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Pueblo y Fuerzas Armadas frente a la crisis: soberanía y estado de excepción

Lo que es evidente y no requiere de mayores explicaciones es que desde el golpe de estado del 4 de febrero de 1992, preñado de funestas y ya trágicas consecuencias,  Venezuela se ha hundido “en esta tierra de nadie entre el derecho público y el hecho político, entre el orden jurídico y la vida”, que es como define el filósofo italiano Giorgio Agamben al estado de excepción. ¿Qué define y, en esencia,  en qué consiste una crisis de excepción, escenario de lo que el constitucionalismo moderno califica como determinante de un estado de excepción? Son dos preguntas de naturaleza aparentemente  teórica que recubren un problema práctico, existencial, político jurídico,  que atañe a nuestra sobrevivencia como república.

Para responderlo brevemente: una sociedad ingresa a esa tierra de nadie que es un estado de excepción, cuando por la veleidad, la inconsciencia o la ambición de sus hombres, por la grave crisis de sus instituciones o por efecto de una conmoción irreparable, se suspende el orden jurídico mismo, pierde el Estado su anclaje institucional y el pacto sagrado sobre el que aquel se asentaba, quedando al arbitrio del primer aventurero voluntarioso y decidido a cogerse para sí y los suyos la existencia misma de la república. Como sucediera bajo el reinado omnímodo y arbitrario de Hugo Chávez desde su asalto al poder en diciembre de 1998. Cuando la república cayera víctima de un estado de excepción y quedara en los hechos, como hoy lo tienen claro millones de venezolanos, provisoriamente huérfana de leyes. Vale decir: sin un Estado de Derecho, usurpados sus espacios por las pandillas civiles y militares que controlan el Poder a su arbitrio y lo utilizan para cometer sus fechorías: narcotráfico, criminalidad y terrorismo. Convirtiéndolo en un narco Estado terrorista.

¿Quién manda hoy por hoy en Venezuela? ¿En quién se encuentra depositado el poder soberano del pueblo? ¿Dónde y bajo qué condiciones reside hoy, si existe,  la soberanía de este país llamado Venezuela? ¿Quién encarna la voluntad soberana del pueblo, último y exclusivo depositario de la soberanía? No son preguntas ociosas: son preguntas esenciales, que hacen a la sustancia de nuestra vida como República, a nuestra existencia histórica como Nación. Lo que está en entredicho desde el asalto electoral al Poder por parte del castrochavismo, hace ya diecisiete años y a desmedro de lo que piensa o diga la llamada oposición al castrochavismo es, nada más y nada menos, que la soberanía misma de Venezuela. Es el problema crucial que enfrentan hoy por hoy militares y civiles. Imposible eludirlo: hace a nuestra esencia. Venezuela está al borde de su desaparición como república soberana e independiente. Lo que resta, es una satrapía.

Si el problema medular al que nos referimos pudiese ser resuelto según el espíritu y la letra de la Constitución, y de acuerdo a lo que se encarna en todas las constituciones según todos los grandes constitucionalistas de la historia moderna, no cabría la menor duda: la soberanía reside en el pueblo. Y en quienes ella la delegue, sin por ello jamás enajenarse el derecho supremo que le asiste a corporeizarla. Al extremo que se ha hecho ley en todas las constituciones del mundo, explícita o implícitamente,  el derecho que le asiste al pueblo, único soberano, a rebelarse contra quien la usurpe. Esa ha sido, desde Locke y Rousseau y desde la Revolución Francesa, la tesis dominante en todas las sociedades existentes, la desaparición de las monarquías y la instauración de las repúblicas. Y en el caso de la nuestra, según la Constitución Bolivariana de la República de Venezuela, consagrada en los artículos 333 y 350 que no sólo legitiman el derecho a la rebelión, sino que lo hacen imperativo y obligante. Pero para que dichos artículos tuvieran plena vigencia, dicha Constitución debiera estar fundada sobre el consenso mayoritario del pueblo venezolano y asumida, respetada y acatada por todos los miembros de la sociedad, lo que evidentemente no es el caso. De allí la existencia de la crisis de excepción que comentamos.

Así, continúa en veremos el problema esencial, el de la resolución de la soberanía. «En Venezuela» – escribía el Libertador desde Angostura, burlándose del Congreso de Cariaco que pretendiera resolver el estado de excepción en que cayera Venezuela tras la pérdida de la Primera República, rebajado por su inaugural prepotencia militarista a «congresillo» y al que consideraba tan sólido como un trozo de casabe en agua hirviendo  – «manda el que puede, no el que quiere». En otras palabras: el problema del Poder, del ejercicio efectivo de la voluntad de quien asuma su resolución. Y reencauzar, de ese modo, a la sociedad dentro de sus marcos legales, para que vuelva a ser un Estado de Derecho, superando el hiato entre política y juridicidad, que le es constitutivo.

Así llegamos al meollo de la actual situación: ¿quién puede y debe asumir la tarea de resolver el estado de excepción y cumplir así con la condición señalada por Carl Schmitt en 1922: “soberano es quien decide el estado de excepción”? En dicha circunstancia, de seguir a Emmanuel-Joseph Sieyès, mejor conocido como el abate Sieyès, en caso de duda, como el que hoy nos aflige, “el que la voluntad domine, dicte, sería tanto más preciso cuanto más fuerte fuera dicha dependencia de un poder mayor hacia afuera con una dependencia mayor hacia adentro…” ¿Está la MUD en capacidad real de convertirse en el soberano que resuelva el estado de Excepción? El mismo abate Sieyès,  da luces que podrían ayudarnos a resolver nuestra grave interrogante: “El presupuesto más importante para ella: el de que la voluntad domine, dicte, sería tanto más preciso cuanto más fuerte fuera dicha dependencia. El ideal de la voluntad dominante incondicionada sería la orden militar, cuya determinación tiene que responder a la prontitud con que debe ser ejecutada.”

Si nos remitiéramos al abate Sieyès, la decisión soberana quedaría de este modo indiscutiblemente y en primer lugar en manos no sólo «de quien quiera, sino de quien pueda», a saber: de nuestras fuerzas armadas. Siempre y cuando las fuerzas armadas en quienes recayera la histórica responsabilidad de asumir la soberanía tuvieran clara conciencia de que dicha soberanía, también en estricto respeto al orden constitucional, debe ser traspasado al más breve plazo a manos de la civilidad, ser reafirmada en comicios electorales, legítimos y transparentes. Y si ello fuera posible y necesario, en la refundación de nuestra juridicidad convocando a una Asamblea Constituyente que le diera el vamos a una nueva República, plenamente sustentada en un nuevo orden y un pleno Estado de derecho. Sería el orden histórico natural para que el cambio pudiera tener lugar.

Para que no quede la menor duda acerca de que se está en el terreno absolutamente indeterminado de lo puramente factual, aunque sobre determinante, Carl Schmitt, que es quien cita y trae a colación al abate Sieyès, agrega: “Tal determinación de la orden – militar –  no es indudablemente la determinación de la orden jurídica, sino la exactitud de una técnica  objetiva”. Referido a nuestra particular crisis de excepción, el orden jurídico no reposaría en las fuerzas armadas; en ellas reposaría única y exclusivamente el Poder factual, instrumental, técnico que haría posible su instauración. Exactamente como sucediera el 23 de enero de 1958, cuando bajo la masiva presencia y el control del pueblo en la calle, las fuerzas armadas restablecieran el Estado de Derecho. Unir orden jurídico con técnica objetiva, bajo el respaldo masivo y protagónico, el control, la observación y el poder soberano del pueblo en las calles y en el menor plazo: he allí la exigencia que enfrentamos.

En rigor, las fuerzas encontradas que confluyen en la resolución de nuestro problema hamletiano, existencial, son sólo dos – el pueblo democrático, único depositario de nuestra soberanía, representado en la ocasión por la Asamblea Nacional, de una parte; y el régimen-gobierno encabezado por Nicolás Maduro, subordinado en principio a la voluntad y decisión de la tiranía cubana y, por ello, de naturaleza doblemente derivada e ilegítima. El tercer factor, que en el caso deberá asumir el papel del árbitro, impedir el encontronazo entre el pueblo amotinado y sus depredadores extranjeros,  y correr con el albur de desnaturalizarse y desaparecer o reafirmarse en su calidad de garante de la potestad de la república, son las fuerzas armadas. Es la fuerza definitoria.

Situadas en la frontera entre el Estado de Derecho y su fáctica desaparición tragado por la voracidad imperial de la tiranía cubana y el castrocomunismo vernáculo, es del pueblo insurrecto y  de sus Fuerzas Armadas que depende la resolución del más grave conflicto vivido por Venezuela en sus doscientos años de historia. En tal caso, debería intervenir sin más tardanzas, tal como, según Sieyès y Carl Schmitt le caracterizan: haciendo valer su superioridad técnica e irrebatible, para detener la caída de nuestra República en la desintegración del caos, la violencia y la muerte.

La brutal crisis que nos aflige y nos hunde en este Estado de excepción, hace perentorio que los dos principales protagonistas de esta circunstancia – Pueblo y Fuerzas Armadas – terminen por acordarse, siguiendo el magnífico ejemplo vivido el 23 de enero de 1958, aferrados a la tabla de salvación del Estado de Derecho y recurriendo a los dos ejes de la acción teológico política: la voluntad y la decisión. Es la hora de que ambos, pueblo y fuerzas armadas, resuelvan la crisis asumiendo la soberanía de la República. Se trata de evitar su trágica desaparición. El acto está por comenzar. Que comience. Mañana podría ser demasiado tarde.

sangarccs

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