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Política sin rencor

Hablar de honor y orgullo mancillado, de desquites y “venganza legítima” nos transporta a tiempos donde la “dignidad de puertas afuera” lo era todo. “El que ha perdido el honor ya no puede perder más”, sentencia Publio Siro. El espíritu caballeresco del medioevo, por ejemplo, empujaba a una bella muerte a quien encrespado por la ofensa o el menosprecio daba rienda suelta a su encono, seguro de que no le sería posible vivir sin antes reparar la valía rota. Eran días propicios para el duelo, para anticipar el bautizo de sangre armados de escudos y espadas lucientes, forrados de armaduras, yelmos y aceradas brafoneras. El buen nombre se cimentó entonces en la hombría, el heroísmo, no en el intercambio de razones. Un enemigo lo era para siempre.
Bajo la seña de tal épica el resentimiento pasa a ser motor extraordinario, una fuerza tan demoledora como excitante. No en balde la literatura ha estrujado el leitmotiv, la sed de venganza, el colosal resarcimiento concebido como expresión de justicia divina. En Dantès, Conde de Montecristo, encontramos de hecho un paradigmático referente de la vendetta, un héroe cuya motivación y domesticado rencor terminan luciendo difícilmente condenables. Pero también revela su peor versión en el pérfido Yago (“Odio al moro y se dice por ahí que ha hecho su oficio entre mis sábanas… nada podrá contentar mi alma hasta que liquide cuentas con él”) cuyo veneno desparramado corrompe a su vez el alma vulnerable de Otelo. O en el oscuro, angurriento, destructivo Heathcliff, criatura urdida por la imaginación de Emily Brontë; esclavo de la úlcera que se reabre una y otra vez para su desgracia y la de quienes lo rodean.
“El resentimiento es la constante vivencia de una humillación que no sólo no se ha olvidado intelectualmente, sino que es constantemente revivida, vuelta permanentemente a vivir, re-sentida”, escribe García-Pelayo: “consiste en un odio impotente hacia aquello que se admira o se estima, pero que no se puede ser o no se puede poseer”. Una impotencia que por cierto encuentra paradójico chance de manifestarse cuando el resentimiento copa el ejercicio del poder (entonces habría medios, pero no íntima posibilidad de resolución); cuando la causa del odio, travestida incluso de razón de Estado, salpica a los gobernados, envilece las relaciones en la polis, desfigura la administración de justicia. Es la obsesión de “triunfar para desquitarse”, tal como Gregorio Marañón describe los sofocos del emperador Tiberio, “ejemplar auténtico del hombre resentido”.
En medio del anacrónico marasmo -una lógica prepolítica cuyos valores buscan encajar sin éxito en el ánimo de la política, allí donde el reto no es vencer, sino convencer con ideas- ese “impulso de autodefensa mediante la inflicción vengativa de daño” pierde, según la ética utilitarista de John Stuart Mill, la posibilidad de transformarse en sentimiento moral, en tanto no responde a la convicción “de que el daño infligido de esta forma se adecúa al bien general”. El resentimiento colapsa así la facultad de reconocer vínculos de interdependencia, destruye la dinámica relacional. La historia da fe de ello: sobran ejemplos de líderes que bajo la saya del redentor, su verbo de fuego, sólo enmascararon el mezquino deseo de hacer pagar a los demás por sus viejos dolores. Venezuela no fue la excepción. Sobre el azogue encendido de esa cultura del rencor revolucionario, el resentimiento privado mutó en causa de muchos, usado para justificar atropellos en nombre del “pueblo” y polarizar trágicamente a la sociedad.
Son muchos los desarreglos nacidos de esa viciosa dinámica. Pero más tóxica que la incapacidad de sanación de sus portadores, es quizás la generación de nuevos círculos de ofensa-resentimiento-venganza a partir del daño sembrado por los odiadores originarios. Así Yago vierte en el oído del moro el veneno que le ”roe las entrañas”, y Otelo lo hace propio. De esos infiernos personales en los que algunos despóticos hijos se zambullen buscando pretextos para cobrar lo que te quitaron, otros venezolanos tampoco salimos ilesos. En tanto el tiempo agrava la distorsión sistémica, esa plasticidad que el resentido juzga inadmisible acaba haciéndose también inadmisible para su objeto de odio.
¿Cómo gestionar acuerdos cuando una llaga de tal guisa se incrusta en ese tránsito? ¿Cómo saber a estas alturas si las posiciones atienden a una sana, legítima convicción o si son más bien fruto de la auto-intoxicación, de espinas como las que han martirizado a Dantès, a Yago, a Heathcliff, a Tiberio, a cada una de nuestras furiosas víctimas devenidas en victimarios? ¿Estamos acaso condenados a convertir los espacios de la lucha agonista en solar del duelo perenne, donde el daño al dañador puede y debe ser admitido? En momentos tan vidriosos y ante la perspectiva de una salida que pudiese ser negociada, pacífica, electoral, ¿no convendrá zafarse del rencor que no nos pertenece, que aniquila y retrotrae; y romper el círculo, abrazar la mudanza por venir?

@Mibelis
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