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Subido al carrusel

Leila Guerriero, la celebrada periodista argentina, me envió un largo cuestionario cuando preparaba su reportaje de portada para Babelia, el suplemento cultural de El País, que se publicó bajo el provocativo título El escritor ambulante. Me advirtió que no necesitaba responder a todas sus preguntas, porque no quería quitarme tiempo; pero el tema me pareció tan atractivo, que me aparté un rato de la novela que estoy terminando, y completé la tarea como un escolar aplicado, complaciente, y complacido.

En el reportaje Leila entresaca respuestas de los trece escritores entrevistados, acerca de cómo afectan su oficio las “idas y venidas” constantes entre ferias del libro, festivales literarios, invitaciones a conferencias, comparecencias en universidades, lo que necesariamente implica apariciones en público, entrevistas de prensa, firmas de libros, cenas a veces aburridas, la penuria de los aeropuertos, los interminables viajes aéreos, y esos obligados hogares temporales que son los hoteles.

Leila penetra a fondo en la dualidad contradictoria que vive quien se dedica a escribir, ese acto supremo de soledad y apartamiento, y a la vez debe aparecer a lo largo del año delante de los reflectores. Me ocupo aquí de ese tema, y sus consecuentes bemoles, en base a las respuestas que le di:

Si estoy en Nicaragua escribo todas las mañanas desde las 8 hasta la hora del almuerzo. Es una rutina de muchos años.  No puedo hacerlo donde sea, bares, cafés, bancas de los parques, aviones y trenes, salvo que se trate de notas que nunca dejo de tomar, antes en una pequeña libreta, ahora en el celular. Puedo repetir mi rutina en otros domicilios temporales, cuando me tocan estaciones largas fuera, y me siento debidamente instalado, en reposo.

Debido a la novela que ya casi termino, decidí el año recién pasado disminuir mi ritmo de viajes. Reduje mi calendario a 16 compromisos, cuidando lo prioritario, entre festivales de literatura, jurados literarios y de cine, ferias del libro, charlas en universidades, reuniones de organismos de los que soy directivo, en lugares tan diferentes como Buenos Aires, San Juan de Puerto Rico,  San Salvador, Bucaramanga, Cali, Biarritz, Madrid, Austin, Ciudad de México, Cartagena de Indias, Arequipa y Guadalajara. Unas quince semanas en total. ¡Qué drástica reducción, me digo ahora, con sorna!

2015 me había resultado excesivo y pude escribir muy poco. Me tocaba presentar mi novela Sara en una gira por varios países, y la traducción de Castigo Divino en Estados Unidos. Eso pasa siempre que hay un libro nuevo. Ese sí fue un verdadero exceso. Pero también están las invitaciones que declino, que pueden sumar otro tanto de las que acepto. Si las atendiera todas, viviría en los aviones.

Lo peor es que al volver de un viaje, después de haber abandonado por algún tiempo el libro en curso, debo comenzar desde el principio. Hay que volver a retomar la trama, meterse en la atmósfera, encararse de nuevo con los personajes, que resienten mi ausencia.

Viajar me produce cada vez más fatiga, culpa de “la obra profunda de la hora, la labor del minuto y el prodigio del año…”, como describe Darío el paso del tiempo en su poema “De otoño”. Cuando se acerca diciembre me siento agotado, con ganas de tirar la toalla. Y peor en el último noviembre. Me hallaba en Austin acompañando a Ernesto Cardenal en la entrega de su archivo a la biblioteca Benson, y yo debía hablar en la ceremonia. Estando allá me avisaron que mi hermano Lisandro había muerto en México, y pude conseguir un vuelo de madrugada para llegar a tiempo al funeral. De vuelta en Managua, bajo el agobio de la pérdida, y más estresado que nunca, me sentí tentado a abandonar el resto de compromisos del año. Pero pensé que la gente que me había invitado, a la que dije que sí en su momento, no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, y seguí adelante.

Los escritores somos una gran troupe que siempre está presentándose en los escenarios. De algún modo hay que estar cuando te llaman. Hay un ego siempre presente en los escritores, y estas líneas, hablando de mí mismo, son la mejor prueba. Pero hay que procurar tener un ego moderado. Y más importante que las luces del proscenio, son los nuevos lectores que se ganan gracias a esos viajes.

¿Hay alguien que se quede al margen? Vargas Llosa disfruta del público. Bob Dylan, no fue a recibir el Nobel pero delegó en la maravillosa Patti Smith para que cantara en la ceremonia una de sus baladas. Borges, ciego y todo, no despreciaba las invitaciones. Gabo, como dice su hermano Jaime, “se escondía para que lo hallaran”.

Cuando uno presenta un libro en varios países, y atiende diez entrevistas de prensa en un mismo día,  tiene que aprender a dominar el arte de las “variaciones sobre un mismo tema”. El periodista hará siempre preguntas parecidas, pero te está escuchando por primera vez, aunque tengas enfrente uno cada media hora. No puedes mostrarse cansado, ni aburrido. Sino, mejor quedarse en casa.

En las comparecencias me ayuda que hablar de literatura es lo que más me gusta en el mundo después de escribir, y claro, de leer. Me gusta ponerle humor a las conversaciones en público. Relatar historias. Es lo que le gusta a la gente, nunca las disertaciones académicas.

Lo más agobiante son los aeropuertos. Multitudes haciendo colas, los controles de seguridad, la espera por las maletas, y luego registrarse a medianoche en los hoteles. Y que te digan, tras un viaje de 12 horas, que la habitación no está lista y hay que esperar.

Nunca se me ocurriría dejar de escribir y seguir montado en el carrusel de la feria. Me convertiría en una especie de veterano de guerra que enseña sus viejos galones, o sus viejas heridas. Lo contrario sí es posible. Porque escribir es una necesidad vital, y seguiré escribiendo hasta el último día.

 

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