otros países, forzados a echar mano del diálogo político como vía para aliviar el atasco propio de las transiciones. Ante el crónico latiguillo de que “dictadura no negocia”, vale recordar el caso de Polonia, donde según el exsindicalista y expresidente Lech Walesa, el dialogar evitó que su país se convirtiese en un eco trágico de Ucrania. Hacia 1988 (un año antes de su derrota en las urnas) el gobierno, en gesto de pública porfía, rechazaba nuevamente la oferta del líder de “Solidaridad”, anunciando que nunca negociaría «bajo la amenaza de la pistola de las huelgas«. Hacia lo interno, sin embargo, el asesor del general Jaruzelski, Wladislaw Sila-Nowicki, opinaba que el diálogo era “un imperativo categórico«. No hubo sigilos, eso sí, en la crucial intervención de la iglesia (autoridad que en pleno conflicto aparece como ultima ratio) y en especial de Juan Pablo II: “continuaré siendo sensible a todo lo que pueda amenazar a Polonia, a lo que pueda acarrearle daño o deshonrarla”, afirmó entonces. A merced del estrecho callejón de la crisis y las presiones, la cerrazón de un régimen de aspecto irreductible acabó desmantelada en una mesa de diálogo que tras los “Acuerdos de la Mesa Redonda”, promovería la eventual democratización.

Curioso paralelismo: tras la noticia del envío de la carta del Papa al presidente Maduro, el cardenal Parolin, secretario de Estado del Vaticano, aseguró que la única solución para la crisis venezolana es encontrar respuestas conjuntas en una mesa de negociación. La visita del Secretario para las Relaciones con los Estados del Vaticano, Monseñor Paul Gallagher, pudiese ofrecer más pistas sobre la intención de la Iglesia de asumir un rol mucho más activo en el proceso, quizás proponer un arbitraje validado por ambas partes. De resultar positiva esa gestión, vendría a reforzar la insustituible estrategia de movilización interna que el liderazgo opositor pulsa alrededor de la salida democrática: el eventual revocatorio y la celebración de las elecciones regionales, este año.

Mientras haya política, el enemigo sigue siendo humano, dice Julien Freund. Llegado el momento, armados de esa razón opuesta a la barbarie que de ningún modo han logrado quebrar, confiemos en que la praxis política nos dote de báculos eficaces para orientarnos, para desbancar la incertidumbre, para desafiar la finta: ese “jamás” que por irreal, no puede ya distraernos ni asustarnos.

@Mibelis

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