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Terror al cambio

Como pronosticaron las encuestas, no hubo sorpresas. El bipartidismo, la Transición y la época más próspera de la democracia en España han llegado a su fin. Pero no por sabido el resultado, el impacto de las elecciones españolas del 20 de diciembre ha sido menor entre las clases dirigentes del país. Ahora, España está paralizada por el miedo y es la primera vez que, desde la muerte de Franco, comienza un año lleno de inestabilidad institucional lo que, además de las desventajas, podría representar también un tiempo promisorio para actualizar el sistema de representación política y la democracia. Nadie niega que el bipartidismo ha dado resultados innegables, pero ya no refleja la realidad nacional.

Ese temor está haciendo olvidar los procesos que favorecieron la creación de la venerada, pero ya perdida Transición, aquella audacia histórica que permitió decir a Adolfo Suárez que “elevaría a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal”. A partir de ahí y con una idea clara de las implicaciones que traería la transformación de un régimen, se buscó la legalidad para evitar el fracaso moral de la acción política y los mismos franquistas votaron el final del franquismo.

La Constitución de 1978 obligó a reconocer que España no es un país de consensos, sino de imposiciones: una gran parte de su territorio está presente sólo porque ha sido obligado históricamente. Y esa realidad plurinacional, recogida en la Carta Magna, plasmaba a través del llamado Estado de las autonomías las singularidades de cada zona. Sin embargo, ahora que han desaparecido los referentes que sostuvieron el paso de la dictadura a la democracia, como el éxito del modelo político que representaba Europa y el fin de la tradición de los golpes de Estado y la falta de instituciones, España se ve forzada a mirarse en el espejo.

Implementar un sistema ley a ley fue uno de los mejores hallazgos del cambio político español. Por eso, sorprende la reacción colectiva e histérica, al no reconocer que, ante el problema catalán, sólo hay dos caminos: preguntar a los catalanes qué quieren hacer y lograr que sigan viviendo en España o seguir considerando el conjunto de la Transición y la Constitución como un todo inmodificable, aunque ya vayamos tarde para imponer la lógica de la propia ordenación legal.

Me sorprende que ese miedo al miedo contra el que advirtió el presidente Roosevelt, cuando se desató la primera Gran Depresión en 1929, lo esté inundando todo. En ese sentido, ¿qué es mejor? Una realidad social complicada, donde los políticos tengan la oportunidad de anticipar el futuro y resolver el presente o, por el contrario, un resultado formal de las urnas que ya esté tan divorciado del país que en unos meses dé lugar a acciones más violentas y radicales.

El 20-D deja varias lecciones. La primera, el carácter plurinacional de España porque, con todo, Podemos es el primer partido en Cataluña y en el País Vasco, lo que representa un salto cualitativo para salir de la maraña de nacionalistas buenos y españolistas malos. La segunda, que esa fuerza puede utilizarse para releer el Estado y modernizar institucionalmente al país, o usarse para que, llevados por el terror, se desencadene un proceso de negatividad social cuyas consecuencias sí serán incalculables. Es momento de frenar el miedo y enfrentarse a la realidad. Es la hora de los políticos y todos aquellos que no sean capaces de articular un proyecto de país no merecen aspirar al Gobierno.

El resultado del 20-D —y no creo que convocar nuevas elecciones traiga consigo un escenario diferente— muestra que se ha cumplido el dicho de Alfonso Guerra, vicepresidente del primer Gobierno socialista de Felipe González: “A España no la va a reconocer ni la madre que la parió”.

Antonio Navalón
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