Rafael Salvatore: Al encuentro de Luis del Valle, El Diablo de Cumaná
Eduardo Planchart Licea
Estamos ante un encuentro de sensibilidades entre el artista visual Rafael Salvatore, y Luis del Valle Hurtado, el Diablo de Cumaná, él asume sin proponérselo categorías propias del arte contemporánea en su danzar. Cómo son el performance, el arte corporal, por el cual modifica su presencia física a través de la pintura; el crear su indumentaria y parafernalia ritual. Y establecer una relación directa con el pueblo, a través de una coreografía investigada, y ensayada durante años que se materializa en un teatro de calle sacro. Inspiró su danzar en el comportamiento del gato, asociado simbólicamente al mal, la brujería; y a los gestos del maligno al ser derrota por San Miguel, y a los pases brotados de su inconsciente y sus sueños.
La visión del mundo del artista visual Rafael Salvatore transforma la memoria visual en reveladoras huellas de luz, en el portafolio de Luis del Valle Hurtado (1932), su mirada nos lleva a los abismo de Occidente, enfrentándonos el dualismo judeo-cristiano. Donde el mal es representado por el diablo-serpentino desde el bíblico Génesis, donde se plantean diálogos con la deidad-Yahvé, que crean situaciones paradójicas, como en “El Libro de Job”, donde se describe la suspicaz familiaridad entre Yahvé y el diablo, que inspiraron a pensadores como W. Goethe (1749-1832) a crear una obra paradigmática de la literatura universal como es el Fausto (1808). En la tradición popular venezolana también han brotado expresiones culturas originales a partir de este dualismo, como son los diablos danzantes y sus diabladas, que sincretizan creencias afrocaribeña con las occidentales, que la iglesia uso como una vía para neutralizar el pensamiento mágico. Estos mitos y rituales colectivos, se han mantenido en el tiempo a través de cofradías. Y se materializan en mitología creativo individual, escapando a la lógica de dominación en el Diablo de Cumaná, al documentarlo Salvatore en composiciones donde la foto resume la esencia de lo fotografiado. Eterniza la dimensión estética, ritual, y simbólica de Luis del Valle, llamado coloquialmente Tarzán, porque acostumbraba lanzarse del Puente Bermúdez al Manzanera, cual legendario héroe de la selva.
El diablo Oriental, regionaliza y recrea en el imaginario del venezolano como sombra, y abismo telúrico al ángel rebelde. Cómo artista integral, es buen dibujante y pintor, se evidencia en su oficio como hacedor de barajitas de loterías, las cual hacía y vendía. La mítica lucha del bien contra el mal, se representa en la iconografía popular, en las estampas devocionales que se venden en las iglesias, o en la tiendas de santos, o santería y representan el duelo de San Miguel contra el dragón, o Lucifer. Se identificó de manera azarosa con este milenario duelo, como lo relata en el documental “El Diablo de Cumaná”, dirigido John Dickinson, 1984; Salvatore fue asistente de dirección, e hizo la cámara fija, fotografiando los diversos rituales, y dramatizaciones del personaje.
Cada año se iniciaban en su hogar, ante el altar dedicado a estos bíblicos arquetipos, impresos en hojas de almanaques, o estampas populares entre velas, y menjurjes. Para empezar se descontaminaba ritualmente, para transformarse en un símbolo viviente. Y lo lograba a tal extremo, que al verlo, la gente caminar en la calle, se sorprendía, y le decía que cuando es diablo parecía aumentar de tamaño, e irónicamente respondía <<no será acaso porque tengo un pacto con el diablo>>. Aunque siempre aclaraba que él era un diablo bueno. Unos de los sentidos de su hacer, era expulsar al mal, a través de la hierofanía de su danzar.
Esta visión la representa el fotógrafo a través de un close up, donde Luis del Valle se pinta el rostro con tizne negro, y hace de él una máscara de piel, mientras mira fijamente el espejo. La fotografía tiene varios planos compositivos, a través de los cuales el fotógrafo logra que el otro, perciba la compleja la dimensión interior del retratado.
Como del Valle afirma, reinterpreta el mito de San Miguel y su enfrentamiento con el mal, en un diablo negro tras los indios. Cómo sombra fantasmal diurna, podría representar a los conquistadores que perseguían a los indígenas, en niños pintados disfrazados con guayucos y plumas que lo acompañan en su danzar. Se establece una dialéctica que reivindica lo propio, regionaliza la mitología universal, alejándose de los contenidos occidentales de esta lucha milenaria. En su reinterpretación, no es derrotado el diablo por el arcángel San Miguel, pues danza libre, el ángel rebelde provocando terror y alegría entre el pueblo. Con un sentido burlesco, que no es azaroso, pues el drama sacro se representa en carnaval, y una de sus antecedentes históricos es la medieval Fiesta de los Locos, donde todas las categorías sociales, económicas y religiosas se invertían. Irónicamente podría dramatizar el diablo de Cumaná la posición de la iglesia, y los misioneros en la conquista: demostrar la ausencia del alma en los indios, para poder negar su humanidad, que en este teatro callejero es robada simbólicamente por Satanás. Así, se justificaba el secuestrar etnias y poblados, para hacerlos esclavos, y explotarlos hasta la muerte sin misericordia. Será el ex-comendero y Obispo de Chiapas –México- fray Bartolomé de la Casas (1482-1556), unos de los primeros en alzar su voz y su palabra, contra esta injusticia al llevar sus alegatos para defender a los aborígenes ante Carlos I, rey de España.
Se apoderaba el diablo de las calles de Cumaná y otros poblados, gesticulando, tal como lo hace al parecer lanzarse sobre la cámara del fotógrafo, con el rostro alerta, gritando y con una mano y dedos con garras extendidos como muestra de su poder. El temor que provocaba entre el público, lo cliqueo Salvatore, al correr tras la muchedumbre que huye despavorida de su presencia tridente en mano, alas de cartón que parecieran aletear, y una ingrávida cola satánica.
Es retratado la negrura danzante, en uno de los momentos de preparación ritual, concentrado para su representación vestido de trajeada oscuridad, sentado en una lata, cubierto de estrechos ropajes, con gorro y cachos de toro. Los rasgos de su rostro se pierden entre el tizne negro, resalta el plateado brillo de la argolla que cuelga entre sus fosas nasales, cual luna creciente, de las que brotan humo de tabaco. Analogía simbólica del toro negro, representación del mal, y del inframundo. Se transforma en monstruosidad. Fotografiado cual gárgola a punto de romper su costra de piedra. Paradójicamente, los niños cumaneses que lo admiran lo rodean, conversan despreocupadamente entre ellos, alguno será el heredero de su tradición, y se convertirá en el nuevo Diablo de Cumaná, o posiblemente ninguno lo será. Y su creatividad se convertirá en una leyenda, se recordara en el mejor de los casos que un tal Tarzán hacia una danza y ritual de Diablo con indiecitos, vendedor de loterías, creador lejano de un espacio de libertad y catarsis.
De él solo quedaran los murales callejeros de su majestuosa presencia, que a medida que se vayan desmoronando por el tiempo, ira desapareciendo él y su legado. Posiblemente solo contaremos con este paradigmático portafolio de un personaje único. Será un olvido más en la memoria de un país donde no existen políticas culturales, y menos de conservación del patrimonio cultural, si no están en función de la manipulación ideológica.
Con mi familia vimos al diablo danzar en las calles de Cumaná, mis hijos se asustaban, refugiándose en los brazos de su madre, para nosotros nativos del frío Chile era un espectáculo inolvidable, que ahora quisiera recordar viendo el documental “El Diablo de Cumaná”, dirigido John Dickinson, 1984.