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Sinceridad ninguna

Me dispongo a escuchar el discurso presidencial ante la Asamblea Nacional, después de tres embarques consecutivos y sin que al respecto medie explicación alguna, con referencia al diferendo con Guyana. No vaya usted a creer que soy un hombre falto de oficio ni un masoquista empedernido, y mucho menos que se trata de una penitencia incumplida. Pero es que la curiosidad me carcome y se me atasca en la garganta, porque me parece lo más natural del mundo que uno se pregunte de dónde diablos surge ahora esta preocupación tan frenética por lo que debieron preocuparse desde hace quince años y no lo hicieron.¿Porqué tanto vociferar ahora por lo que durante tanto tiempo no dijeron ni esta boca es mía?¿Qué pasó, de pronto, que la noche se volvió día, lo oscuro se hizo claro y lo que estaba arriba se volteó hacia abajo?

Oigo al presidente de la República hacer una afirmación con aire severo y colosal: “El Esequibo es venezolano indiscutiblemente” y no puedo menos que asombrarme: ¿se enteró ayer? ¿Acaso no lo supo durante los seis años en los que fue canciller? ¿Por qué ahora?¿Porqué el tema no formó parte, por ejemplo, de su discurso de toma de posesión? ¿No estaba al tanto o el tema no le pareció suficientemente importante para mencionarlo en el momento? ¿Nadie se lo había dicho antes? ¿Es que, acaso,  nunca vio la contraportada de los sempiternos cuadernitos con el mapa de Venezuela en los que se resaltaba la zona en reclamación?¿De dónde surge ese patriotismo exacerbado de última hora? ¿Qué pasó? ¿Qué ocurrió de nuevo?¿Qué los hizo abrir los ojos y descubrir lo que todo el mundo en el país siempre ha sabido? Y al no encontrar respuesta a ninguna de estas interrogantes, uno no puede sino decir cosas como: ¡al menos al fin lo dijo!, ¡enhorabuena!, o ¡más vale tarde que nunca!…aunque quién sabe si ya demasiado tarde.

Continúo escuchando el discurso y admito que hizo un esfuerzo por estudiarse la historia del prolongado y tortuoso proceso. También entendí como un buen gesto —y no puedo ocultar que sentí hasta un fresquito por dentro, aunque el hombre debió haber tragado grueso— cuando se mostró de acuerdo con el Tratado de Ginebra de 1966, reconociendo así el trabajo sobrio y tesonero de los presidentes  Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, padres de la tan vilipendiada democracia, para recuperar el territorio que nos fue despojado en un cuestionable laudo arbitral. Seguramente porque, de no hacerlo, el argumento se le caía de platanazo y, con ello, cualquier derecho de reclamación.

No obstante, en la medida en que prosigue la alocución, no encuentro respuestas sino más preguntas: y si Exxon es el demonio,¿porqué no menciona a quien le dio la concesión?¿Acaso hay que recordarle, con todo respeto, que no suele ser el ciego sino quien le da el garrote?Y, por lo demás, si es cierto que los chinos son socios de Exxon en el proyecto,¿por qué ni la más mínima insinuación?¿Y porqué agarrarla tan solo con el actual presidente, Granger, quien asumió el gobierno hace apenas dos meses, sin mencionar ni siquiera por asomo a sus amigotes del PPP que estuvieron en el poder desde el año noventa y dos y fueron en realidad quienes otorgaron la concesión a la  Exxon hace más de dos años? ¿Y es que no va a decir una palabra acerca de sus compinches del Caribe, que ahora le dan la espalda y se cuadran con el gobierno de Guyana como si tal cosa? No es que quiera pasarme de escéptico ni prejuiciado, pero son cosas que uno no entiende, que generan más dudas que certezas. Y es que lo que está a la vista no necesita anteojos: en el discurso la sinceridad brilla por su ausencia.

Entonces, uno vuelve y se pregunta: ¿y porqué precisamente ahora, cuando el país atraviesa la peor crisis económica de su historia, el gobierno cae estrepitosamente en las encuestas y se acercan unas elecciones en las que tienen la derrota pintada en la cara? Defender la soberanía nacional ha sido, es y será siempre la obligación del gobierno y de todos los ciudadanos de este país, pero otra cosa muy diferente es convertir el nacionalismo a ultranza en una bandera con fines demagógicos, un peligroso juego que siempre termina mal. Recuerden a Galtieri.

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