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Pequeño o gran olvido

Dulce María Loynaz es una persona que si usted, lector, llegó a conocerla no la podrá olvidar, porque su personalidad que se expresa en su obra poética es tan sobresaliente que ni siquiera el empeño de olvidarla lo podría lograr. Su padre, me parece recordar, casi asegurar, que el nombre era Enrique si mis informaciones no son erradas; y que además fue autor de la letra y de la música del himno nacional de Cuba, lo que lo coloca de alguna manera como transmisor de ese espíritu que impactó a Dulce María. Toda la familia fue un conjunto de seres, quienes con otras muchas familias ayudaron a construir lo que fue Cuba hasta la llegada de Castro.

Dulce María, nacida en 1901, no fue llevada al pabellón de fusilamiento que organizó Guevara, por supuesto con la tutoría o el beneplácito de Castro, ni tampoco fue objeto de los tantos atropellos que muchos otros cubanos que carecían del, llamémoslo pedigrí de ella, por no tener otra palabra con la cual describir lo que era su condición de hija de los próceres, obtuvo del régimen, ya siendo octogenaria después de 20 años del castrismo un lector que acudía a su casa para leerle durante una o dos horas impidiendo así, o más bien retardando, que esa cosa que se llama la “demencia senil” y que se describe con variados términos médicos, hiciera presa en ella.

Sin embargo, este artículo no pretende darle a quienes lo lean una docta ni tampoco una somera relación de Dulce María, que para mí sería tan dulce como su nombre, o doblemente dulce como los dos nombres. Todo  lo dicho hasta ahora es para introducir a su hermana menor, porque teniendo a su hermana mayor con esa esplendorosa capacidad poética debió sentir la necesidad de dejar algo que la pudiera recordar por sí misma y no como la hermana de Dulce María.

Aquí estoy yo para rescatarla y no la he nombrado, me encuentro dolido porque no puedo escribir su nombre y miren que le he dado a mi memoria, de la cual me ufano, por recordarlo. Se niega mi memoria a lograr evocar cuál es el  nombre de la hermana de Dulce María. Como no puedo lograr esa evocación, a menos que decida llamarla María Dulce, lo único que tengo para quienes me lean, es transcribirles este espléndido soneto, que como podrán apreciar, debía estar ella tan próxima a la muerte como lo estaba Dulce María al tiempo que recibía la presencia del lector que debía impedirle entrar en la demencia senil. Hasta aquí la pequeña historia.

Ahora transcribo lo que no podré jamás olvidar del mensaje que me dejó “María Dulce”. Solamente un soneto.

 “Bien sabe Dios cuanto vivir quisiera/ pero si ya la muerte me depara/ yo sabré enfrentarla cara a cara/ como a una vieja amiga que volviera.”

 “Si todos mis pecados redimiera/ aunque su paraíso me negara / y tan solo a sus puertas me dejara/ que dulce eternidad al alma fuera.”

 “Que quien mucho me quiera no me llore/cuando vaya a llorar medite y ore/. El llanto cuerpo y alma al cabo agota.”

 “En cuanto a mí, casi no pido nada/ solo que pongan en mi mano helada/ el eslabón de una cadena rota.”

Solo puedo decirle a quienes lean este artículo, que aunque yo siempre he recibido complacido de  ustedes mensajes de aprobación, este soneto de “María Dulce” clama por la aprobación de la ruptura de la cadena, aunque sea sobre nuestras manos heladas, al rendir la jornada de nuestra vida por la libertad.

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