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¿Redes (anti)sociales?

En época en la que el tiempo adquiere una íntima noción de circularidad (todo desenlace implica también un recomienzo) alguna vez habremos retozado con la idea de que el fin de año aplique una suerte de reset a los problemas cotidianos, que brinde un nuevo inicio y conjure todo resabio de borrasca del pasado reciente. En Venezuela, de hecho, la memoria corta (¿patológica adicción a la ilusión, visión dionisíaca propia de “animales olvidadizos”, tal como Nietzsche describía al hombre?) ha sido recurrente comodín que nos ha permitido flotar sobre la incertidumbre para, cada vez que se pueda, pasar página, plantarse sobre hoja blanquísima y comenzar a rayar en ella. Sólo que desde hace algunos años, esa ilusión de renovación cada vez está más comprometida por la contundencia de la realidad, ante la cual ya es imposible que la psiquis logre replegarse. El 2015 parece sucumbir al balance de frustraciones que legó el 2014, a la persistencia del caos, y desde su arranque transita a merced del disgusto, la percepción negativa respecto a la situación del país (85,7% de venezolanos la evalúa como “mala”, según reciente encuesta de Datanálisis) y lo peor: una exacerbada manifestación del odio político que enfrenta vigorosamente a ciudadanos, tanto en aceras contrarias como compartidas.

Aunque es justo admitir que la política se alimenta de cierto “odio civilizado” (el intercambio de la actividad humana en la esfera de lo público, según apunta Hanna Arendt, obliga a domeñar las pasiones del ámbito privado) el fenómeno de esa desfiguración no resulta sorpresivo en Venezuela: si ha tocado lidiar desde hace tanto con el pendenciero, incontinente discurso de quienes nos gobiernan, es de esperarse que el lenguaje de un odio de rasgos privados –esto es, susceptible a la visceralidad, y por tanto distinto al que debería privar en el ámbito social de la política- se transfunda con equivalente virulencia hacia los gobernados. Avaladas por líderes cuyo desdén por las formas no encuentra sujeción racional alguna, la áspera descalificación, el insulto o la vulgaridad lacerante han pasado de ser reacciones límite para convertirse en réplica común hasta para la más simple disonancia. Basta pasearse por las redes (anti)sociales en estos días para advertir las sobre-dimensionadas expresiones de esa “misantropía política”. Así, figuras hasta hace poco respetadas por su palmario compromiso con su conciencia, hoy resultan empujadas al centro de una jarana de torvos remoquetes: “tarifado”, “traidor”, “infiltrado”, asisten entre los más benignos y decorosos. Y algunos contestan, con justificada repulsa, lo cual añade sangre, gresca y jirones al vicioso círculo… ¿Qué espoleó semejante desbordamiento?

“El mal y la política forman una mezcla tóxica”, señala Alan Wolfe: y se adivina en esa dinámica la acción del ponzoñoso coctel. En principio, la frustración acumulada, la fe depositada en terceros para lograr el cambio que se aspira para sí (el insano locus de control externo) y que no prosperó en concreciones, ha cebado la bola de nieve interna; así, el no-logro persistente termina mutando en agresión. A eso se suma el miedo a que la situación que agobia siga prolongándose (como anuncia el psicoanálisis, un miedo que se arraiga en la precariedad e indefensión de un individuo incapaz de elaborarlo, hace que se proyecte hacia afuera como odio. Así, toda líbido o pulsión de vida se concentra en ese punto de odio que fija la angustia, que compromete nuestra racionalidad, que impulsa a mirar al otro como constante amenaza a nuestra identidad y, en consecuencia, a destruirlo). El riesgo es que de ese odio puntual, de ese “desorden de la percepción que engaña al pensamiento” (Willard Gaylin) a la intolerancia extrema, irreflexiva -el fanatismo- puede haber escasos pasos; y ejemplos como el del atentado contra el semanario francés Charlie Hebdo dan cuenta del aciago trayecto de esa violencia que viaja desde la palabra y aterriza en los actos.

A merced de la merma de ventanas de expresión para la opinión política en Venezuela, una paradójica comunicación de “esfera pública con tono privado” propia de las redes sociales termina contagiando, filtrando todo espacio de intercambio. Allí, el odio encontró propicio caldo de fermentación activado por el destemplado discurso oficialista, pero terminó también prendiendo con furia en la expresión de cierto sector de oposición que se ha hecho adicto a él. Los “indignados” de twitter son ejemplo de que el odio crea un vínculo más fuerte, más sólido y duradero que el amor, lo cual lo hace más difícil de erradicar. Creo, sin embargo -y mientras la realidad no pueda exorcizar la frustración – que estas expresiones deben ser combatidas también con la palabra o, en el peor caso, con su ausencia. Un reto mantenerse entero frente al puño que amenaza con desacoplar el mentón, sí: pero una réplica de altura o un bloqueo a tiempo pueden librarnos de seguir alimentando la vulgar, estridente saña del ladrido.

@mibelis

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