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¿Qué te llevas de Venezuela?

Carolina Jaimes Branger

Hace poco conversaba con una alumna que también se va de Venezuela. “Estoy decidiendo qué me voy a llevar”, me dijo. “Tantas cosas no me caben en dos maletas”, añadió. Las “cosas” a las que se refería no eran lo que usualmente uno esperaría que se llevara alguien que se va del país. Ella tenía desplegado  encima de su cama,  además de su ropa, un oso de peluche que le había regalado su abuelo el día que nació. Una almohadita llamada “la bobita” con la que dormía desde que tenía uso de razón. Dos enormes corchos y como quince álbumes llenos de fotos de sus momentos más felices. Franelas firmadas por sus compañeros del colegio y la universidad. Una colección de caramelos de cristal y una muñeca tan vieja que ya se parece a la novia de Chucky, el perverso muñeco de las películas de terror, pero que a ella le parece tan bella como el día que se la regalaron.

Es verdad, pensé. Lo que se llevan de aquí quienes se van no cabe ni en una, ni en dos, ni en cien, ni en mil maletas. Ya sabemos que quienes se marchan lo hacen por lo malo que está esto. Dejan lo malo, pero lo que se llevan es lo bueno. Lo que no se olvida. Lo que hace que siempre estemos conectados. Lo que logra que sintamos  nostalgia cada vez que algo detona un recuerdo.

De aquí se llevan el azul del cielo. No hay cielo más azul, ni luz más blanca que la de Venezuela. De aquí se llevan también los colores de las flores, la infinita gama de verdes de nuestra vegetación, el terracota intenso de la época de sequía y el blanco de las nieves perpetuas. Se llevan los aguaceros torrenciales seguidos de un sol radiante, lo salado de nuestros mares, el verdeazul y las arenas blancas de las playas del Caribe, el marrón café con leche del Orinoco y el tono ferroso del Caroní. Se llevan los altos tepuyes, las imponentes montañas de los Andes, la intrincadísima selva amazónica, los médanos de Coro y el relámpago del Catatumbo, aunque nunca hayan visto uno en vivo.

Se llevan los escándalos matutinos de las guacharacas, el vuelo de las guacamayas surcando nuestras ciudades, el canto de los pajaritos y los garridos de los loros. La música a todo volumen de los guateques y los bailes en ollas con los panas, aunque los acabes de conocer. De aquí se llevan la simpatía, la cordialidad, la informalidad de la gente.

De Venezuela se llevan los olores de los fogones de las casas de las abuelas. Del onoto de las hallacas cuando hierven en Navidad. Del café recién colado, porque no hay café que huela mejor que el café venezolano acabado de colar. De la tierra mojada por la lluvia, de los brotes encapullados, del aire del amanecer.

De aquí se llevan las caricias de las madres, los abrazos de los padres, el amor de los abuelos. Las carcajadas con los amigos, que siempre son nuevas aunque sean tan viejas. Las veladas y las desveladas, las fiestas, porque no hay fiestas mejores en el mundo que las fiestas que hacemos aquí. Se van también los esfuerzos, los trabajos, las recompensas, las expectativas.

Se van los recuerdos, las ganas de volver, las ansias de reconstruir.  Y todas esas cosas caben sólo en el corazón de un venezolano, de ése que no quiso irse y que no sabe cuándo, ni si va a regresar. De Venezuela se fue la nostalgia. Está regada por el mundo y cuando la despiertan los recuerdos –como cuando se escucha el hablado venezolano o el Alma Llanera como música de fondo en un restaurante- es cuando entiendes que tu cuerpo está allá, pero tu corazón quedó aquí, esperando que regreses.

@cjaimesb

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