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Rusia: del estado político al estado secreto

No hay que ser el inspector Wallander para adivinar quienes son los que mandaron asesinar a Borís Nemtsov, destacado líder de la oposición rusa. Todos los indicios apuntan hacia un solo lado. Falta solo la prueba. La prueba final que no va a aparecer. La prueba, como en tantos otros casos es y será un secreto de un Estado secreto.

El asesinato a Nemtsov se inscribe en una larga lista de opositores a Putin, todos muertos bajo extrañas circunstancias. Anna Politvoskaya, la periodista que denunció el terrorismo de Estado en Chechenia, baleada en un ascensor (2006). Alexander Litvitnesko, ex agente de seguridad de Putin, envenenado por agentes rusos en Londres (2010). Boris Berezovski. el magnate ex amigo de Putin, convertido después en opositor como resultado de una lucha de mafias involucradas en diversos asesinatos políticos (2013). La versión oficial: suicidio.

Después de cada asesinato, el mismo libreto. El gobernante se muestra consternado y promete realizar investigaciones exhaustivas. Paralelamente comienzan a circular rumores inculpando a las víctimas. ¿Narcotráfico? ¿Drogadicción? ¿Alcoholismo? ¿Crimen pasional? ¿Trastornos psíquicos? Hasta que pasa el tiempo y el hecho se convierte en anécdota. A veces, como en el asesinato a la Politvoskaya, cae uno que otro pez pequeño y después nadie lo recuerda. La historia de los países regidos por autocracias se construye no con recuerdos sino con olvidos.

Boris Nemtsov era un candidato a muerte prematura. Conocedor de los vericuetos del poder, al igual que Putin fue uno de los favoritos de Yeltzin. Pero además, reunía talentos de los que carece Putin. No era un líder televisivo sino de calle. Sabía hablar a las multitudes y despertar emociones. Había logrado unir en un solo discurso dos dimensiones altamente peligrosas para el régimen: la lucha en contra de la corrupción y la oposición a la guerra en Ucrania. Su lema era: “Putin es la guerra. Putin es la crisis”.

Por supuesto, los secretos de Estado y la autonomización de los servicios de espionaje no son solo una especialidad rusa. Prácticamente no pasa una semana sin que en la pantalla televisiva aparezca un thriller acerca de cómo los servicios de inteligencia pueden llegar a controlar a los gobiernos, a los partidos y a los políticos, aún en los países más democráticos. El problema parece ser mucho más grave si se toma en cuenta la autonomización de la información digital.

Ya hay indicios de como determinadas franjas de la economía mundial están siendo manejadas desde un espacio virtual al cual ningún gobierno tiene acceso. Las luchas por la democracia del futuro deberán enfrentar a un nuevo tipo de dominación de carácter impersonal, digital, intergaláctica y con acceso a datos que convierten a la intimidad de cada uno en ficción. Distopías viables, si el poder de la información supranacional coordina con el de Estados secretos como el que existe en la Rusia de Putin.

En cierta medida el secretismo del Estado ruso puede ser considerado como una continuación del que imperaba durante el periodo soviético. Pero hay una diferencia. Durante el periodo soviético la Nomenklatura o clase dominante de Estado, estaba dividida en tres estamentos: la burocracia política, el ejército y los servicios de inteligencia. La historia del estalinismo es también la historia de una lucha mortal entre estos tres estamentos.

Como es sabido, durante los últimos años de Stalin los “aparatistas” del tercer estamento lograron a través de la eminencia gris del dictador, el agente de la NVKD Lavrenti Beria, hacerse de gran parte del poder gracias a “purgas” organizadas por Stalin y Beria. Desde esa perspectiva el asesinato de Beria (1953) así como el de  sus secuaces, puede ser considerado como parte de una rebelión de la burocracia política en contra de los “aparatistas”, rebelión realizada con el objetivo de impedir que los servicios secretos se hicieran de la totalidad del poder.

Durante el periodo Brézhnev tuvo lugar una coexistencia pacífica aunque tensa entre los aparatos secretos y la burocracia estatal. La rebelión de Gorbachov fue por el contrario parte de un proyecto del estamento político- burocrático para deshacerse de la dominación ejercida por el aparato secreto del Estado. No por casualidad la Perestroika nació acompañada de Glasnost (transparencia).

Ahora bien, desde una perspectiva macro-histórica, Putin no conecta ni con Kruschev ni con  Brézhnev sino, de una manera indirecta, con Beria.

Putin, formado en los laberintos del Estado soviético, emergió a la política como portador de la utopía de Beria, a saber, con el objetivo de subordinar a todos los aparatos del Estado al estamento secreto. Gracias a esa subordinación, Putin ha llegado a controlar en una sola mano los tres poderes fácticos: los organismos de inteligencia, el aparato burocrático y el ejército.

Como Beria, Putin fue un agente secreto, uno de los más eficientes de la KGB. Su salto a la política no significó una ruptura con su pasado sino todo lo contrario. Los biógrafos coinciden en que Putin maneja los asuntos de Estado con los mismos métodos aprendidos en sus años de agente secreto en San Petersburgo.

Desde sus bastiones secretos Putin controla la política interior y exterior del país. Eso fue lo que precisamente captó Boris Mentsov. Rusia necesita de una nueva Glasnost, de una transparencia que estimule el regreso de una política que permita al país reinsertarse en un espacio democrático y occidental. Mientras eso no sea posible, reiteraba Mentsov, no habrá paz en Ucrania. En Europa, tampoco.

Los multitudinarios funerales de Mentsov (3 de Marzo) demostraron que la utopía democrática del líder ruso puede ser alguna vez realidad. Esos funerales fueron una de las más grandes protestas de la oposición en la era Putin. No todo parece estar perdido en Rusia.

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