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Se desgarra la investidura

Es inevitable, hurgo en sentimientos esparcidos a los cuatro vientos. Procuro, sin éxito, encontrar una vertiente más amplia de lo que sería «políticamente correcto» (el concepto parece estar dejando de existir). Es ardua la tarea de acertar en una diana lógica, con análisis mesurados, sobre el panorama aciago que se está viviendo y sus dramáticas consecuencias. Ha sido alta la tensión de emociones acumuladas en dos semanas frenéticas, vividas también a golpe de yunque tuitero, titiritero.

Pareciera que el mundo se hubiera puesto de cabeza y se salieran de los bolsillos las llaves de la «casa común»; documentos válidos de viaje, y visas aprobadas; los ahorros de las ventas que cancelaban un trágico pasado, con la esperanza de hallar un futuro mejor. Mucho esfuerzo se tambalea frente a la amenaza de que se podrían tocar con algún anómalo impuesto los dineros bien habidos, devengados para que puedan comer las familias lejanas. Se deshacen en un tris los sueños de un porvenir constructivo, de superación individual, de aspiración en los estudios. Se desmoronan esperanzas de reencontrarse con los seres queridos; de buscar refugio de las barbaries solapadas por criminales de rango. Parecieran que desaparecen normas de convivencia universal. Y se pone en tela de juicio la búsqueda de oportunidades en aquel supuesto oasis del universo donde toda ilusión podría llegar a convertirse en realidad. Así lo había pregonado una publicidad que despertaba expectativas monumentales, mismas que se llegaron a llamar como «sueño» americano. Y existía una base para creer en ello: antecedentes familiares, materiales, discursos, documentales, películas de ficción. El gran país en cuestión ha sido un paradigma de valores que contribuyeron a darle un peso enorme y a gravitar sobre civilizaciones con añejas tradiciones, atraídas por monedas de cambio promisorias, -también con su envés de moneda espuria y tanto oropel, consumismo, violencia, y otros males bien conocidos que aquejan a las sociedades modernas-.

Y con todo, no es esa la cuestión principal aquí y ahora. El asunto, gravísimo, es el repentino cambio de luces que ciega al que llega. De un día para otro las virtudes de un mundo libre, pregonadas a diestra y siniestra ya no funcionan igual; como por arte de magia, por el voluntarismo de un autopretendido demiurgo,  se decide que es tiempo de mudar de manera radical todo un sistema de cosas; se llega al momento infausto de quebrar los platos y los vasos en los que se comía y luego se impone cobrar la cuenta a quienes no la hacen ni la deben.

No está en duda el derecho de los aprendices de brujo a cumplir promesas alienantes e imponer criterios con los que convencieron a quienes los aupó a lo más alto del mando -los otros, los que lo evitaron, aun siendo mayoría, tendrían suficientes números para ganar la partida, pero no los pactados en un sistema sui géneris, en una contradicción del espíritu democrático que debería animar justas tan trascendentales. El ganador, sin mucha equidad, recuerda y machaca: «…puedes obtener más votos populares, pero yo me llevo el premio de las cúpulas; y gobierno como entiendo».

Y no obstante, debería de existir un límite para ejercer el poder y tender puentes hacia el Otro, hacia el que no le votó en las elecciones, pero merece la consideración que le rescate de la decepción y lo inste a recorrer un camino mutuo con el ideal constructivo de un hábitat más cálido, un terreno más sólido, justo y seguro; una suerte de utopía democrática pues, en un entorno que además pudiera albergar a quienes lo han perdido todo, aquellos que requieren y aspiran a sumarse a un sistema que tanto han promocionado toneladas de libros y discursos.

Siempre supusimos que había un camino incluyente, antirracista, solidario, el mismo que se inspiraba en añejas tradiciones históricas y espirituales: de las judaicas a las islámicas, de las cristianas a las hindúes y budistas. Un mundo plural, donde la diversidad es virtud. Ocurre que en un tiempo condensado en sentimientos universales de preocupación existencial y tristezas provocadas por desmanes autoritarios que parecieran no tener fin, un hombre, en extremo poderoso -capaz de acabar con la humanidad  apretando el botón de sus delirios- decide extremar a rajatabla sus provocadoras ofertas de campaña y  levanta muros de palabras con desprecio por cualquier diversidad y odio hacia quien disiente de él o le cuestiona.

No puede ser una verdad absoluta que quien más golpea, más gana, en los negocios o en la política. Esa práctica pendenciera sería una batalla pírrica alcanzada con instrumentos que sacan la vuelta a ordenamientos supremos. Muchas sociedades, a trancas y barrancos se han ido construyendo con ideales edificados a partir de la solidaridad y la concordia, superando errores ideológicos tan graves como los que produjeron guerras y holocaustos de diverso signo, apenas sufridos en el siglo pasado.

No está por demás recordar a los hermanos que derramaron su sangre traicionando principios de fraternidad y heredando una maldición que perdura hasta nuestros días. No hay escritura sagrada, ni tradición espiritual donde no se condenen las tendencias que atentan contra la vida y contra la dignidad de la persona. Es cierto que también existe el derecho a legítima defensa y que  debemos protegernos de los desaprensivos, de aquellos que hablan en nombre de Dios para justificar sus desviaciones morales, sus fundamentalísimos, sus crímenes cobardes. Pero como se dice coloquialmente, nadie debe asustar con «el petate del muerto». Se nota a leguas que algunos políticos de talante semejante a la vocación mesiánica que  quieren atacar, manipulan miedos y aprehensiones a partir de hechos condenables, como los que han movido a toda suerte de terrorismo religioso, político o económico.

La historia con H mayúscula es incómoda. Nos recuerda, sin inclinar partido, las aberraciones en que caen los pueblos cuando han prevalecido los sentimientos de exclusión y han reinado  pasiones de absurdas supremacías. No habrá muros que valgan para detener los peores males de la sociedad. Muchos de los peligros que pregonan ya están adentro. El consumo y el mercado de las drogas, gerenciado en altas instancias, favorece el placer en festines y en bares de lujo o en las calles de la mala vida y otros son las víctimas de una ley de oferta y demanda, que acaba poniendo los muertos, los huérfanos, los desposeídos-.

El elenco de los agravios a los vecinos, aliados y aún amigos comienza a ser tan extenso y monumental como el tamaño de la ignominia de los muros que imaginan.

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