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Perder la inocencia

“Jamás, hombres humanos,
hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera,
en el vaso, en la carnicería, en la aritmética!
Jamás tanto cariño doloroso,
jamás tan cerca arremetió lo lejos (…)
¡Ah! desgraciadamente, hombre humanos,
hay, hermanos, muchísimo que hacer.”

César Vallejo

Año 1979: los densos, premiosos, agoreros acordes de “La Consagración de la Primavera” de Stravinsky eran preámbulo de un inusual “show del sentimiento”, como lo describía Cabrujas. Retando las orillas escabrosas del realismo -tan opuesto a la fisionomía del melodrama televisivo- Julio César Mármol entregó entonces a la audiencia una obra redonda y osada, un suceso que a no pocos cautivó con su urdimbre: el amor en tiempos de clandestinidad, la dilatada noche que impuso en Venezuela el régimen militar de Marcos Pérez Jiménez. “Estefanía” no era una telenovela más, ni pasó desapercibida para aquellos que “creían que decirle al país lo que era una dictadura y una democracia era demasiada responsabilidad«, recordaba su autor, quien como parte del movimiento de resistencia estudiantil de los años 50 fue no sólo testigo del horror, sino víctima de la brutalidad que las celdas de la Seguridad Nacional deparaban a sus visitantes. Marco de la ficción que cobraba vida gracias a las virtudes del habilidoso demiurgo, el vaho de un capítulo punzante de nuestro pasado emergía en la pantalla para ilustrar a quienes no estuvimos, a quienes no podíamos recordar, sobre las luchas de una generación que sufrió los cuerazos de la dictadura.

Jamás imaginamos que esa sombra reaparecería, forrada esta vez de colorados aparejos. Vista desde la incauta perspectiva de una estirpe forjada en democracia -una imperfecta, inacabada democracia, sí, pero plena de posibilidades de redención-; estirpe poco versada, por tanto, en los gazapos de la “barbarie ritornata”, la “Estefanía” de Mármol parecía crónica de país lejano, ingrato baldón, un feo espectro que sólo jadeaba en el recuerdo de quienes nos precedieron: mordiente cuartilla que, para nuestro alivio, había sido ya superada y coronada con puntos finales. La gesta civilista de figuras como Isabel Carmona de Serra, Leonardo Ruiz Pineda, Antonio Pinto Salinas o Alberto Carnevali, habitaba ese épico imaginario en el que tocaba hurgar, claro, pero al que era impensable revivir. Tampoco parecía probable esperar tenebrosas reediciones de esbirros como Pedro Estrada, el refinado «Chacal de Güiria» (promotor de la tortura y la violación como métodos sistemáticos en interrogatorios a disidentes) o de su compinche Miguel Silvio Lanz, célebres por la crueldad de sus rutinas como funcionarios de la policía política del régimen.

No, la involución no cabía en nuestras castas previsiones… ¡quién iba a decir que los vuelos de la ficción cundirían en señal del circular déjà vu; que el punto y seguido se metería en la piel del “jamás”! Una trampa de la irracionalidad aparece para recolocarnos, años después, en un escenario donde la puja entre Eros y Tanatos ocupa de nuevo posición trascendental; un estado tan lejano a la política y tan cercano a la guerra, en donde la pulsión por competir hasta derrotar a todos los otros hombres, tal como anunciaba Hobbes, conquista la sístole de los tiranos. Las leyes tribales que ha traído consigo la dinámica de la revolución bolivariana se han vuelto principales antagonistas de esa cultura democrática cultivada durante cuatro décadas: convirtiéndose, por ende, en negación del Contrato Social. Lamentablemente, en una sociedad donde la inmunización contra la amenaza autoritaria y sus marrulleras ambiciones de refundación del mundo no era lo bastante robusta; donde además, junto al democrático, conviven en suerte de alianza promiscua otros imaginarios, atávicos y tóxicos, la carrera de ese proyecto de destrucción de la civilidad, de invasión ideológica de todos los espacios, de aniquilación de la confianza mutua y metódico arrasamiento del pasado, si bien no exterminó el germen de libertad al que aún nos aferramos, obtuvo pasmosos anticipos.

La memoria que falló, para tragedia de un colectivo que no pudo descifrar a tiempo ni con claridad los avisos sobre el arribo del lobo, debe ahora reivindicarnos. Y es que “jamás, hombres humanos, hubo tanto dolor en el pecho”: los venezolanos ya no somos los mismos, hemos perdido la inocencia. Pero eso no necesariamente sea algo que nos condene. Junto a la certidumbre de que, a contrapelo de este naufragio, toca blindar un nuevo ethos ciudadano, -democrático, fuerte, curtido- la conciencia y su sustancia, la razón, prometen fluir y recomponerse. Entretanto, otros demiurgos, otros “creadores de mundos” siguen tomando notas; seguros estamos de que, una vez que caduque, la noche que inauguró el siglo XXI en Venezuela aportará también carne y nervio a la obra de quienes hoy llevan su registro: el del pecado que no debería repetirse, el de un país que, unido por el espanto -como diría Jorge Luis Borges- logró librarse del cepo de su mordisco. Otra vez.

@Mibelis

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